Félix González (psiquiatra): “El legado de nuestros padres y abuelos, que vivieron una erupción volcánica, puede acompañarnos para afrontar esta mejor”

Félix González, jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital General de La Palma.

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Un sólido e impenetrable manto de lava ha sepultado para siempre recuerdos, anhelos e ilusiones. El pasado 19 de septiembre, a las 15:13 horas, y después de anunciarse con un enjambre sísmico que se hizo sentir por la zona de Cumbre Vieja durante la semana previa, entra en erupción en pleno pinar de Cabeza de Vaca un nuevo volcán en La Palma, aún no bautizado, pero para el que ya se han propuesto, entre otros, los nombres de Cabeza de Vaca, Tacande, Jedey o Tajogaite (Montaña Rajada). Muy cerca de allí, justo en la falda este de Cumbre Vieja, reside Félix González Lorenzo, que además ejerce como jefe de Servicio de Psiquiatría del Hospital General de la Isla.

Doctor González, ¿cómo se está viviendo en la Isla este inusual acontecimiento del volcán en La Palma?

Quizá no tan inusual. En el siglo pasado en la Isla irrumpieron dos volcanes. El de San Juan/Nambroque en 1949 y el Teneguía en 1971. Las dos generaciones que nos preceden han presenciado, cada una, dos erupciones. Podría pensarse, por tanto, que hay cierta aceptación de que esto puede ocurrir en cualquier momento y también tenemos el conocimiento de que hasta la actualidad la letalidad de los volcanes no ha sido importante. Lo que sí ha cambiado drásticamente el volcán actual en el sentir la población es justamente la percepción de perjuicio. En esta ocasión, la erupción ha brotado en la parte alta de una zona ampliamente poblada y esto ha supuesto un importante daño afectivo y material. Viviendas, carreteras, fincas, producciones agrícolas... desaparecidas. Y con ellas la lava se ha llevado barrios prácticamente enteros, viviendas que son una parte significativa de las biografías familiares. Creo que el mayor desafío, además de afrontar la devastación económica, será el de intentar aceptar que donde naciste, donde te criaste, luchaste, amaste, proyectaste tus anhelos, constituiste tu familia o simplemente viniendo desde otro sitio te instalaste porque te gustó el lugar, ya no lo verás más. Todo ha quedado sepultado para siempre. Como ocurre en los entierros, pero esta vez no ha sido afortunadamente tras el funeral de un ser querido. La ausencia de víctimas, quizás, pueda ayudarle a reconfortarse a quien ha perdido para siempre, bajo un sólido e impenetrable manto negro de lava, la imagen presencial de sus recuerdos, sus ilusiones y el fruto de su trabajo.    

Nos decía que los volcanes en esta isla no han sido especialmente mortales. ¿Cree que esa circunstancia puede contribuir a tener más confianza y fortaleza ante este reto que nos ha deparado la naturaleza?

El primer volcán del que tenemos referencia en la Isla fue el de Tacande, en época prehispánica, entre 1430 y 1440. Se suceden desde entonces siete erupciones más, incluyendo la actual. Las muertes que se han reportado fueron las de cuatro personas, sin causa conocida, en 1677 a consecuencia del de San Antonio y dos asociadas al Teneguía en 1971. En este último caso, uno de ellos sí se sabe que fue la pérdida de un conocido apasionado de la fotografía, víctima de la inhalación de gases mientras hacía un reportaje. También, y por la misma causa, falleció un vecino del aledaño barrio de Las Indias. Si consideramos todo el archipiélago, según los registros históricos, 24 personas han muerto en total como consecuencia de las erupciones registradas en Canarias desde el siglo XV, figurando como la causa más frecuente de muerte la inhalación de gases tóxicos por acercarse demasiado al volcán. Salvando estas desgracias personales no hay, en la memoria colectiva, registro de que los periodos volcánicos impliquen una alta peligrosidad para las personas. 

En este sentido, hemos visto a gente muy asustada frente a otra que se lo toma con más tranquilidad, como si se hubiera vacunado con doble dosis de pachorra palmera.

Sí. Se pueden observar las dos actitudes ante una situación potencialmente amenazante. Quienes se han angustiado mucho y quienes dicen que no han dejado de dormir a pesar de escuchar permanentemente los rugidos del volcán, porque continúan viviendo en los núcleos más cercanos a la atronadora explosividad y de los que aún no han sido desalojados. El domingo día 12, sobre las 15.00 horas, irrumpió en la zona Montaña Rajada un derrumbe premonitorio y posteriormente una imparable columna de humo, que hacía inminente la apertura del cráter. Casi inmediatamente después, circuló un corto vídeo, con audio, además, cuyo contenido me parece ilustrativo. Era la hora del almuerzo y en la imagen se ve que alguien está filmando la erupción. Se escucha la voz alborotada de unas mujeres que evidenciaba la agonía que, como vecinos cercanos a la explosión, empezaron a sentir. Seguidamente se escucha aquella frase ya famosa de un hombre con voz segura y pausada que ante la desesperación dice, tratando de calmar la situación y con el afán de que se retome nuevamente la reunión en torno a la mesa: “Hay tiempo de comer… hay tiempo de comer… sin problema”. 

Unas personas tendrían una reacción de huida más inmediata y otras de calma. ¿Dos maneras de afrontar el peligro?

Y las dos entendibles. Y complementarias. Hay que moverse del lugar, pero quizás no conviene hacerlo supeditados a la desesperación. La forma de comportarnos ante situaciones extremas depende de muchos factores. De nuestra forma de ser, de nuestra capacidad de tolerar la angustia y de controlar la impulsividad. En definitiva, de nuestra personalidad. El suboficial Doria, de la Fuerza Aérea Argentina, que vive entre nosotros, y que logró sobrevivir a la dura experiencia de batirse en la guerra de las Malvinas contra la Royal Navy, nos decía que el hombre del video viral tenía una buena razón, quizá instintiva, con insistir en terminar de almorzar: “Si quieres estar preparado para correr y afrontar una batalla tienes que ir comido, si no el hambre es lo que termina por minar tus fuerzas”. En este sentido, mi abuela, que había visto en el 49 pasar el río de magma, prácticamente por el patio de su casa, nos decía: “La lava da tiempo. Puede ir una vieja hilando delante de ella”. La generación que escuchó este tipo de reflexiones quizás logre pasar por este trance de forma más serena. 

¿Puede ser de ayuda la sabiduría popular en este caso?

Sí. El legado de nuestros padres y abuelos, que ya vivieron una erupción volcánica, nos puede acompañar para afrontarla mejor. Aunque muchas veces estos mensajes están también cargados de metáfora. Con lo que sabemos hoy, que la velocidad de las coladas depende de muchas variables (fluidez de la lava, grado de pendientes por donde fluye…) no sería muy inteligente tomarse en sentido literal estos sabios consejos que emanan de la experiencia.  Más bien, atender y seguir las indicaciones de los formidables científicos que nos están asesorando en este campo. 

¿Nos podría hacer alguna previsión de las consecuencias de este acontecimiento tan estresante en la población, sobre todo el impacto que se pudiera esperar en los niños?

Hay que tener en cuenta que aún estamos en medio de una pandemia que ha consumido una buena parte de nuestras energías. Además, un reciente incendio con características inusuales, en cuanto a que obligó a desalojar viviendas, asoló también a los municipios de El Paso y de Los Llanos de Aridane. Al respecto se escuchaba decir hasta hace poco, con cierta socarronería ante tanta adversidad: “Ahora solo falta que explote un volcán”. Pues aquí está.  Si nos vamos a los datos, podríamos hacer una estimación en función de lo que sabemos sobre los efectos de los terremotos en la salud mental de niños y adolescentes. En Nepal, por ejemplo, se analizó la relación de la exposición a los terremotos de 2015, pasado un año, en la aldea de Phulpingdanda y los desórdenes psíquicos derivados de los mismos. Pues bien, únicamente entre el 3 y el 5 % de los entrevistados mostraron síntomas de depresión y trastorno de estrés postraumático. En cambio, un alto porcentaje, en torno al 80%, puntuaba alto en resiliencia, es decir que resistieron mejor de lo previsto el impacto  de haber sido desplazados de su hogar y ser testigos de graves daños, tanto en sus hogares como en la aldea. Por otra parte, respecto a los terremotos de Nueva Zelanda en 2010 y 2011, cuyos efectos fueron devastadores para los habitantes de Canterbury, se observó que después de los mismos, no se  acentuaron de forma significativa los trastornos mentales o la angustia psicológica con una gravedad suficiente como para precisar un incremento sustancial de los  tratamientos a los niños y adolescentes con medicación psiquiátrica. Si bien se notó un sutil efecto de incremento  en la dispensación de antidepresivos, no ocurrió así con la  de antipsicóticos, ansiolíticos, sedantes,  hipnóticos o metilfenidato, cuya prescripción se mantuvo estable.

¿Esta información invita entonces al optimismo?

Pues sí. Aunque desde los dispositivos de Salud Mental estaremos atentos a la repercusión de lo que les está ocurriendo a cientos de familias directamente afectadas, los datos sobre la investigación llevados a cabo en otras zonas del planeta devastadas por calamidades naturales son de alguna manera tranquilizadores.

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