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¿En manos de quién estamos?

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Si a estas alturas consideramos que la Justicia en España es imparcial, entonces también seguiremos afirmando la gran mentira de que todos los españoles somos iguales ante la ley. No existe la independencia judicial y sí su progresiva y peligrosa politización, que ha provocado que este poder del Estado esté en manos de quienes lo utilizan para favorecer intereses particulares, saltándose así su código deontológico y sembrando el descrédito entre la ciudadanía.  

El Tribunal Supremo que condenó recientemente al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por la filtración del correo del abogado de Alberto González Amador, empresario y pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, e imputado en numerosos delitos, es un claro ejemplo del cuestionamiento de la Justicia española debido tanto al trasfondo político que estuvo detrás de esa sentencia como a la supuesta incorruptibilidad de los jueces. 

A nivel general, aún creemos que estos últimos nunca anteponen su ideología al desempeño de su profesión porque, entonces, entrarían en contradicción con su labor ecuánime. La realidad es la opuesta, ya que es pública y notoria la tendencia ideológica de jueces como los de dicho tribunal, pero también la de otros muchos dentro de la organización territorial de la propia Justicia. Eso siempre siembra la duda de si realmente los hilos del poder político y económico están detrás de algunas sentencias, actuando en la sombra hasta conseguir sus objetivos.

El ejercicio de esta autoridad pública está más que en entredicho y la desconfianza se ha instalado desde los medios de comunicación hasta las conversaciones diarias, lo cual perjudica notablemente la salud de esta supuesta democracia, cuyos referentes están en otros profesionales como los sanitarios y los docentes. Una toga, en manos de quienes no deberían llevarla ni sienten respeto hacia la responsabilidad y valores que representan, implica el uso de esa misma autoridad por encima de las funciones atribuidas a su cargo. Esto comporta que no cumplen con su objetivo fundamental: el bien común, a través de un servicio público de calidad, que conlleva la teórica protección del pueblo, la garantía de su convivencia bajo un marco regulador y la defensa de los pilares que configuran un Estado democrático.

Por el contrario, el recelo hacia quienes ocupan esos cargos públicos es más que manifiesto por los abusos de poder, cometidos al confundir un servicio imparcial a la sociedad con su conducta fuera de los márgenes legales. Esa toga no le da inmunidad a quien la lleva. Tampoco le confiere más credibilidad que cualquier otra profesión porque, precisamente, el respeto y la veracidad hay que ganársela a diario, con trabajo, esfuerzo y dedicación, y con honradez, tanto en su cumplimiento como de cara a la ciudadanía. 

Por eso, me pregunto en manos de quién estamos. Ya no se trata de señalar a aquellos políticos que han hecho de la corrupción un modelo de vida y de negocio personal, a costa del erario público y beneficiándose de las redes clientelares del sector privado. Tampoco a miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que, tal y como llevan años informando distintos medios, también han procedido al margen de su cometido por aspectos vinculados a la xenofobia, el racismo y el tráfico de estupefacientes, por citar algunos. Ahora, el punto de mira está puesto en la labor de diversos jueces, discutiendo si realmente cumplen con sus funciones o si actúan a modo de inquisidores, perjudicando asimismo a otros compañeros de profesión que no forman de esta praxis negativa. 

El sistema político confiere un poder inmenso a los jueces y tribunales. En este sentido, ambos son necesarios e imprescindibles para dirimir conflictos legales y para aplicar las leyes, manteniendo además el orden en la sociedad. Pero esto no nos exime de vigilar que su autoridad no vulnere los principios constitucionales ni cualquier otra norma.

Bien es cierto que tienen la obligación de sancionar en su justa medida. Pero ese retorcido mecanismo de la autoridad nos hace temer lo peor. Si un tribunal puede juzgar y sentenciar a un fiscal general del Estado cuando no había indicios para ello, ¿qué nos podría pasar a nosotros, ciudadanos de a pie, cuyo único amparo es creer en unas leyes y en un mecanismo judicial que es imperfecto?

Vivir en una democracia no significa que todos estemos seguros y a salvo. Conlleva unos derechos y unas libertades, pero se pueden quebrar sutilmente por quienes, paradójicamente, tienen la obligación de velar por su cumplimiento y de actuar sobre las irregularidades administrativas, como en este caso del fiscal general, un eufemismo que nos indica que, a veces, los jueces se convierten en nuestros verdugos.