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Divisit populum unum in duas partes

Israel Campos

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A menudo he recurrido al último tercio del siglo II a.C. para encontrar paralelismos históricos que parecen tener un eco directo sobre nuestra actualidad española. Aquella época está marcada en la historia de Roma como el inicio de la denominada “Crisis de la República”. Un proceso que todavía se prolongó casi cien años y que pasó por diferentes y turbulentas fases, incluyendo dictaduras, guerras civiles y finalmente la imposición de un mando unipersonal que dio paso a los emperadores.

Si el colapso del sistema político republicano se prolongó tanto en el tiempo, fue debido a que eran muchos los factores y las fuerzas en conflicto, además de que no existía un consenso claro con respecto a qué modelo sería el más adecuado para sustituirlo. En cualquier caso, todos los protagonistas que apuntalaron la muerte de la República siempre arguyeron como justificación que lo hacían por el bien del Estado, y que eran los males de este y el bien del pueblo romano lo que les llevaba a asumir las decisiones que estaban tomando.

El año 133 a.C. fue crucial para que el conflicto político tomara por primera vez un protagonismo absoluto. La pretensión de Tiberio Sempronio Graco, quien un año antes había sido elegido como Tribuno de la Plebe (cargo político romano encargado de velar y proteger los intereses del pueblo), de presentarse a la reelección y poder así continuar con el plan de reformas económicas y agrarias se encontró con el rechazo frontal de las fuerzas conservadoras del Senado.

Durante su año de mandato, Tiberio Graco había enfrentado obstáculos de todo tipo para poder sacar adelante una ley de reparto de tierras que podría haber resuelto el problema acuciante que Roma tenía en relación con el empobrecimiento de sus ciudadanos y la pérdida de pequeños y medianos propietarios. Las tierras a repartir formaban parte del “ager publicus”, es decir, pertenecían al estado como resultado de las conquistas, pero desde el primer día habían sido apropiadas y explotadas por los romanos privilegiados que controlaban el Senado. La pretensión de Graco de “devolver” estas parcelas al pueblo chocaba no solo con sus intereses económicos, sino principalmente con un sentido patrimonializador del estado que las élites dirigentes habían asimilado, asumiendo que esas tierras formaban parte de su propio botín de guerra.

Los argumentos que se manejaron en el Senado para deslegitimar la pretensión de Graco de volver a presentarse al cargo fueron de todo tipo. Estaban los supuestamente legales: era contrario a la ley que un tribuno repitiese en su cargo dos años seguidos el mismo cargo. Cosa que era manifiestamente falsa, puesto que, en primer lugar, en Roma no existía constitución al uso, sino la práctica y la tradición. Pero, además, existían varios antecedentes en los que, por diversas razones, había habido otros tribunos de la plebe que habían desempeñado su cargo durante más de un año seguido, como fue el caso de Lucio Sextio quien lo ejerció durante 10 años seguidos. Y luego los más burdos y claramente tendenciosos: el objetivo real de Tiberio Graco era coronarse rey con el apoyo del populacho.

Esta acusación la planteó Casio en una bronca sesión del Senado romano, en la que Graco fue descrito como traidor a la patria (bajo la idea de patria que tenían los senadores, claro), que quería romper el estado y cuyas leyes solo traerían el caos a Roma, puesto que retirar a los ricos de sus posesiones habituales era privar al Estado de sus defensores principales. Todo este argumentario provocó que la mañana de la votación el ambiente estuviera más que crispado en el foro romano. Partidarios y detractores de Graco se agolparon en la zona destinada a la votación y fue la chispa prendida por Escipión Nasica al frente de un grupo de senadores armados con palos la que provocó que se iniciara una matanza que ocasionó la muerte de Tiberio y de más de 200 seguidores suyos.

Resulta curioso comprobar cómo la carga de la acusación siempre cayó sobre el lado de Graco, a quien se le imputó de peligroso revolucionario. Cicerón describió años más tarde estos acontecimientos, tratando de dejar instalada la versión conservadora que él representaba. Llama la atención que culpe de Graco de haber provocado una fractura social, como si esta no estuviera instalada en la sociedad romana y fuera ella la que le había llevado a plantear sus reformas. En su libro Sobre la República (I.19), le acusa de ser quien “dividió a un pueblo unido en dos partes” (divisit populum unum in duas partes), como si quien destapa el cubo de la basura, fuera el responsable de toda la podredumbre que ya existía en su interior.

Resulta descorazonador comprobar que estas actitudes siguen instaladas en nuestros días. La política se sostiene sobre la premisa de que los problemas precisan de soluciones políticas. Aquellos que toman las decisiones de encararlos, deben buscar los medios para tratar de encontrar los cauces para hacerlo. Tiberio Graco tuvo que sacar adelante su reforma agraria superando todos los obstáculos que el Senado y las élites dirigentes le pusieron por delante.

Finalmente, este enfrentamiento le costó la vida. Nuestro país ha vivido una semana compleja en torno al debate de investidura. Ahí hemos podido escuchar todo tipo de argumentos, desde los supuestamente legales hasta los más estrambóticos. No solo eso, se ha llegado a plantear una campaña de acoso y derribo contra aquellos que estuvieran dispuestos a manifestar su voto contrario a quienes decían hablar en nombre del bien del Estado y de los ciudadanos. Al final no se ha llegado a los extremos del años 133 a.C. Era lo lógico. Sin embargo, la enseñanza sigue siendo la misma: no se puede acusar a quienes votaron sí en esta sesión de investidura de haber dividido al país. El país ya presentaba fracturas que precisan de soluciones y suturas políticas. Y estas solo las podrán hacer aquellos que decidan enfrentarse de cara a ellas, aunque esto pueda suponer tener que escuchar diariamente los gritos e insultos de quienes creen que el poder y el estado solo es suyo.

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