¡Muerte a la muerte!
Una de las creencias más arraigadas y de la que más cuesta librarse es la de la muerte-siempre-futura, esa que nunca está aquí excepto como saber o idea de sí misma, ya que de la otra (de la muerte que hemos dado en llamar “física”) nada sabemos, es algo desconocido y radicalmente ajeno a nuestra experiencia. Es justamente en nombre de eso misterioso e indefinido que yace bajo el imperio y el dominio de las ideas, como aquí tratamos de penetrar en esta falacia en torno al concepto de muerte futura, que se nos ofrece como una mera abstracción que poco tiene de natural e inevitable.
Todo parece apuntar a que este saber de la muerte está íntimamente ligado con la toma de conciencia de uno como individuo particular avocado a un final inexorable. Será la identificación de “Yo” que soy cualquiera que dice “Yo” con un hombre concreto a través de la denominación y de la subsiguiente computación de “mí” como “un hombre entre los hombres”, lo que le permitirá a Aristóteles establecer su célebre axioma: “Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Sócrates es mortal”. ¿No es éste el conocimiento que domina, esa seguridad, esa deducción de “todos se han muerto”, “todos se morirán”, “todos se están muriendo”, por tanto, yo también, puesto que soy “uno de ellos”?
No obstante, cualquier razón o corazón medianamente sanos pueden descubrir que tanto “uno” como “todos” son entes ideales que rigen la realidad, pero que no por ello dejan de ser irrealizables: no puede haber en la realidad algo como “uno” idéntico o igual a sí mismo, pues constantemente están entrando nuevos significados que alteran los que ya estaban, y continuamente están perdiéndose otros. Del mismo modo y siguiendo con el razonamiento, no puede haber algo como “todos”, porque con vistas a ser contabilizados y formar parte de un conjunto cerrado, cada elemento tendría que estar completamente definido y clausurado, cuando según lo que acabamos de argumentar, ninguna cosa puede ser del todo la que es, es decir, absolutamente fija e inmutable. Con todo, y a pesar de la paradoja inherente a la propia formación de estos ideales, sigue perviviendo la fe en “la unicidad” y en la “totalidad” de los seres humanos, siendo esta adoración del Hombre la que en definitiva nos convierte en criaturas mortales y finitas, según reza la máxima aristotélica.
Qué duda cabe de que “yo”, con mi nombre propio y mi documento de identidad, mi status social o marital, “yo” soy un desgraciado, un reo de muerte, y es precisamente mi propia muerte la que me otorga el Ser, el ser quien soy, uno y para siempre el mismo. A través del ideal del “movimiento” sustentado por el ideal de “continuidad”, “Yo que carecía de significación alguna, me convierto en una figurilla real, una sombra grotesca que avanza por unas coordenadas espacio-temporales hacia una finalidad concreta, un destino prefijado, una muerte asegurada.
No obstante, importa subrayar que esta idea de continuidad sobre la que mi ser se sustenta es falsa pues tiene que hacerse compatible con la idea de “fin” o “límite”, lo cual es claramente contradictorio. ¿Cómo algo que es continuo puede tener fin? Lógicamente no tiene ningún sentido. Por tanto, si no hay continuidad no puede tampoco haber ni movimiento ni salto al límite. Ideal éste también irrealizable, pues el concepto de límite pertenece al reino de la exactitud, del “sí” o “no”, mientras que la Realidad es sólo aproximativa, de “más o menos”. Sería deseable que estos vislumbres supuestamente electrizantes nos ayudaran a reconocer que en verdad “Yo” no me muevo, que “Yo” no tengo ni rumbo ni fin, y que por debajo del saber de mi persona (es decir, de mi máscara) hay algo indefinido que por ello puede levantarse contra la definición, contra la conciencia de muerte o límite. En verdad, “Yo” como acto de hablar, “Yo” como dialéctica en marcha os sentimiento enamorado, “Yo” no muero nunca, estoy exento de todo temor, de toda esperanza, de todo futuro: nec spes, nec metu.
Existen también otras vías para sentir de una forma más intensa y descarnada la mentira de la muerte venidera. Cuando a uno por descuido le ocurre eso de enamorarse o “caer en amor”, como se dice en lengua inglesa, y se asoma encandilado al abismo sin fondo de la mirada del otro, de eso que hay detrás de su pupila, no puede dejar de preguntarse con cierta extrañeza: ¿cómo voy a morirme yo de ti?, ¿cómo vas a morirte tú de mí? No, no puede ser verdad: “tú no puedes morir de ”aquí“, porque ”aquí“ eres tú, y ”tú“ eres ”aquí“, y por mucho que se empeñen en demostrarnos lo contrario, ”tú“ no puedes morir nunca de ”aquí“, morir de ”mí“. Hay, por tanto, algo en nuestra manera de construir este mundo, que debe estar mal hecho, mal contado, mal creído.
Pero, ¡atención!, este mundo no tiene motivo alguno para ser concebido como el único posible: ¿por qué diablos habría de haber un solo universo donde “tú” estás para dejar de estar de algún modo, en vez de que haya un sin fin de universos donde “tú” estás sin dejar de estar en ninguno del todo? ¡Dejemos por fin que la muerte se nos muera!
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