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Las ferias y los libros

José María Noguerol

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El domingo la Feria del Libro de Madrid dijo hasta el año que viene. Ahora vendrán otras, este mes en Las Palmas de Gran Canaria, y en agosto en La Coruña, con una secuela siempre muy bonita, la del libro antiguo y de ocasión, en los jardines de Méndez Núñez (el Relleno, terreno en su día ganado al mar.) Quizás porque los versos de César Vallejo siempre me lo recuerdan “y a medio abrir, sus ojos/ estudiaron,/desde lejanos tiempos,/ su fórmula famélica de masa…” Quizás por una cierta agorafobia sobornada con los años. Quizás por nada de eso, tampoco fui a la Feria este año.

Cuando mi hijo era niño, siempre íbamos juntos. En una ocasión, pude destacarle a una ya muy anciana Ana María Matute, que en silla de ruedas eléctrica se escurría por los acirates del parque del Retiro. Le recordé a Guillermo que, muchos años atrás, Matute salía a las calles de Sitges y, cual flautista de Hamelín buena, era seguida por los niños del pueblo que querían escuchar los cuentos que ella generosamente les contaba. A Matute y a Juan Cueto les hicimos coincidir en TVE en Barcelona, hace casi cuarenta años, para que hablaran de eso, de los cuentos, y descubrieron que eran parientes. No fui a la Feria porque me aturulla. Pero me alegra mucho esa aplastante autoafirmación del libro impreso, el único. El otro, sea cual sea, no es libro. Eva Orúe, periodista y sabia directora de la Feria, decidió este año no hacer monográfico de país alguno sino de la ciencia. Al fin y al cabo, qué son los países, y qué las naciones, ese invento romántico del XIX que tantos muertos y males causó en el XX y que lleva camino de perpetuarse en el XXI. Malditas naciones, malditos estados, los cuales hay gentes que quieren multiplicar hasta la náusea.

No fui a la Feria pero seguí sus avatares. Todo ha crecido: visitantes, libros vendidos, firmantes de dedicatorias… En la librería Alberti de Madrid no había el otro día casi nadie. Me encontré con “La otra mitad de París” de Giuseppe Scaraffia: el período de entreguerras en la rive droite de la capital francesa. En el Hotel Lotti trabajaba George Orwell en el inframundo de las cocinas. Un caso de los cientos de escritores, pintoras, recibidores, estrategas y personas de toda condición, que trascurren en el libro de Scaraffia. Proust en sus últimos años y Anaïs Nin casi en sus primeros. Debieron ser años felices a pesar de la crisis de 1929. Evelyn Waugh, que también estaba por allí, muy joven todavía, situará a Sebastian y a Charles Ryder, en ese hotel y en esas fechas, camino de Venecia. Eso ocurre en “Retorno a Brideshead”, cómo no: se lo conté a una dueña de bar ejerciente en Logroño, rubia y no malhumorada, pero no me quiso entender, o no me quiso hacer caso, qué más dará.

No fui a la feria porque todas se agotan en sí mismas. Y hasta el año que viene. Con estadísticas casi parecidas, pero creciendo. Con firmas galopantes y algunas grotescas –no escribiré nombres. Con la ilusión especial del papel que huele, de su tacto, de la tinta que mancha, de la tinta que cree en sí misma. De los camiones de tinta que por la mañana tiraban los periódicos en la acera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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