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Lo que el tiempo se llevó

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Siempre se ha dicho que hay dos tiempos básicos o principales: tiempo real o físico y tiempo psicológico o mental. 

El primero de ellos depende de la propia naturaleza empírica (biológica, geográfica, geológica, física, astronómica…) de las personas, animales o cosas que sean; no de la imaginación del hombre. Consiste en un constante pasar, sin conciencia de lo que fue o será. Va a su aire, sin que nadie pueda detenerlo. Todo lo que existe cambia de forma inexorable, sin que sea posible detener el tic-tac del reloj que marca los pasos de su existencia, pese a que no falte quien lo intente, con afeites y potingues. El planeta Tierra, por ejemplo, se desarrolla espontáneamente, siguiendo las potencias terribles que guarda en su interior, que provocan terremotos, volcanes o tsunamis, y los devastadores fenómenos exteriores (tempestades, incendios, vientos, lluvias…) que no paran de erosionarlo por fuera, sin que nadie pueda hacer nada para evitarlo. Las enfermedades se agravan o remiten siguiendo sus propias leyes biológicas, aunque a veces podamos alterar su curso con medicamentos u otros remedios. El ritmo de los cambios que provoca el tiempo físico o real tanto en las cosas animadas como en las inanimadas nada tiene que ver con el de los cambios que provoca el tiempo psicológico en la sociedad, la lengua o el resto de las instituciones humanas. Son siempre más lentos o más rápidos que los de este. 

Por su parte, el tiempo psicológico o mental depende de la imaginación de la gente; o, mejor, de la lengua que habla, que es quien lo crea y organiza en forma de intuiciones semánticas más o menos complejas, según las peculiaridades de cada idioma. Es el único que tiene existencia real para el ser humano, porque es el que percibe y siente. Para el hombre, sólo existe lo que tiene presencia en la conciencia, en forma de palabras. No se trata de un tiempo simple, sino de un tiempo complejo, con tres dimensiones distintas. En primer lugar, tenemos el tiempo que llamamos presente (ahora, hoy, hogaño…), que es la vivencia actual y, por ende, lo único que existe en acto. “Es tan inasible como el punto”, como escribe Borges en su conferencia sobre el tiempo impartida en Buenos Aires en el año 1978. Exacta observación la del excelente escritor argentino, pues lo que significa realmente la raíz léxica temp- (tiemp-, templ-, tempr-) en español es ‘puesta a punto’, tanto en su variante nominal tiempo como en su variante verbal templar. Poner a punto el ejercicio es lo que hace el entrenador cuando dice “¡Tiempo!” al deportista para que dé comienzo la prueba que sea; poner a punto de afinación el instrumento, lo que hace el músico cuando dice que va a “templarlo”; y poner a punto de sabor, lo que hace el cocinero canario cuando dice que tiene que “templar” la comida que está haciendo o que acaba de hacer. 

Cuando pensamos en el presente, ya se ha convertido en pasado. Precisamente por ello, porque estamos dentro de él, no lo percibimos ni podemos valorarlo. Sabido es que no hay visión sin distancia; que no es posible ver las cosas sin salirse de ellas. En segundo lugar, tenemos el tiempo que llamamos pasado (entonces, ayer, antaño…), que es la memoria o el recuerdo de lo vivido (en el presente, por supuesto, que es el caballo sobre el que galopa la vida). Es el tiempo que conforma nuestra identidad. “Estamos hechos en buena parte de nuestra memoria —escribe el citado Borges—. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido (…). ¿Qué sería de cada uno de nosotros sin su memoria?”. Por eso es tan triste la pérdida involuntaria de la memoria (por enfermedad (el terrible alzhéimer, por ejemplo) o accidente) como consoladora la pérdida voluntaria de ella, que nos hace más grata la existencia, porque nos libera de los fantasmas del ayer. Tan importante es el pasado, que el futuro depende en buena medida de él. Dostoievski lo dijo de forma mucho más bella y profunda que yo: “Sentimos que la simpatía y la comprensión del pasado avalan la presencia de la humanidad, sus fuerzas vitales y su capacidad de progreso y evolución”. Por eso hay que cuidarlo y recuperarlo cuando se pierde, mediante relatos, estudios históricos, etnográficos o dialectales, representaciones artísticas, etc., no sólo para no repetir los errores que se cometieron en él, sino para perseverar en lo que somos. La identidad del hombre depende de la conservación de la memoria. Y, en tercer lugar, está el tiempo que llamamos futuro (mañana, el año que viene, pasado mañana…), que es lo que queda por vivir y lo que permite planificar lo que queremos ser; “lo que imagina nuestra esperanza o nuestro miedo (…). El futuro vendría a ser el movimiento del alma hacia el porvenir” (Borges). El presente es la madre tanto del pasado, que guarda las vivencias que fueron, como del futuro, en que esperamos que se cumplan los anhelos, ilusiones y sueños que alientan nuestros corazones. El primero es acto; el segundo, potencia. Lógicamente, el pasado y el futuro (no el presente, que es igual para todos) tienen presencias distintas en la vida de la gente, dependiendo de la etapa vital en que se encuentre. 

En la juventud, lo que predominan son el futuro y su hija predilecta, que es la esperanza. Está todo por hacer. Los jóvenes son seres en potencia. Son hijos de la vida. No piensan en la muerte. “La muerte no es un tema para jóvenes, que viven hacia el mañana, imaginándose vivos indefinidamente más allá del momento en que viven y saltándose a la torera el gran barranco en que pensamos los viejos”, dice el Mairena de Machado. Viven en la esperanza y en la expectativa permanente: jugar, formarse para el porvenir, buscar pareja, reproducirse, encontrar un buen trabajo, progresar. De ahí que sean tan dados a vivir del crédito que les concedan los demás, incluso los “caritativos” bancos. Con su vitalidad desbordante, tienen en sus manos las riendas de la vida. Por eso, sus centros de encuentro, diversión, jolgorio y juerga son los clubes sociales, los bares, las discotecas, los parques, los paseos, donde se exhiben o pavonean entre el vacilón, el ruido y la jarana, en busca del porvenir. El cuerpo les pide marcha. Tanta vitalidad atesoran en cuerpo y espíritu, que no les basta con el día, sino que aprovechan también la noche, con todas sus posibilidades y tentaciones. La oscuridad de la noche no los deprime ni asusta. Todo lo contrario: les da vida. Incluso muchos son más hijos de la noche que del día. Con la complicidad de su oscuridad, encubren las travesuras que con tanta alegría y despreocupación llevan a cabo.

Por el contrario, lo que predomina en la vejez es el pasado. Los viejos son hijos del ayer, con la muerte rondándoles como lobo al acecho. La vida está hecha ya. Es producto. Por eso viven más de los ahorros que del crédito. Sienten el aliento de la soledad y el olvido en el cogote; el languidecer de la vida antes del taponazo final. Con sus achaques, dolores, pérdida de memoria y cansancio en pies y manos, no son ellos los que gobiernan la vida, sino la vida la que los gobierna a ellos. El cuerpo les pide descanso y pobre, ¡ay!, de aquel que le haga el gusto. Ese está perdido para siempre. Por eso aman muchos viejos tanto la luz del día y la proximidad del dulce hogar y detestan tanto la oscuridad de la noche, que les evoca la muerte, y los viajes excesivamente largos, por si acaso la Parca los coja descolocados. A esta sensación de acabamiento, contribuye poderosamente la crueldad de la sociedad, que les recuerda las veinticuatro horas del día que su oportunidad ha pasado; que están amortizados. Hay prisa para que desaparezcan y dejen el puesto, la casa, los muebles, el despacho, la herencia y hasta el aire que respiran a los que vienen detrás pisando fuerte. Son considerados un obstáculo para las aspiraciones de instalarse definitivamente en la vida de los jóvenes. Hay que matar al padre para ocupar su puesto. Se acabaron para ellos la esperanza y el futuro. Y, sin la esperanza de superar las dificultades o recuperar la salud perdida, la vida se hace insoportable. Por eso, es tan triste la vejez. Es verdad que muchas personas mayores se enfrentan a ella sin quejas y hasta llenas de ilusiones, rayando a veces en el ridículo, como esos vejetes que viven en la ficción de que por ellos no ha pasado el tiempo y se comportan, visten, acicalan, etc., como jovenzuelos. Se trata del viejo niño, que tanto llama la atención a todos. Es una forma de resistencia. Si no, estarían perdidos, porque, como escribe Pascal Bruckner, “la verdadera vejez, la de la mente, empieza cuando, a los veinte o a los sesenta años, uno ya sólo es capaz de intercambiar con los demás pesares y gemidos, cuando deplorar la propia vida, difamarla, sigue siendo el mejor medio de no hacer nada para cambiarla”. Pero no menos verdad es que contra el tiempo biológico nada puede hacerse. Y hasta bueno es que así sea, porque una vida eterna sería insoportable, a pesar de lo que piensan los más ingenuos. Por eso vive la inmensa mayoría de los viejos apegados al pasado; amando lo vivido con mayor o menor nostalgia. 

La nostalgia, con su sabor agridulce (agrio, porque el tiempo evocado es tiempo muerto, y dulce, porque nos trae al presente vivencias del pasado que nos alegran el corazón), es quien alimenta el amor en la vejez, porque permite al hombre hermosear la realidad, para quererla más. De ahí el nombre de “mentidero” que se da a sus puntos de encuentro y diversión, donde recrean las vivencias del ayer, “contando batallitas”, como dicen los nietos con una sonrisita de compasión hacia ellos, para sentirse vivos en una etapa de la vida en que ya todo y todos o casi todo y todos les dan la espalda; recrean lo que fue idealizándolo, creando así un pasado ficticio o apócrifo que, en realidad, nunca fue como dicen. No se olvide que, como dice Machado, tan lúcido siempre cuando del tiempo se trata, “lo pasado es materia de infinita plasticidad, apta para recibir las más variadas formas (…). Os aconsejo una incursión en vuestro pasado vivo, que por sí mismo se modifica, y que vosotros debéis, con plena conciencia, corregir, aumentar, depurar, someter a nueva estructura, hasta convertirlo en una nueva creación vuestra”. Por eso, sólo el recuerdo eleva la autoestima al viejo. Pensando en lo que hizo, toma conciencia de que, a pesar de las mortificaciones, incomprensiones y vejaciones del presente, la aventura de la vida ha valido la pena, porque ha permitido hacer obra, perpetuar la especie y engrandecer el mundo: jugar, enamorarse, reproducirse, estudiar, aprender una profesión, levantar una empresa... “¡Que me quiten lo bailado!”, exclaman los más desenfadados o zafados. El recuerdo de lo hecho hace que el viejo tenga el convencimiento de que la vida (que su vida) no ha sido en balde. Para él, por lo general, el recuerdo suele ser terapéutico; lo sana de las depresiones de la vejez. Por eso busca el contacto de aquellos que han compartido su mundo, que siente achicarse por instantes, para hablar de lo que fue y atenuar así la angustia que provoca el presentimiento de la verdad más amarga de la vida, que le evoca ya todo lo que lo rodea, con las ausencias, vacíos y jirones que ha provocado el tiempo. Como somos seres de vivencias compartidas, sólo en los de su vitola y los nietos encuentran muchos mayores comprensión, solidaridad y consuelo.