Y los jueces
Vivimos un ciclo esperpéntico. Retoza como antaño, como si nunca se hubiera ido, jamás repetido. Un señor de la Audiencia nacional se levanta y decide empurar por terrorismo. Casualidades. Es un juez que debería tener precauciones con sus proximidades y querencias que pasan por políticos en desuso e imputación evidente y algún empresario de Canarias arrepentido de ciertas aventuras. De todo ello se puede escribir largo y desagradable: lo detesto. Pero mi paciencia tiene un límite.
En otro orden de cosas, en el mismo, una calle preferida y hermosa de Madrid lleva cuatro días invadida, cada noche, por masas minúsculas de mentecatez: horas extras para la policía que estaba ociosa. Un exministro del PP está empezando su particular Traviata ante el mismo juez, casualidad. ¿Volverá a escapar la señora Cospedal con viento fresco? Sus fanáticos prefieran verla declarar por aquello del paseo hasta la puerta. Machistas todos.
Con una carencia absoluta de imaginación, se repite la fantochada del premio Planeta de novela pero en esta ocasión sin velos. Hace tiempo que no resulta creíble pero vende. Conozco a un cierto e impresentable periodista canario que se cree, o se creía, algo más allá de su insoportable ego por el hecho de ser invitado a la cena del 17 de octubre cada año. Allá cada cual con sus desgracias, supongo que pediría un descafeinado con sacarina. Lo de esa señora escritora premiada, lleva siete novelas a sus anchas, merece un repentino análisis: ¿de verdad está convencida de su personaje? Un entramado de televisión, radio, prensa escrita y, por supuesto, sellos editoriales la respalda. Mucha verosimilitud. No pienso comprar el libro, menos el del finalista, enamorado de Alejandro Magno o de Brad Pitt. En el cenobio de la misericordia se encuentran personajes y personajillos, es su especial callejón del gato.
No me gusta. Cuatreros en la madrugada del agobio, como Carlos Pumares, un loco de las ondas que tenía un cierto aliño de 36 milímetros, no más. Pero divertía. No así los del ahora mefistofélico, con carcajadas pero sin sonrisas, espantan. Me quedo con la cruz de Caravaca y la fiesta de la Almudena madrileña, algo saldremos ganando: hay unos dulces especiales rellenos de nata o de trufa cuyo nombre no recuerdo, muy peligrosos. Detrás de todo eso están los italianos, su capital primigenio en el nacimiento de las televisiones privadas, sus fichajes recientes, los favores debidos cuando le quitaron la publicidad a la televisión pública y se dedicaron a forrarse con las bajas pasiones. Se lo tienen que agradecer a una vicepresidenta socialista que les decía a los anunciantes de este país que la publicidad no le interesaba a nadie. A ella puede que sí, subida al carro de un consejo de quinientos años y ahí sigue.
Más aún, a pesar de las medallas de un alcalde tonto, el ejercito israelí sigue matando palestinos, en especial a niños para comérselos crudos, es un decir. No pasa nada porque el único malo está en Bruselas y en su vida se ha visto en tal aprieto: acabará convertido en verso endecasílabo y consonante.
Como ocurre casi siempre, un nonagenario llama a la puerta en forma de libro, “La revolución libertaria”, de Heleno Saña, muy invitado por el asturiano Balbín a “La clave” de nuestras penas retoñadas. Un avance en el tiempo pasado.
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