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En busca de la reforma constitucional

Bancada del PP en el Congreso de los Diputados

José A. Alemán

Las Palmas de Gran Canaria —

La campaña electoral del PP utiliza el miedo al cambio, o sea, a Iglesias y a Rivera, para persuadir al electorado de que Rajoy es el único candidato capaz de asegurar, gracias a su experiencia de gobernante, un futuro lleno de florecillas y pájaros canoros ante tan peligrosos e inexpertos antagonistas recién llegados con sus partidos. Y como no puede meter en el mismo paquete a Pedro Sánchez, al frente de un partido más que centenario y con experiencia de gobierno, ha lanzado la especie de que no hay dinero suficiente para permitir un Gobierno de izquierdas; estupidez a la que se apuntó el sin embargo ministro Soria para trasladarla a las Islas. El remate de tan pobre estrategia es la amenaza de Rajoy de que solo si gana las elecciones intentará formar Gobierno: viene a decir que o le votamos a él o nos dejará, pobres de nosotros, en las manos advenedizas de unos jovenzuelos que nos llevarán al desastre.

Frente a ese modo de hacer política, mediante el aprovechamiento de la desinformación y la escasa cultura política de amplios sectores de la población, publicaba El País, el pasado día 7, un artículo de John Carlin titulado La envidiable política española partiendo de su apreciación de que “lo viejo de la política española es para llorar, y ahí sigue, personificado en la figura de Mariano Rajoy”. A continuación puntúa muy bajo a los primeros espadas de la política española de los últimos 20 años, es decir, “el chulito Aznar, el endeble Zapatero, la momia Rajoy”; y añade que, “a lo largo de estos años, personas que han ocupado altos cargos en el Foreign Office o en el 10 de Downing Street me han dicho que tanto los jefes de Gobierno británicos como los franceses, alemanes, holandeses y otros han llegado a sentir vergüenza ajena a la hora de sentarse a dialogar con individuos de tan bananero nivel” como sus interlocutores españoles. Carlin cree muy posible que Rajoy gane, aunque será por muy escaso margen pues el futuro pertenece a Ciudadanos y Podemos y “quizá a un PSOE que asimile el dinamismo de algunas ideas de Podemos”. Y remató asegurando que cuando Iglesias o Rivera “se sienten en la mesa con los que gobiernan Estados Unidos, Francia o Gran Bretaña –o cualquier otro país- ni ellos ni los españoles tendrán motivos para sentirse avergonzados”. La cobarde ausencia de Rajoy en el debate en Atresmedia, en que sacrificó a Soraya Sáenz de Santamaría, no hace sino acentuar el patetismo de un personaje al que hemos visto moverse en instancias internacionales como gallina sin nidal ni perro que le ladre.

La reforma de la Constitución

Rajoy es tan antiguo, el pobre, que trata de meternos el miedo en el cuerpo con las desgracias que traerían Iglesias y Rivera que no se toman España tan en serio como él. Por lo visto, lo serio es tratarnos como a idiotas; como si no se advirtieran sus mentiras y cuan fuera de onda está respecto al clamor de reformar la Constitución de 1978. Se le nota demasiado que no está por la labor.

Que es preciso reformar la Constitución resulta evidente. Aunque no esté de acuerdo con los iconoclastas que abominan de ella, muchos tratando de escenificar el choque generacional, lo que llevó a David Trueba a advertir que se tuviera cuidado con los disfraces porque el de joven está de oferta en todos los gimnasios. No niego el buen tino de las críticas, salvo en lo que tienen de olvido de que la elaboración del texto fue una depurada demostración de que la política es, en efecto, el arte de lo posible. Incluso de lo imposible porque a muchos parecía imposible, a raíz de la muerte del dictador, un acuerdo entre los representantes del franquismo y sus víctimas, los demócratas, que arrastraban años de clandestinidad, no pocos de cárcel y una nutrida lista de asesinados por el Régimen. Los franquistas, a pesar de quedar huérfanos de Caudillo, mantenían intacto su control sobre el Ejército y los cuerpos de seguridad, contaban con el apoyo del mundo financiero y del empresariado y la conformidad del llamado franquismo sociológico, además del de los grupos ultraderechistas que los instaban a decretar la caza del rojo. A los demócratas les favorecían las ansias de cambio anidadas en la sociedad civil poco articulada y la sintonía con sus iguales de Europa donde cada vez eran más frecuentes las movilizaciones contra Franco, quien, no se olvide, firmó sus últimas penas de muerte el mismo año de 1975 en que pasamos todos a mejor vida, no sé si me explico.

A lo que iba: lo único que tenían en común las dos partes era el hecho de que Franco murió en la cama. Así, los primeros, los franquistas, seguían teniendo el control del aparato represivo; los demócratas tenían que pechar con el handicap de su incapacidad para echar al dictador. Es muy posible que unos y otros sobrestimaran el poder real del que tenían enfrente aunque creo que entre los factores más determinantes para que se llegara al acuerdo constitucional figuraba que al mundo de las finanzas y el dinero no le servía ya el franquismo y aspiraba a un régimen político homologable que facilitara sus negocios en el exterior. Al propio tiempo, si los demócratas podían temer que se desatara la represión, a los franquistas no les hacía mucha gracia que sus contrincantes echaran a la gente a la calle. Recordaban los sucesos de Portugal donde echaron a los salazaristas y a la PIDE, su policía política a patadas. Sin olvidar el mal ambiente en las cancillerías y en las calles de Europa, Vaticano incluido, que rechazaban de plano el franquismo que hizo de España el último reducto fascista. Mejor para todos era entenderse y tener la fiesta en paz.

En ese contexto se negoció la Constitución en unas circunstancias y con unos condicionamientos ya inexistentes. No es preciso marcar las diferencias porque bien sabemos lo que hubo entonces y lo que hay ahora. Lo más que puede decirse contra la Constitución de 1978 es que llegó la hora de su reforma. No es de recibo que Rajoy trate de pasar de puntillas ante esa demanda diciendo que no sabe qué es lo que se pretende reformar de su texto. Si es sincero, podría deberse a que el Marca no se ocupa del asunto porque el resto de la Prensa lo aborda con frecuencia y no son pocos los artículos, los libros, las conferencias, los debates, mesas redondas y qué sé yo que abordan la cuestión; sobre todo en fechas cercanas al 6 de diciembre, que es el Día de la Constitución. Que Rajoy no sepa de qué va es para preocuparse. Un motivo más para desear que no consiga la reelección para quienes pensamos que se trata de una cuestión capital.

Dos sistemas electorales

La degradación democrática de España, que el PP ha acelerado, hace aún más urgente la reforma constitucional. Y uno de los aspectos claves es el sistema electoral en la medida en que buena parte de las medidas que se solicitan entrañan una reforma constitucional.

Los dos sistemas electorales a considerar son el proporcional y el mayoritario. El artículo 68 de la Constitución, referido al Congreso de los Diputados, opta por el proporcional. Este responde a la idea del Parlamento como un microcosmos representativo de todo el cuerpo electoral. En él, los únicos protagonistas son los partidos de acuerdo con los votos que obtengan. Este sistema proporcional, su degradación a manos de los partidos, ha provocado en Italia, por ejemplo, situaciones de ingobernabilidad o pactos que han obstaculizado o impedido la acción de gobierno. Algunos observadores señalan que las tribulaciones políticas italianas se reproducen en España años después. Ocurrió con el destape de la corrupción, la llamadaTangetópólis, y puede ocurrir en España, corrupción aparte si la necesaria superación del bipartidismo deriva en un semillero de siglas y la fragmentación parlamentaria.

El segundo sistema, el mayoritario, atiende más a la gobernabilidad y beneficia, sobre cualquier otro, al candidato más votado. Sin embargo, imposibilita la presencia de partidos minoritarios, como Los Verdes que no están en algunos parlamentos a pesar de conseguir un buen número de votos. En realidad no hay un sistema ideal por lo que cabe suponer que depende todo menos de las virtudes del sistema que de las convicciones de los políticos que lo aplican y de su voluntad de atenerse a los principios democráticos. El PP insiste últimamente en que el ganador sea el candidato más votado, es decir, que se vaya al sistema mayoritario para evitar el “pacto de perdedores” que impida a Rajoy repetir presidencia. Como lo fue, por ejemplo, para no salir de Canarias, el de Soria y Paulino Rivero que evitó a López Aguilar, ganador indiscutible y a buena distancia, de aquellas elecciones hacerse con la presidencia. El oportunismo del PP es bien conocido pues ha practicado siempre que le interesó el sistema que ahora pretende arrimar. Se ha alineado con el marxismo (facción Groucho) que expone sus principios siempre dispuesto a cambiarlos si no gustan. Llama la atención el que mientras Rajoy se muestra reticente a la reforma constitucional, opte el PP por declarar ganador a quien obtenga más votos, es decir, por el sistema mayoritario lo que implica una nueva ley electoral y la reforma del artículo 68 de la Constitución que consagra, según se indicó, el sistema proporcional.

Mandan los partidos

Con un sistema u otro la clave del buen funcionamiento es la calidad democrática de los políticos y el control activo de la sociedad civil. En España, como queda dicho, se optó por el sistema proporcional que resultó poco proporcional. No tenemos una democracia participativa ni mecanismos para practicarla. En la legislatura que acaba se vio al PP legislando hasta el abuso mediante el uso abusivo el decreto-ley reservado para casos “de extraordinaria y urgente necesidad”, según el artículo 86 de la Constitución. No tenemos, pues, una democracia de calidad y el PP la ha rebajado aún más.

Ya de entrada, los ciudadanos no eligen directamente a sus representantes ni cuentan con mecanismos de control de las decisiones políticas. Las listas electorales son cerradas y las hacen formalmente los comités ejecutivos de los partidos, pero el líder decide quien va y quien se queda. El partido lo es todo: promueve al candidato y le proporciona los medios para su éxito a cambio de votar disciplinadamente, llegado el momento, lo que se le ordena; órdenes que, por supuesto, están en la línea de quienes financian. El candidato no es nadie sin el partido y no mantiene con el electorado un trato personal directo cosa que nadie le exige. Ni siquiera intentan los electos cumplir sus promesas si no quieren hacerlo: estas no generan compromiso alguno y no van más allá de la retórica con que un fabricante de detergentes asegura que el suyo es el que lava más blanco. El elector se limita a ratificar cada cuatro años los nombres que le proponen.

Los partidos dominan sin que se tome en consideración el bajo porcentaje de españoles con una militancia activa. Funcionan a partir con quienes se acercan dispuestos a hacer una carrera política profesional. Todos conocemos a gente que no ha conocido en su vida otro trabajo que sus cargos en un partido y no faltan los que han conseguido amplios contactos, autoridad entre los suyos y márgenes de impunidad para sus fechorías sin que los electores tengan medios con que evitar la reelección siquiera de sujetos reconocidamente indeseables, mientras sus correligionarios miran en dirección contraria. Hoy por ti, mañana por mí. Produce estupor que el PP, precisamente, presuma de ser el partido que más ha hecho para erradicar esa lacra que ha provocado una gran indignación social al comprobarse que la política de Rajoy cargaba el peso de la crisis sobre las clases medias y populares. Como si no supiéramos que fue la alarma social lo que obligó al Gobierno a tentarse las ropas y aflojar las presiones sobre la Justicia y los departamentos policiales que entienden de los asuntos de corrupción. Tiene gracia que Rajoy presuma de dejarlos en libertad para que investiguen, acusen y sentencien, como si fuera una concesión graciosa suya y no supiera que la separación de poderes es principio fundamental que los mandatarios auténticamente democráticos han de observar. Al presentar como un mérito del Ejecutivo no interferir en la labor de jueces, fiscales y policías ¿no nos estará diciendo Rajoy que lo mismo que no interfiere puede hacerlo, si esa es su voluntad?

Con un sistema u otro la clave del buen funcionamiento es la calidad democrática de los políticos y el control activo de la sociedad civil

No olvidemos que el PP lleva al menos desde 2004 dándole caña a jueces que no fallan según convenga a sus intereses. Y continuó en las mismas, pero con más eficacia, tras ganar por amplísima mayoría las elecciones de 2011. Sus intervenciones en el nombramiento de jueces y el control que ejerce desde el Gobierno sobre la Fiscalía General del Estado son hechos tan conocidos como tolerados por las demás fuerzas políticas que, en el caso del PSOE es simple y llanamente complicidad pues lo que hoy beneficia al PP, mañana aprovechará a los socialistas. El bipartidismo, ya saben. Conviene no olvidar que los socialistas arremetieron contra los jueces cuando, en los últimos tiempos de Felipe González, saltaron las corruptelas que le afectaban. Recordemos, porque es reflejo de la perversión democrática comentada, la ocasión en que Alfonso Guerra proclamó desde la vicepresidencia del Gobierno la “muerte de Montesquieu”, que fue quien sentó en El espíritu de las leyes la separación de poderes. Pudo ser una boutade, dicho sea en plan fino pues el palabro equivale en castellano a sandez. Es bueno tener en cuenta todo esto para saber con quien nos gastamos los cuartos y comprender las razones que impiden prosperar a propuestas razonables.

Sobre y subrepresentación

La reforma constitucional, en lo que toca al sistema electoral y su posterior desarrollo en leyes, debe alcanzar también a las circunscripciones para que todas tengan el mismo peso demográfico. Esta reforma es particularmente acuciante en las elecciones generales al Congreso, algo menos en las autonómicas y nada en las municipales. Y hay que tener claro que el desequilibrio en las generales no es casual sino producto de premeditación a favor de la fuerza o fuerzas políticas dominantes. Un defecto no achacable en principio al texto constitucional sino a las leyes derivadas del mandato constitucional. El resultado más conocido son las situaciones de sobrerepresentación de circunscripciones menos pobladas y de subrepresentación de otras que lo están densamente. Esta situación no la han querido corregir populares y socialistas. En Canarias el juego de las circunscripciones no es menos perverso en infinidad de asuntos y se deja sentir en las elecciones autonómicas debido a nuestra condición archipelágica. El problema y sus efectos no se mencionan porque no interesa y porque a quienes lo plantean se les cuelga rápidamente el dichete de “insularistas”. Es un factor que inhibe el debate tanto o más que la falta de arrojo de los partidos para plantearlo. Sé de quienes al ser tachados de “insularistas” y a pesar de tener mucho que aportar, han decidido pasar del tema y a quien Cristo se la dé, San Pedro se la bendiga.

Todo esto ha convertido el parlamentarismo español en simple teatro. Los debates son rituales, nadie espera convencer a alguien de otro partido. Y si lo convence da igual porque votará lo que le hayan ordenado. De esa fidelidad depende que vuelva a ser incluido en las listas de las siguientes elecciones y poder continuar su “carrera” política; especialmente angustioso es el trance electoral para los que no han conocido otro trabajo. Por poner un ejemplo chungo, la votación del proyecto de ley de matrimonio entre personas del mismo sexo. El PP votó contra el proyecto como un solo hombre, pero lo cierto es que estadísticamente le corresponde algún homosexual o lesbiana que se sintió obligado/a a votar contra su identidad sexual, los varios casos de leyes muy discutidas como lo fue esta de los matrimonios de personas de un mismo sexo.

En definitiva: el Parlamento español no refleja, mucho menos representa, la realidad del país y podrían obtenerse los mismos resultados legislativos y un considerable ahorro con la sola presencia de un representante por partido por llevar las cosas a un absurdo que no lo es tanto en esta democracia relativa. Pero necesitan el rito. Aún recuerdo las movilizaciones multitudinarias contra la intervención española en Irak y las encuestas que reflejaban elevadísimos porcentajes de rechazo de aquella aventura; como recuerdo los aplausos entusiasmados de los diputados del PP en apoyo del disparate en el que embarcó Aznar al país.

Podría aducirse también, como muestra de que el Parlamento español está al margen de la realidad, la ausencia de debate sobre la cuestión catalana. Que asunto tan grave se haya dejado en manos de Rajoy y su torpeza reaccionaria es buena prueba de que el Parlamento no sirve. Si cuando lo de Irak las advertencias acerca de las consecuencias de aquella guerra ilegal, las que hoy padecemos, cayeron en saco roto, tampoco se hizo caso a las voces de quienes venían advirtiendo desde hace décadas que se estaba empujando a un número significativo de catalanes a un punto de no retorno.

Pensaba abordar, como otro tema de la reforma constitucional, el del federalismo que, a mi entender, es la única salida a un problema que no se reduce a la cuestión catalana y que el PP pretende sofocar sin solucionarlo en el marco del país pues se trata de un problema español. Con el desenfoque habitual se pone el acento en los catalanes sin caer en la cuenta de que el problema es la integración territorial del Estado, pendiente desde siempre, del que Cataluña no es sino una de sus expresiones. A mi entender son los poderosos intereses económicos, políticos y hasta funcionariales, beneficiarios del centralismo, los que impiden o entorpecen el reconocimiento de la plurinacionalidad española. No es difícil barruntar que, de seguir en la misma tesitura, acabarán por cargarse el Estado español los mismos que dicen defenderlo.

Poderoso don dinero

Las cuestiones esbozadas son, en verdad, entretenidas. Pueden llenar una sobremesa o dar de sí en debates y mesas redondas. Pero, curiosamente, rara vez se aborda cuanto tiene que ver el dinero con todas ellas. Quizá porque se entiende irremediable que sea así. Algún tiempo ha pasado desde que Schumpeter nos descubriera, en su Capitalismo, socialismo y democracia la afinidad de las democracias occidentales con la ideología del mercado. Para él, los votantes hacen de consumidores y los políticos el de empresarios que compiten entre ellos con sus ofertas.

Esa idea la aplicó Arthur Pigou, economista británico que investigó la “economía del bienestar” y que disentía de Keynes al considerar que la disminución de los salarios restauraría el empleo (¿dónde habremos oído eso antes?). Para Pigou el mercado político, al igual que el económico, responde solo a la demanda solvente: tiende, pues, a satisfacer a los ricos, no al grueso de la población.

Por último, Norman Chomsky señaló que las elites liberales USA de ahora mismo piensan que la población debe ser inducida a la apatía y confinada en ella, además de sometida a la obediencia tradicional. Imagino que estarán pensando estos liberales que los avances tecnológicos restan importancia a la cantidad de brazos que hasta no hace tanto requería la industria, tendencia que sin duda seguirá en el futuro hasta todavía no sabemos donde.

La gran dificultad para erradicar la corrupción radica en que no es fenómeno exógeno al que se le pueden poner barreras, cortafuegos, sino endógeno, es decir, surgido en el corazón mismo del sistema

Todos estos autores y unos cuantos más apuntan en una dirección: el Poder se reparte en relación directa con el dinero que se invierte en conseguirlo y/o controlarlo. Obviar este hecho y empeñarse en denunciar los sistemas de financiación de los partidos es pura hipocresía para aparcar la inquietante realidad de que la corrupción es un fenómeno sistémico. De momento, no he escuchado a nadie en la campaña señalar en dirección a lo que es, a mi entender, cuestión central de nuestro tiempo. La gran dificultad para erradicar la corrupción radica en que no es fenómeno exógeno al que se le pueden poner barreras, cortafuegos, sino endógeno, es decir, surgido en el corazón mismo del sistema. No basta para contenerla, por más que tenga algún efecto de marketing, la decisión de Podemos de no recurrir a la banca para financiarse. Es una actitud digna de encomio, de denuncia de prácticas corruptas, pero peca de insuficiente explicación del carácter sistémico de la corrupción. Esta va más allá de meter la mano la caja pública para entrar en la normalización de los movimientos de dineros empresariales para obtener más dinero. A veces sospecho si lo poco que se habla de estas cosas no se deberá a que interesa a los lobbies la inexistencia de una regulación transparente de sus actividades y su control desde el punto de vista del beneficio que proporcionen a los ciudadanos.

La política ha dejado de ser una vocación de servicio público por lo que ignorar el papel determinante del dinero y tolerar la opacidad de sus manejos no es la mejor actitud. Las cosas han llegado al punto en que el poder se reparte en relación directa al dinero que se invierte. Obviar este hecho, al tiempo que se denuncia la financiación de los partidos raya en la hipocresía o en el desconocimiento de la realidad en que nos movemos. Hay lugares en que se habla de regular los lobbies y controlar y limitar sus actividades de forma que no sean lesivas para el conjunto de la ciudadanía. Trato de saber cómo se hace eso, pero no he encontrado quien me lo explique. Aunque es seguro que no es la ciudadanía el objeto y mucho menos el sujeto de esos manejos.

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