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Cataluña le queda grande a Rajoy

Reunión entre Rajoy y Artur Mas en el Palacio de la Moncloa

José A. Alemán

Las Palmas de Gran Canaria —

Los independentistas han convertido las elecciones autonómicas catalanas del domingo 27 en un sucedáneo del referéndum que se les negó. Pretenden inducir la voluntad de los catalanes de los resultados de unos comicios que están para otra cosa. Piensan que si entre todos los grupos independentistas obtienen un número suficiente de votos y escaños, podrían proclamar el Estado catalán. Si lo consiguen, espero que agradezcan la contribución de Mariano Rajoy sin cuyas torpezas nada hubiera sido posible.

Calculó mal Rajoy. Según Josep Ramoneda, su estrategia se redujo a elevar el tono del discurso, descalificar a cuantos quedan fuera de los muros del PP, amenazar a todo bicho viviente y advertir a los catalanes de los desastres que les aguardan en la feria de ilusiones y colorines fatuos que prometen los independentistas. Pretendió achantar a Artur Mas que resultó ser un tipo correoso al que sólo proporcionó nuevas bazas con que mantenerle el pulso y entre uno y otro llevaron el conflicto a un punto de no retorno en que las elecciones del domingo 27 nada resolverán, gane quien gane. Si gana Rajoy, el asunto quedará soterrado hasta la próxima sin que quepa esperar sino más de lo mismo. A las empresas que han pensado abandonar Cataluña no les hará desistir que se impida ahora la  independencia catalana si la aspiración continúa soterrada y presta a rebotar en cualquier momento. Al dinero no le van los conflictos mal resueltos que permanecen latentes.

En las últimas semanas han surgido propuestas con las soluciones ya conocidas: reforma constitucional, reconocimiento de las singularidades catalanas y de su realidad como Nación que configuran la tercera vía. Es el camino, a buen seguro, pero Rajoy ya ha dicho claramente que no reformará nada; y en cuanto a las singularidades catalanas, dentro del propio PSOE hay quienes no las aceptan. Les mola el españolismo. En este sentido, cabe una referencia al comentario que Borja de Riquer, catedrático de Historia Contemporánea de la Autónoma de Barcelona, dedica a un artículo sobre la cuestión catalana de Santos Juliá. De Riquer se muestra sorprendido de que Juliá no mencione al españolismo, o sea, que ignore que el catalanismo no se puede entender sin el nacionalismo español: ambos se retroalimentan y condicionan, asegura. Le sorprende no menos que ni siquiera se pregunte qué ha ocurrido en Cataluña durante los últimos años para llegar a la actual situación. Para Riquer, en fin, Santos Juliá ha asumido la tesis españolista de que todo se debe “a la gran operación de manipulación de la opinión catalana impulsada por Mas y Junqueras” que han utilizado las instituciones y el apoyo de los medios de comunicación para “embarcar a los catalanes en la peligrosa vía de la independencia”; una simplificación que ni siquiera toma en cuenta actuaciones del bando nacionalista como la forma en que Zapatero y Guerra liquidaron el proyecto federal de Maragall; o el modo de cepillarse las Cortes el estatuto catalán de 2006; sin olvidar la campaña que Rajoy y el PP organizaron contra el estatuto catalán que sembró de anticatalanismo toda España. Tampoco se habla de la política centralizadora y españolizadora del Gobierno de Rajoy y sus constantes incumplimientos de lo que dispone el Estatut. Remata Riquer el memorial de agravios subrayando la inexistencia de alguna oferta española “que pudiese neutralizar el avance independentista”. Aunque con otras palabras, viene a decir que Santos Juliá ha sido abducido por la simplificación españolista que carga todas las culpas a los catalanes.   

 

Lo preocupante del asunto

Excluido el diálogo entre las partes, con el españolismo ciego de siempre y el amplio convencimiento catalán de que nada cabe esperar de España da igual cuales sean los resultados del día 27. Poco margen queda.

Si se salen con la suya los independentistas, no tendrán facilidades para sacar adelante su proyecto. Como las advertencias de los males que les sobrevendrán son conocidas, me ocuparé de Rajoy que va de extraterrestre. Porque a un terrícola bien constituido no se le ocurre, como a Rajoy, exigir por encima de todo el cumplimiento de las leyes. Si ya es chungo demandar a unos independentistas que respeten las leyes del Estado del que quieren separar, incurre en manifiesto cinismo que la exigencia venga de un partido y un Gobierno que promovió, con la complicidad del Tribunal Constitucional, el rechazo a una reforma del Estatut que cumplió, rigurosamente, todos los requisitos legales: justo el episodio del que arranca la actual bronca.   

Pero hay cuestiones más preocupantes. Hace ya algún tiempo, tres o cuatro años diría, escribí en estas mismas páginas del “cansancio” de España de que hablaban ciertos amigos catalanes. Eran, por más señas, de los partidarios de encontrar el acomodo de Cataluña en el Estado español. Para ellos todo se vino abajo cuando la sentencia de 2010 del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. Se quedaron sin argumentos frente a los que proclamaban la imposibilidad de entendimiento. Sin embargo, no caí en la cuenta de lo que eso podía significar hasta escuchar una observación de Iñaki Gabilondo que ve a los catalanes espiritualmente alejados de España, psicológicamente tan distantes de ella como puedan estarlo de los países escandinavos. Lo que relacioné con la escasa información que del resto de España dan los medios catalanes. Ya me ha ocurrido que unos pocos días en Barcelona me hacer perder la pista de lo que ocurre fuera de Cataluña y parece claro que la comunicación entre la capìtal catalana y Madrid a nivel de calle es cada vez menos fluida. Es fuerte la sensación de que Cataluña está perdida para España, que está configurando un mundo propio y distinto. Ganen el 27 unos o los otros, todo es, al fin y al cabo, política mientras que el desapego y la indiferencia responden a estímulos más profundos y por último más determinantes.

No sé si esta desafección tendrá arreglo. Son sentimientos que no cuentan para la desalmada derecha pepera incapaz de detectarlos. Como acaba de evidenciar el ministro de Defensa, Pedro Morenés. Dijo, recuerden, que el Ejército no intervendrá si todo el mundo cumple la ley. O sea, que el Gobierno, al menos Defensa, ha sopesado la posibilidad de intervención armada si los resultados electorales del domingo 27 no gustan. La fuerza y quizá la represión determinada por la impotencia. En cuanto al PSOE, la reacción de algunos socialistas ante el posicionamiento de Felipe González sobre las singularidades catalanas y la necesidad de atenderlas y el preanuncio de otros de que no admitirán tratos de favor fiscales indican que tampoco han entendido ni siquiera que no es un problema de dinero.

Respecto al cumplimiento de las leyes bien se ha visto que el Gobierno las maneja a conveniencia. Acaba de hacerlo con la propuesta de reforma del Tribunal Constitucional (TC) presentada con carácter de urgencia al Congreso por el Grupo Parlamentario Popular. Pretende la iniciativa dotar al TC de capacidad para ejecutar por sí mismo, de oficio, sus sentencias y de la facultad de suspender en sus funciones a un cargo electo por tiempo indefinido. Dado que el Estado tiene medios para hacer cumplir las sentencias, no se explica la propuesta pepera sino como la manera de asegurarle al Gobierno, por medio de una instancia que controla, la ejecución inmediata, fulminante, de decisiones como apartar de sus funciones a un político electo, en este caso concreto Artur Mas, que es este caso el primer objetivo a abatir. Son tales las prisas del Gobierno que presentó su reforma sin los preceptivos pronunciamientos del Consejo de Estado, de la Fiscalía y de los jueces; no hizo el menor intento de consensuar la iniciativa con los otros partidos y para más chorreo en su presentación al Congreso intervino Xavier García Albiol, candidato del PP a la Generalitat, a pesar de no ser diputado. Tanto se notó que el TC lo maneja el Gobierno a su antojo, nombrando magistrados afines cuando no militantes obedientes, que Pascual Sala, que fuera su presidente no dudó en pronunciarse con contundencia: “Rechazo completamente que el Tribunal Constitucional sea un ejecutor al servicio del Gobierno de la nación, sea de la ideología que sea”, dijo.

 

Por si fuera poco, ocurre que el TC es un órgano ajeno al sistema jurisdiccional por lo que dotarlo de capacidad ejecutiva, como los demás tribunales, implica un cambio de naturaleza de notable trascendencia que no puede llevarse adelante por un procedimiento de urgencia. “Se ha acabado la broma”, dijo el impresentable García Albiol al comentar la propuesta. La broma, claro está, son las garantías de las leyes democráticas y lo serio evitarlas cuando estorban al poder.  

Se acabó lo que se daba

Sería largo de contar el comportamiento político solidario con España de los catalanes, desde la noche del franquismo a hoy. Me limitaré, por tanto, a unas pinceladas. Habría que recordar la clandestina Asamblea de Cataluña que reunió representaciones de todos los partidos democráticos, de izquierdas y de derechas. Y el momento en que la Asamblea se convenció de que se estancaría si no avanzaban también los demócratas del resto de España y había entre todos una coordinación mínima. Dirigentes catalanes viajaron por toda España estableciendo contactos. También las islas recibieron estas visitas “apostólicas” que fueron una buena contribución a la superación de prejuicios ideológicos y al logro de un cierto grado de cohesión en las actuaciones de los demócratas a lo largo y ancho del país. La asunción general del eslógan “Amnistía, Libertad y Estatuto de Autonomía”, de factura catalana, podrá muy bien representar lo entonces conseguido.    

Tras la muerte de Franco, los catalanes facilitaron el trabajo a los gobiernos de la Transición, actitud de colaboración que mantuvo con los posteriores, incluso cuando ya era notorio el envilecimiento por la interacción del pujolismo y los intereses partidarios de PSOE y PP. Poco tardó la democracia española en trocarse partitocrática y pasar a segundo plano los intereses generales. Así vimos a los gobiernos socialistas y populares entenderse con el pujolismo al que dejaron hacer en Cataluña a cambio de que aparcara la conduerma de la independencia.

En este sentido, recuerden la alusión de Pascual Maragall al famoso 3% de comisión cobrado por CiU a los ganadores de los concursos de obra pública. Fue durante una intervención en el Parlament. El entonces presidente de la Generalitat debió recibir alguna llamada al regresar a su escaño porque minutos después, en nueva intervención, retiró lo dicho por razones de fuerza mayor. Ahora, diez años después, el 3% aparece por todos sitios en la documentación intervenida e investigada relacionada con CiU. Y por si hay dudas acerca de las cabras que guardamos, recordaré que la réplica de CiU a Maragall en aquel episodio parlamentario fue de Artur Mas que adoptó un tono de santa indignación tan convincente que aún hoy, al ver los videos, te pasa por la cabeza lo imposible: que Mas, brazo derecho de Pujol y su heredero político, nada conocía del tinglado de su padrino. Sin embargo, los catalanes, que lo conocen mejor, no le tienen en mucho aprecio por lo que debe su relevancia al torpe inmovilismo de Rajoy que le ha dejado espacio al lucimiento. Ellos dos son parte importante del problema.

La complicidad del pujolismo y los gobiernos españoles del PSOE y PP se mantuvo mientras duró el mutuo beneficio; hasta agotar el caudal de transferencias, señala Santos Juliá. Cuando se acabó lo que se daba surgieron los más y los menos superables mediante reformas estatutarias que subsanaran los inconvenientes detectados en el funcionamiento autonómico. Pero el PP no estaba por la labor, a pesar de que Aznar se mostró durante su primer mandato como un hipócrita lamedor para los nacionalistas hasta el punto de que el feroz Xabier Arzalluz, a la sazón presidente del PNV, proclamó que había conseguido con Aznar en quince días lo que no en los largos años de Felipe González. Le duró el contento al dirigente vasco hasta la reelección de Aznar para su segundo mandato, que ganó por mayoría absoluta y pudo quitarse la careta y virarse guirre desplegando toda su hostilidad reprimida contra los nacionalistas.

A los catalanes le debe mucho la democracia española, cosa que conviene tener presente a quienes siguen trabados en el tópico españolista de su insolidaridad. Mientras, el PP deslizaba la idea de la recentralización y los peperos se multiplicaban repitiendo el absurdo de 17 Gobiernos, 17 Parlamentos, 17 de todo, la Generalitat se alejaba de la idea de buscar el encaje de Cataluña en España. Quisieron aprovechar el desgaste del Estado de las Autonomías, que ya reclamaba reformas, para acabar con él con lo que se dio de narices con la realidad: a pesar de todos los pesares, la autonomía había mejorado la vida de los ciudadanos y generado en cada Comunidad una clase política que no estaba por la labor de perder el poder adquirido y sus “adherencias”. 

Y en esto llega Zapatero. Se daba por sentado que el PP ganaría de calle las elecciones de 2004 y no encajaron bien los peperos que un advenedizo dejara a Rajoy compuesto y sin Moncloa. Ya tenía el PP mucho que esconder y la campaña contra Zapatero fue feroz. Al extremo de acusarlo de haber pactado con ETA el terrible atentado de Atocha en vísperas electorales para salir elegido. Las patrañas y las mayores atrocidades, junto con el bloqueo sistemático de las iniciativas socialistas, todo con la bendición de la Iglesia de Rouco Varela y la Cope, escopeteada por Jiménez Losantos, hicieron el revival de la España más negra para salvarle el palmito a Aznar negando la evidencia de la autoría islamista de lo de Atocha, que para mucho fue una venganza por la participación en la guerra ilegal de Irak “decretada” por el Gobierno del PP desoyendo a la opinión pública española.

El PP mostró contra Zapatero su falta de pedigrí democrático. Además de crear un clima político irrespirable, reaccionó ante los casos de corrupción que comenzaban a aflorar con ataques a los poderes e instituciones del Estado, desacreditando a policías, fiscales y jueces a los que acusaban los peperos de actuar por órdenes del Gobierno contra el PP.

La sentencia del Constitucional

Del furioso acoso a Zapatero interesa aquí el episodio ya mencionado de la reforma del Estatut catalán contra la que recurrió el PP ante el Tribunal Constitucional dentro de su estrategia de obstrucción. Desde los ámbitos de la derechona llegaron a presentar al presidente socialista  como un sujeto lleno de rencor contra España por motivos familiares y que utilizaba a los catalanes para romper la unidad de España. El PP cuenta, por supuesto, con votos de gente muy consciente de lo que hace y sinceramente convencida de que es el partido que conviene al país. Pero necesita, el PP,  de la escasa cultura política del grueso del electorado para tocar poder para lo que vende burros de colores. O un presidente criminal.  

    

Lo cierto es que el Estatut fue aprobado por el Parlament y enviado al Congreso de los Diputados, que le dio un buen corte de pelo y lo devolvió a Cataluña, donde fue sometido a referéndum. Cumplió, pues, todos los requisitos legales. Lo que no impidió que el Tribunal Constitucional apreciara el recurso del PP y le pusiera la proa. Rechazó incluso disposiciones que eran un calco de las que figuraban en las reformas de otros estatutos refrendados cuando no promovidos por el propio PP. Por si quedaba alguna duda, la resolución del Constitucional la encabezaba una introducción (una exposición de motivos si lo prefieren) que defendía sin el menor pudor la política del PP (todo un alarde de parcialidad), repleta de consideraciones despreciativas para los catalanes.

La mentalidad de los magistrados constitucionalistas estaba, sin duda, en la órbita del viejo anticatalanismo; del que, por cierto, tengo como primera referencia anticatalana a Quevedo, quien, con motivo de la rebelión de 1640, arremetió contra los catalanes en un escrito titulado La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero. Quevedo llama a los catalanes “aborto mostruoso de la política”, “ladrones” y carga contra los que llamaba “sátrapas” que eran los diputados catalanes, los concelleres y los consejeros de Ciento. Fíjense la fecha que lleva esa carta.      

Hasta la sentencia del TC el independentismo catalán era tan minoritario que no se le tenía en cuenta en la vida pública catalana. El fiasco del Estatut lo disparó y hoy son una fuerza con posibilidades ciertas de alcanzar poder. Quienes defendían una Cataluña con su singularidad reconocida e integrada en el Estado Español recibieron el gran palo: España no era de fiar y el españolismo ni siquiera respetaba su propia legalidad. Habían hecho, pues, el canelo al pretender entenderse con los españoles  mientras el independentismo crecía ya sin más contención que los soberanistas que no desean la separación sino unas relaciones sobre bases más adecuadas a las necesidades catalanas. Son muchos los matices que habría que introducir en el movimiento catalanista por más que el PP se empeñe en meter a soberanistas e independentistas en el mismo saco: como el fascismo franquista tildaba de comunista al servicio de Moscú a los meros discrepantes. El ADN  traicionó a los peperos.

El caso es que las torpezas de Rajoy y su inmovilismo, le impiden negociar y dialogar y convirtieron en un personaje conocido a Artur Mas que goza, como indiqué de una limitada estima en su tierra.

La obsesión de las generales

Las últimas elecciones autonómicas y locales hicieron ver a los peperos que no todo el monte es orégano. Sufrieron una drástica reducción de su poder territorial, temen un nuevo batacazo de las catalanas del domingo y ni les cuento la que puede venírseles encima en las generales de diciembre. Las encuestas indican que serán los más votados, lejos, eso sí, de la mayoría absoluta de que se han valido para poner el país patas arriba y cargarle el pago de las deudas contraídas por bancos y ricachones.

En lo que a Cataluña se refiere, decidió Rajoy que lo mejor era no hacer nada. Quizá porque, en realidad, no sabe qué hacer; por sus propias limitaciones y porque el autoritarismo del ADN franquista del PP le impiden  arremangarse y bajar a la arena a lidiar adversarios. Rebajaría su autoridad y prestancia presidencial. Prefirió dejar estar a los catalanes, centrarse en pararle las patas al PSOE, al que trató de presentar como aliado de las fuerzas políticas que quieren destruir España; cuando para eso se basta él. Es penoso ver a Rajoy recurrir a la mayoría silenciosa cada vez que alguien reúne en una manifestación que no es de su gusto a unos miles de personas. Su comentario y el de sus fieles buscan reducir el alcance de la manifestación hostil invocando a los que se quedaron en casa que, por una misteriosa regla de tres, resultan estar con el Gobierno. Acaba de ocurrir con la última Diada y se me ocurre que por esa vía acabarán por dejar de considerar el fútbol deporte de masas: al fin y al cabo,  aunque se llenen todos los estadios del país siempre serán unos pocos ante los millones que no van al fútbol.

Rajoy, acabo con el personaje, confió en que el tiempo todo lo pudre, que los catalanes se cansarían de dar la lata y aunque el problema no se solucionara, perdería virulencia, lo que unido a la mejoría económica quitaría hierro al asunto. Como siempre, no valoró factores en presencia como el cambio de actitud de los españoles que pasaron del pasotismo a la demanda de participación política alentados, en gran medida, por los partidos emergentes. Pienso que éstos, al margen del poder que adquieran en las urnas, le ha quitado la venda de los ojos a millones de españoles: no puede dejarse que un reducido número de políticos profesionales decidan cómo han de ser nuestras vidas. Y nunca a mejor, para mayor inri.

Addenda sobre el retroceso catalán

Uno, vaya por delante, no está por la independencia de Cataluña aunque la admita si eso es lo que quieren los catalanes. Están en su derecho. Está esto tan claro como los considerables riesgos que habrá de correr. El hipotético nuevo Estado. Y si los independentistas minimizan esos riesgos,   otros los agrandan, sus contrarios los agrandan hasta extremos exagerados, como si Cataluña fuera a desaparecer del mapa. Incluso advierten que el Barça tendría que abandonar la Liga española. No obstante se sabe que buena parte de los soberanistas consideran prudente no separarse de España y apuntan ya a la posible tercera vía que es como el billete de 500 euros: se habla de ella pero nadie la ha visto. En cualquier caso, entretenerse  en todo esto sería elucubrar con el futuro para lo que se necesita información y conocimientos de los que no dispongo. Como mucho intuyo que aunque los independentistas no consigan sus objetivos, todo cambiará en adelante. Los que nos sentimos españoles de conveniencia entendemos bien eso, pero mejor es dejar estar al futuro para ir a una cuestión que es ya presente

Cuando pisé por primera vez Barcelona, allá por los años 60, tuve la sensación de estar en un lugar distinto, en Europa. Era ya entonces una ciudad cosmopolita y abierta en una Cataluña que, según el escritor limeño Santiago Roncagliolo, nunca fue la provincia encerrada en sí misma que los nacionalistas quieren construir. Ya por los días de mi primera recalada las editoriales barcelonesas iban tan lanzadas que no tardarían en convertirse en decididas promotoras de la lengua española. No era raro entonces, como no lo sería en los años siguientes tropezarte con escritores residentes, muchos de ellos latinoamericanos, que acabarían siendo extensamente reconocidos, algunos incluso con el Nobel de Literatura. Los catalanes sabían que el español es la lengua de 500 millones de personas entre los que España ni siquiera alberga a la mayor comunidad de hablantes. Hay que recordar que el boom de la Literatura latinoamericana arrancó de Barcelona durante años Meca de escritores hispanohablantes bien alejada de Franco y cerca de Europa.

Esto ya no es así. El legítimo empeño del nacionalismo catalán en la defensa de su idioma ha derivado en el esfuerzo contrario, el de reducir la incidencia del castellano, incluso combatirlo, con lo que debilita un referente importante para hacerse oír en el mundo, por no hablar del negocio editorial que se ha ido desplazando, con los autores, a Madrid, produciendo un agujero en la espléndida vida cultural catalana que pudiera estar tan amenazada como la actividad editorial. Por desgracia, los nacionalismos, incluido el español, están tan convencidos de su superioridad respecto a los demás que ni siquiera se plantean estas cosas. Lo que está ocurriendo en el campo de la cultura no es un simple riesgo porque ya está ocurriendo y aparece como un elemento más para valorar la gestión, que de algún modo hay que llamarla, de Mas. Son muchos los que lo consideran el peor presidente que ha tenido Cataluña, lo acusan de haber dividido a la sociedad, de descuidar el día a día de los ciudadanos, del retroceso cultural y educativo, etcétera. Visto desde fuera habrá que insistir en que ha sido una desgracia para catalanes y españoles que esta nueva edición del viejo conflicto haya coincidido con los mandatos de Rajoy y Mas que si algo han puesto de su parte es llevar el problema a extremos no deseados. Las elecciones del domingo algo aclararán, imagino.

    

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