De la vergüenza al orgullo: cuando se pudre el silencio

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Hace 14 años invité a un vecino de 25 años a ver un documental sobre la historia de la Semana Roja en La Palma. Le hablé con la emoción de quien por fin sentía que algo tan silenciado, tan arrinconado en la memoria colectiva, salía a la luz. Su respuesta me descolocó:

“Deja quieto eso. ¿Para qué van a hablar de eso? Eso no lleva a ningún sitio bueno.”

Era una frase que yo ya había escuchado muchas veces, en boca de los mayores, como una consigna de autoprotección heredada del miedo. Pero escucharla salir de los labios de alguien tan joven, alguien nacido en democracia, alguien con estudios y posibilidad de pensar críticamente, me dejó una sensación amarga que no he olvidado.

Hoy, casi década y media después, ese mismo joven —ya con casi 40 años— comparte en redes sociales mensajes cargados de odio, repite sin rubor consignas racistas sobre personas que llegan en patera huyendo del hambre o de la guerra, y lo hace con una frialdad que no admite matices.

Hace años no se habría atrevido a decirlo en voz alta. Hoy lo grita, y lo celebra.

¿Cómo se pasa del silencio al grito? ¿Cómo se convierte la vergüenza en orgullo?

Este caso no es una excepción. Forma parte de una corriente que crece. Jóvenes nacidos en los años 80 y 90, hijos de una generación que luchó —o al menos creyó— en la democracia, que accedieron a la universidad, que pudieron viajar, que crecieron escuchando discursos sobre libertad e igualdad… y sin embargo hoy repiten discursos de odio que remiten a lo peor del pasado.

¿Qué ha fallado?

Ha fallado la memoria.

Se nos dijo que para convivir había que olvidar. Que remover la historia no era sano. Que mejor no hablar del terror, ni de las cunetas, ni de las humillaciones. Que lo que pasó pasó. Y sin embargo, el silencio no cura: el silencio fermenta. Cuando no se habla de lo que duele, lo que duele se enquista. Cuando no se explica por qué hay nombres que desaparecieron, qué significan los lugares sin lápidas, por qué hay miedo a contar según qué historias, se deja un vacío que otros llenan con rencor.

Ese joven que me dio la espalda no sabía qué era la Semana Roja. No quiso saberlo. Pero no por ignorancia: por el miedo heredado. Porque le enseñaron que mirar hacia atrás era peligroso. Porque nunca le contaron que lo verdaderamente peligroso es repetir sin pensar, callar por costumbre y normalizar el desprecio.

Hoy, muchos como él han encontrado en la ultraderecha una identidad clara, fácil, directa. Una identidad sin dudas ni matices, que culpa siempre al otro: al pobre, al inmigrante, a la mujer que alza la voz, a quien vive o ama diferente. Es un refugio cómodo en tiempos inciertos. Pero es un refugio construido sobre ruinas, sobre cadáveres, sobre historias que nunca se contaron.

Por eso es urgente hablar. Volver a contar. Desobedecer el mandato del silencio. Porque lo que no se dice no desaparece: se transforma en otra cosa, muchas veces más cruel, más deshumanizante.

Ese joven que rechazó la memoria y ahora celebra el odio no es solo una anécdota. Es un síntoma. Y cada síntoma nos está diciendo lo mismo: o hablamos, o nos hablarán otros con las palabras del miedo.

Hoy, 5 de agosto, se conmemora el asesinato de las Trece Rosas, mujeres jóvenes fusiladas por el franquismo. Y ayer mismo, en una playa de Granada, varios bañistas salieron corriendo a detener a personas que llegaban exhaustas en una patera. Pobres persiguiendo a pobres, contagiados por un relato que convierte a seres humanos en amenazas.

Hoy es un día para recordar. Pero también para elegir.

Escojo esto. Escojo hablar. Escojo no callarme.