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Trump y Biden: hermanos de sangre

Joe Biden y Donald Trump.

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Durante varios días hemos estado pendientes de la incertidumbre generada en torno al resultado de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos de América (EEUU) y la posibilidad de que Donald Trump dejase definitivamente la Casa Blanca. En la mayoría de los medios de comunicación se hicieron programas especiales, cubriendo la noticia casi minuto a minuto, y los politólogos analizaban una vez tras otra cuál sería el hipotético escenario final en función del resultado, teniendo en cuenta el comportamiento electoral en cada uno de sus Estados y su tendencia demócrata o republicana. 

Nos fue la sangre en ello, como si el futuro laboral y social español dependiese de cada voto estadounidense. Mientras tanto, no se prestó más atención para informar sobre los aspectos básicos concernientes a la COVID19, que está generando un aumento progresivo del desempleo; la masificación en las estaciones de metro, sin que se tenga en cuenta la distancia social; el descalabro en el sector turístico y la presión a la que se enfrentan nuevamente los sanitarios públicos para frenar la segunda oleada de este virus.     

Donald Trump y Joseph Robinette Biden son hermanos de sangre: dos políticos nacionalistas de derechas, cuya concepción del mundo se basa en la dominación de todos aquellos aspectos que conviertan a Estados Unidos en el punto neurálgico del orden mundial. No son antagónicos, sino que ambos reproducen la polarización de un discurso donde, aparentemente, ofrecen alternativas distintas a su sociedad, pero que convergen en esa línea directriz, basada en una política exterior de corte dominadora, a la par que en su territorio continúan los agudos desequilibrios y las desigualdades sociales. 

Gran parte de los periodistas, los politólogos, los contertulios y los colaboradores españoles de dichos medios se decantaban por una victoria de Biden, considerándola imprescindible. La razón era una cuestión básica: supondría una mejora para la balanza comercial europea en relación a las transacciones con EEUU, frente a la política más proteccionista de Trump. Mientras se incidía en este aspecto y en el show mediático que caracterizaba la presencia de este último, se dejó a un lado intencionadamente cualquier crítica a la heterogénea sociedad estadounidense, cuya idiosincrasia va más allá de la idolatría a la bandera, su territorio y Dios. 

La realidad es que Trump y Biden, republicano y demócrata, respectivamente, son lo mismo: constituyen la lucha por el poder de dos políticos de derechas, que a la sazón tienen muchas cosas en común, a pesar de que siempre se publiciten como fuerzas antagónicas. De hecho, el primer punto en que coinciden es que abanderan partidos capitalistas. Enfatizo esto porque, entre ambas formaciones, se han gastado un total de 14.000 millones de dólares en la campaña electoral, la cifra más alta en la historia de unos comicios en ese país. El dinero procede de los empresarios del armamento, una de las bazas de la política estadounidense; las empresas del petróleo y la construcción; la Iglesia, donde los evangelistas apoyan abiertamente a los políticos de derechas del continente americano; los bancos, las compañías informáticas y, cómo no, los senadores de cada uno de los Estados, que tienen sus correspondientes redes clientelares, es decir, toda una estructura que permite recaudar esta cifra ingente de dinero para influir directamente en el voto final. 

A la vez, ninguno de los politólogos, contertulios, periodistas y colaboradores españoles fue capaz de hablar de otros aspectos que demuestran claramente cuál es la política que desarrolla ese país. Da igual Trump que Biden porque, entre otras cosas, EE.UU. seguirá siendo sinónimo del desarrollo de la geopolítica para contar con presencia en medio mundo; del control de las redes de información, del desarrollo del espionaje y de la violación de los derechos humanos que este país lleva realizando sistemáticamente durante décadas, tanto en su propio territorio como fuera él.  

Una vez más, debemos preguntarnos por qué llevamos días analizando minuciosamente la intención de voto de los estadounidenses y el comportamiento de esos dos políticos cuando ambos, lo mismo que sus antecesores, han construido una imagen de su nación bajo el falso concepto del “país de las oportunidades” y del “sueño americano”. Realmente, lo que prima es el dinero y el concepto de lo público no existe. La sanidad es privada, lo que condena a las familias a pedir préstamos para pagarse un seguro médico. La enseñanza tiene la misma característica y esas mismas familias hipotecan sus casas o piden préstamos para afrontar los estudios universitarios de sus hijos, siempre y cuando puedan permitírselo. El sindicalismo ha perdido su carácter reivindicativo; las publicaciones de las distintas asociaciones de trabajadores están cada vez más restringidas y, a modo de ejemplo de cómo actúan muchos políticos, el que fuera gobernador del Estado de Wisconsin hasta 2019, Scott Walker, se convirtió en enemigo número uno del movimiento obrero, firmando la Ley Wisconsin, que restaba poder a los sindicatos para reclamar aumentos salariales, entre otras cosas. 

Si a esto le sumamos la segregación racial, siempre latente entre los Estados del norte y del sur; los problemas del tráfico de drogas; la violencia de las pandillas; la circulación de las armas, que conlleva unos índices elevados de asesinatos; y la ausencia de una cultura democrática, que implica la vigilancia policial y el acoso de personas del mundo de la cultura que se declaren de izquierdas, al final lo que tenemos es un cúmulo de circunstancias cruciales que quedan ensombrecidas porque lo único que importa de cara al exterior es dar la imagen de la supremacía de EEUU sobre el resto del mundo y de que todas las amenazas de guerras mundiales pasan por las decisiones que toma ese país en política exterior.

En 2012, el demócrata Barack Obama estaba en plena campaña electoral para intentar renovar su mandato. Una de sus estrategias consistió en visitar el Museo Henry Ford (Michigan), donde se encuentra el autobús del que fue expulsada Rosa Parks, por su condición de negra, al negarse a ceder su sitio a una persona blanca, tal y como establecían las leyes segregacionistas, circunstancia por la cual fue encarcelada y multada. Obama se sentó en dicho sitio y aprovechó el momento simbólico y dramático para hacerse la correspondiente fotografía, con la cual reivindicó su compromiso de lucha contra la segregación. Al respecto, dijo lo siguiente: “Me senté ahí un momento y reflexioné sobre el coraje y la tenacidad que forman parte de nuestra historia más reciente, pero que también es parte de la larga lista de personas, muchas veces anónimas, que casi nunca entraron en los libros de historia, pero que insistieron constantemente en su dignidad, en su apuesta por el sueño americano”.

De nuevo, el “sueño americano”. Europa alabó ese gesto como ejemplo del compromiso social del Obama y se postró ante sus pies. Mientras tanto, la cárcel ilegal de Guantánamo (Cuba) seguía abierta y a pleno rendimiento, donde permanecían detenidos cientos de personas, acusadas de supuestas prácticas terroristas, viviendo en unas condiciones infrahumanas y con tratos vejatorios, que incluían las torturas, lo que ha supuesto duras críticas en los informes de Amnistía Internacional. Evidentemente, para Obama las dictaduras solo existían en países como Corea del Norte, Cuba e Irán, entre otros muchos, cuyas fronteras siempre están coloreadas en rojo para el Ministerio de Defensa estadounidense por el peligro inminente que representan para la humanidad. Eso no salió nunca en el discurso de Obama ni el de los politólogos, contertulios, periodistas y colaboradores españoles que, por entonces, lo alababan y que en estos días han vuelto a discutir sobre el papel de Trump y Biden en la sociedad mundial.  

 Al final, los europeos somos dependientes de las decisiones y acciones que se realizan en suelo estadounidense, todo por cuestiones económicas y por el arsenal armamentístico que posee ese país, con lo cual el mensaje que transmitimos a la sociedad es que no nos interesa estudiar las democracias fuertes y participativas, sino centrarnos continuamente en Gobiernos que acaban en manos de empresarios que abrazan a instituciones como el Fondo Monetario Internacional.

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