Arte, sangre y corrupción

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El próximo viernes, 21 de abril, en el marco de la Feria del Libro de Santa Cruz de La Palma, que se celebra en la plaza José Mata del 17 al 23 de abril, se presenta el último trabajo de ficción de Esteban San Juan Hernández (Santa Cruz de La Palma, 1976). Bajo el título El juego de los ególatras, la obra ha sido ganadora de la séptima edición del Premio «A sangre fría» de Novela Negra (2022) y sale a la luz en el sello Ápeiron Ediciones, convocante del concurso.

La sinopsis de la novela señala: «Mario Berriel es un pintor venezolano afincado en la isla de La Palma. Una noche de borrachera se ve implicado en un homicidio. Todos los indicios apuntan a que ha sido el autor del brutal apuñalamiento a una mujer. Tan solo uno de los policías que acuden al escenario del crimen, el inspector Andrés Fariña, duda de la autoría del pintor. Tras una primera inspección del dormitorio de Berriel, y después de entrevistarse con algunos conocidos de la víctima, Fariña se da cuenta de que el caso cobra una dimensión que va más allá del homicidio y alcanza a personas socialmente relevantes de Santa Cruz de La Palma. A la vez que se ve inmerso en un misterio en el que la literatura y la pintura adquieren un papel fundamental para su resolución, Fariña habrá de luchar contra la hostilidad que le muestran los lugareños y contra su propio pasado, que no para de perseguirlo».

Esteban San Juan Hernández ya ha presentado en La Palma su opera prima, No siempre llueven vírgenes (La Equilibrista, 2020), y Nunca olvidaré su adiós, galardonada en la quinta edición del certamen literario Corcel Negro (2020), convocado por el sello Entrelíneas Editores (Fuenlabrada, Madrid, 2020). Si el segundo título tiene como escenario principal Fuerteventura en un thriller inspirado en los pasados tiempos de pandemia, El juego de los ególatras vuelve a transcurrir en la isla de La Palma, en sintonía con No siempre llueven vírgenes. Con ello, San Juan Hernández reabre localizaciones, personajes y situaciones reales conocidas por el gran público, reproducidas con alteraciones en una narración que mantiene al lector en vilo, haciéndole creer lo que no es, llevándole por un camino para a continuación obligarle a desviarse. En El juego de los ególatras hemos de lidiar con las contradicciones y apariencias engañosas de los personajes, mientras el autor se divierte moviendo los hilos.

Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna con la tesis Variación lingüística y red social en una comunidad canaria (La Laguna, 2003), San Juan Hernández se ha especializado en el estudio del español de Canarias, que ha analizado desde la perspectiva de la Sociolingüística y de las Redes Sociales. Su última aparición pública en La Palma se enmarcó en la mesa redonda «Panorama isleño: acercamiento a las obras recientes de autores insulares», celebrada el pasado jueves 19 de enero dentro del ciclo Aridane Criminal III: Encuentro de novela negra y policiaca, coordinado por el tristemente desaparecido Alexis Ravelo Betancor (Las Palmas de Gran Canaria, 20 de agosto de 1971-30 de enero de 2023).

Víctor Jesús Hernández Correa. Santa Cruz de La Palma vuelve a convertirse en escenario de esta última entrega de tu producción. En esta ocasión, el arte se erige, si no en tema principal, desde luego sí en asunto fundamental de la trama. ¿Qué aspectos destacas en esta configuración, con la historia personal de Mario Berriel, acusado de asesinar a la dueña de la boutique instalada en su mismo domicilio, con la de su casera, Eméritia Astrada, crítica de arte durante sus años en Venezuela y coleccionista, con Lukas Jacobs, pintor de origen flamenco, expositor en una sala céntrica de Santa Cruz de La Palma, con quien arranca el relato, y con el concejal Jesús Vandale, promotor de una exposición de la Bajada de la Virgen, integrada, entre otros bienes, por cuatro lienzos de artistas belgas contemporáneos? 

Esteban San Juan Hernández. Me atrevería a decir que tanto Santa Cruz de La Palma como el arte son dos aspectos capitales en la novela. Por un lado, la ciudad va más allá de ser un simple escenario de ambientación: Santa Cruz de La Palma es en sí misma un misterio y el eje vertebrador de las relaciones entre los personajes. Es un misterio porque se trata de una población pequeña en la que, en apariencia, nunca pasa nada, en la que los crímenes atroces son inconcebibles; sin embargo, la realidad nos enseña que sí ocurren sucesos que podríamos calificar, cuando menos, de inesperados. Al comienzo del segundo capítulo se dice lo siguiente:

«La policía se había presentado en la vivienda en torno a las nueve y veinte de la mañana, poco después de haber recibido una llamada telefónica. El equipo estaba compuesto por el comisario, un inspector, un subinspector y los dos agentes mencionados. El crimen con el que se encontraron no era frecuente en una ciudad como Santa Cruz de La Palma. La víctima, Esther Pestana, presentaba múltiples heridas producidas por un objeto afilado. El cadáver estaba tendido sobre el suelo, tras la mesa que ocupaba el centro de la boutique».

Los personajes de la obra, en su mayoría, no son ciudadanos anónimos, sino que ocupan posiciones relevantes de la sociedad capitalina: Jesús Vandale es concejal de Cultura, Hipólito Valterra es el comisario de la Policía Nacional, Carballo es el comandante de la Guardia Civil... Los que no ostentan cargos públicos son conocidos por una u otra faceta: Mario Berriel es, al igual que Lukas Jacobs, un pintor reconocido en los ambientes artísticos de la ciudad, Ernesto San Juan es escritor y librero... En definitiva, los personajes son en sí mismos un espejo de la ciudad en la que se mueven, maquinan, tal vez maten o roben... Y, sobre todo, lo más importante en este apartado es lo que no se ve, es decir, las relaciones latentes u ocultas que hay entre ciertos personajes, y que pueden llevar a la perversidad.

Por otro lado, creo que no estaría exagerando si dijera que el arte es el verdadero motor de la historia. Sin entrar en detalles, adelanto que en la novela se dice que el crimen lleva mucho tiempo escrito. Además, se recalca que el arte enseña a la vida. En el capítulo 27, un personaje dice lo siguiente:

«Trato de que vea la importancia que tiene el arte en este caso. En un momento dado, Hamlet contrata a un grupo de actores para una representación en palacio. No se trata de una función para el simple divertimento de los nobles; es una función que aspira a enseñar la verdad de la vida a los espectadores, sobre todo a la reina, que ignora lo sucedido. Por boca de Hamlet, el propio Shakespeare nos transmite una curiosa visión del arte. Se la leo. […] poner un espejo ante el mundo; mostrarle a la virtud su propia cara, al vicio su imagen propia y a cada época y generación su cuerpo y molde».

Dado que el arte es un asunto capital en esta ficción, no es de extrañar que los personajes estén vinculados, de una manera o de otra, a este mundo. Mario Berriel es un pintor bohemio: su vida se basa en pintar, soñar y disfrutar de los placeres. Lukas Jacobs, aunque de menor relevancia en la trama, es un pintor belga (nacionalidad con la que la isla de La Palma tiene muchos lazos) que ha llegado a conocer a fondo la idiosincrasia palmera y la plasma en sus lienzos; de hecho, uno de sus cuadros es muy sugerente para el protagonista, el inspector Andrés Fariña.

Emérita Astrada es una gran conocedora de la pintura y del teatro venezolanos que ha podido vivir del arte, y sus motivaciones giran en torno a él. Jesús Vandale, por su parte, es el gran promotor de la cultura y del arte en Santa Cruz de La Palma. Lo interesante de estos personajes no es que se vinculen con el mundo artístico, sino que se relacionan en virtud del arte y aman y odian a través de él, lo cual podría llegar a ser sumamente peligroso.

VJHC. Además de en el título, algunos personajes de la obra apuntan, especialmente al final, que el egoísmo y la vanidad fueron los motores de los crímenes perpetrados en la novela: un asesinato (el de Esther Pestana), el robo de dos cuadros... ¿Crees que estas emociones pueden aplicarse al crimen en general? 

ESH. Me resulta complicado contestar a esta pregunta porque supondría introducirme en la mente de un criminal. Si hacemos un repaso por la literatura de género negro, vemos que las motivaciones para la comisión de un crimen son de distinta y variada naturaleza; no obstante, la convicción de que se posee una superioridad intelectual y moral es una de las más recurrentes. Ahora mismo me viene a la mente un Ripley, personaje de Patricia Highsmith, que podría considerarse uno de los grandes criminales ególatras de la ficción. Sin embargo, en otra obra de la misma autora, Extraños en un tren, cuando a uno de los personajes le proponen el intercambio de asesinatos, su primera reacción es tomárselo a broma; las cosas cambian después, pero en ningún caso se trata de egolatría.

En la última novela negra que he leído, Nadie en esta tierra (Víctor del Árbol), hay un personaje perverso que, cuando le preguntan por qué ha cometido unos crímenes tan horrendos, responde: «Porque puedo».

Si navegamos por los clásicos, vemos que en Crimen y castigo la egoísta es la víctima y que el asesino es un pobre diablo. Sin embargo, Raskólnikov, el protagonista de la obra, pese a que en un principio se cree en posesión de la superioridad moral imprescindible para acabar con la vida de un ser abyecto como su casera, termina siendo pasto de sus remordimientos. La pregunta que lanzo aquí es: ¿se puede sostener y defender en el tiempo la egolatría para la comisión de un crimen? Aunque se trata de una pregunta que ha surgido en relación a la mención de la obra de Dostoyevski, en El juego de los ególatras se aporta una respuesta al final; se trata, por supuesto, de una visión subjetiva.

Me gustaría acabar la respuesta a esta pregunta confesando que las motivaciones criminales y el título de la novela provienen del relato de Conan Doyle El holocausto de Manor Place. En este texto se dice lo siguiente:

«Cuando uno estudia la psicología criminal, llega forzosamente a la conclusión de que la más peligrosa de todas las mentalidades es la del hombre desmesuradamente egoísta».

VJHC. Al margen de la repercusión de las menciones literarias (algunas con funcionalidad interna en el desarrollo argumental) en el conjunto de El juego de los ególatras, retomas aquí no sólo el título de tu primera novela, No siempre llueven vírgenes, traída en más de una ocasión a lo largo de la trama, sino también a Evaristo Carrillo, personaje fundamental en las resoluciones finales. ¿Cómo fue la génesis de su creación? 

ESH. La introducción en la novela de este personaje, Evaristo Carrillo, está motivada por un comentario del profesor Pedro Mederos, quien me insistió en su momento en escribir una historia con uno de los personajes de No siempre llueven vírgenes. Al principio no me pareció una buena idea, pues tal vez el profesor Mederos me estaba sugiriendo el personaje equivocado. Tras darle varias vueltas al asunto, decidí que el apropiado sería, sin lugar a dudas, Carrillo.

Me pareció adecuado, en primer lugar, porque es un detective con un gran potencial escénico: es un borracho solitario, fumador empedernido, gran lector de los clásicos y del género policíaco. Esta faceta suya de amante de la literatura me ha dado pie a hablar de literatura dentro de la literatura, un poco a la manera cervantina. Y, además, me ha ayudado a conseguir uno de los propósitos que perseguía con esta novela: la clave del misterio está en interpretar bien ciertas obras literarias. Se trata de un procedimiento que ya ha sido utilizado varias veces en la ficción. Recordemos, por ejemplo, que la clave del misterio en la magnífica novela El nombre de la rosa gira en torno a un libro de Aristóteles.

Por otro lado, el personaje de Carrillo aporta a El juego de los ególatras aire fresco y humor. Para entender este aspecto hay que tener en cuenta que llega un momento en que el protagonista, Andrés Fariña, no sabe cómo resolver un caso tan enmarañado; las pistas lo van llevando hacia un lado y hacia el contrario, como si estuviera dando bandazos. A esta incapacidad para llegar a la resolución del misterio se le suma el tormento causado por un pasado que revive con fuerza en su cabeza, una relación sentimental que no es tan idílica como había supuesto y una tendencia al alcoholismo que se ve incapaz de controlar. En este sentido, Carrillo supone un faro en la oscuridad para Andrés Fariña, pues el viejo detective introduce una visión novedosa de los sucesos, les da un orden a los acontecimientos y un sentido a los movimientos del criminal.

Desde el punto de vista de la arquitectura de la trama, Evaristo Carrillo se convierte en un contrapunto de Andrés Fariña. En una parte de la novela se alternan capítulos protagonizados por cada uno. Así, aquellos en los que Fariña es el personaje central son oscuros, parece que no hay salida, el alcoholismo se va acentuando y la depresión hace acto de presencia.

Los protagonizados por Carrillo, en cambio, son luminosos, esperanzadores, las pistas van cobrando sentido y el humor guía los comentarios y los pensamientos del personaje. Me atrevería a decir que Evaristo Carrillo es un digno representante de la socarronería y del espíritu festivo palmeros. Por ejemplo, en un momento dado, Carrillo tiene que ir a Madrid a buscar información. En un bar de la capital, conoce a un actor fracasado que aporta datos fundamentales para el caso. Como el detective está eufórico por las revelaciones y por el ambiente de Madrid, se deja arrastrar por la noche:

«Ya tenía la secuencia de los movimientos del criminal ególatra. Ahora eran otras las piezas que debía ensamblar. Pero para el día siguiente; Desiderio Neris estaba resultando un tipo de lo más divertido y la noche madrileña tenía el efecto de un imán».

VJHC. La novela presenta varias tramas, aparentemente inconexas, que acaban convergiendo. Por un lado, se plantea el asesinato de la dueña de la boutique instalada en la misma residencia de Mario Berriel; por otro, la desaparición de su esposo; por otro, las relaciones del protagonista, el inspector Andrés Fariña, con Lali, secretaria de Vandale, y con su jefe de la Policía, el comisario Hipólito Valterra; y, por otro, en su encarcelamiento, la relación que vincula a Mario Berriel con su antiguo colega Joselín, alias El Linterna, cuyo pasado delictivo, resultará relevante al final de la novela. 

ESH. La novela es, sobre todo, un entramado de relaciones humanas. Todos los personajes de la obra, a excepción de Andrés Fariña, se conocen entre sí y han protagonizado episodios que podríamos calificar, para no desvelar mucho, de misteriosos. Lo curioso es que, a medida que se van evidenciando ciertas relaciones, o se va percibiendo que son más estrechas de lo que a priori se pensaba, se van descubriendo aristas del misterio y, por consiguiente, claves interpretativas que irán llevando al lector a sacar sus propias conclusiones con respecto al crimen.

Una de las relaciones más entrañables de la novela es la que mantiene Mario con Joselín, El Linterna. Se conocen desde hace unos años y se tratan de compadre o viejo. Todos sus diálogos tienen lugar en la celda y, a medida que estos avanzan, van saliendo a la luz sucesos del pasado de Mario que resultarán capitales para entender de dónde proceden las motivaciones homicidas. En síntesis, Joselín ayuda a Mario a recordar y, sobre todo, lo confronta con un espejo de moralidad o de ética en el que Mario comprende que es posible que en el pasado se equivocara. En uno de los diálogos de la novela dejo claro que en la relación entre estos dos personajes hay mucho de la magnífica obra El beso de la mujer araña, de Manuel Puig.

Llegamos al personaje socialmente más aislado y que, sin embargo, soporta el peso de la trama: el inspector Andrés Fariña. Al margen de que El juego de los ególatras sea una obra que entre ciertos sectores de la crítica se calificaría como novela enigma, podría afirmarse que el texto es, además, un testimonio del viaje interior que experimenta el personaje. En este viaje, Fariña va de la mano de Lali, su novia, y de Hipólito Valterra, su superior.

Al comienzo de la obra, nos encontramos a un Fariña consciente de que está aún verde para la investigación de un homicidio. Además, desde su punto de vista, dado que es natural de la Península, los palmeros no terminan de aceptarlo y acogerlo del todo. Lali es de las pocas personas que lo hacen sentirse bien en la isla. Sin embargo, el amor y la admiración que siente Fariña por esta mujer se convierten en un arma de doble filo, pues sacan a flote sus insatisfacciones, sus deseos incumplidos y sus frustraciones. Es muy posible que sus debates amorosos internos lo lleven a intuir que se está enamorando, o cuando menos encariñando, de otro personaje femenino de la obra. Y esto agudiza su depresión.

En cuanto a la relación de Fariña con el comisario Valterra, conviene puntualizar un par de aspectos. En primer lugar, la interacción entre ellos sirve para caracterizar mejor a los personajes, sobre todo a Valterra. Este se presenta como un superior autoritario, que no admite réplicas ni sugerencias y, sobre todo, que no tolera que le digan cómo tiene que hacer su trabajo. Al principio de la novela vemos claramente la naturaleza de la relación entre el comisario y el inspector:

«Hipólito Valterra, el comisario, era un cincuentón corpulento. Lucía un bronceado impecable, que se veía reforzado con el blanco de su camisa. Con el cabello engominado, peinado hacia atrás, y con un bigote espeso que le cubría casi la totalidad del labio superior, proyectaba una imagen que lo hacía parecer de otra época. Era más bien inflexible con los subordinados. No admitía réplicas, y aquel inspector, que no hacía mucho había sido trasladado desde la Península, lo sacaba de quicio con su cara de niñato sabelotodo».

En segundo lugar, Valterra encarna uno de los temas que están presentes en la novela: la inconsistencia de la realidad. Está inspirado en una de mis épocas preferidas de la literatura, el Barroco. En El juego de los ególatras, la realidad tiene diversas caras, y cada una de ellas va saliendo a la superficie como la más plausible en función de la interpretación que haga Fariña de los datos y de la influencia que ejerza en él el discurso de Valterra. Tras una conversación entre ellos, Fariña piensa lo siguiente:

«Al final, iba a resultar que el comisario tenía razón: estaba lleno de prejuicios y se dejaba engañar fácilmente, como un niño estúpido e ingenuo. Con este caso experimentaba una sensación muy parecida a la de atravesar un túnel estrecho y oscuro. Al fondo, podía distinguir una luz, era tenue pero desprendía un calor abrasador. Debía encontrar salidas laterales que impidieran que acabase consumido por el fuego. Pero no las encontraba. Por más que se esforzaba, cuando creía que había encontrado una, se daba de bruces contra la pared. El túnel lo había construido Valterra y la hoguera era el cadalso de Berriel».

 

VJHC. La obra vuelve sobre algunos tópicos de la novela negra: el pasado de abandono que había sufrido el inspector Andrés Fariña, el pasado ruidoso del artista Mario Berriel, el alcoholismo, que azota a algunos de los personajes principales, la adicción a las drogas de otros, o la prostitución. ¿Siguen vigentes como elementos meramente ambientales o se trata de aspectos verdaderamente funcionales? 

ESH. Creo que podría afirmarse que se trata de ambos casos. Desde los grandes maestros del género, Dashiell Hammett y Raymond Chandler, la literatura policíaca o negra ha ido construyendo una identidad propia que la caracterice y la diferencie de otros géneros. Y esta identidad pasa por unos detectives peculiares y unos ambientes decadentes y acuciados por el vicio y la corrupción. Recordemos a un Philip Marlowe (creado por Chandler), bebedor, fumador, cínico, pesimista...; a la ciudad de Personville (de Cosecha roja, de Hammett), corrupta hasta sus cimientos. Si exploramos obras actuales, como, por ejemplo, Esperando al diluvio, de Dolores Redondo, vemos a un detective enfermo gravemente del corazón, con dificultades para mantener una relación amorosa y obsesionado hasta límites insospechados con un asesino en serie. En la novela de Víctor del Árbol que he mencionado previamente, Nada en esta tierra, el detective padece un cáncer fulminante y oculta un pasado traumático que tiene que ver mucho con su investigación en el presente.

Es verdad que en El juego de los ególatras el alcoholismo, la drogadicción, la corrupción, el pasado atormentado... sirven de ambientación, caracterizan a la novela como propia del género negro y, además, son elementos funcionales de vital importancia en la trama. Antes me referí al viaje interior del detective protagonista; la desazón interna que experimenta le hace entender progresivamente el funcionamiento de una mente perversa. En un momento de la investigación, Fariña decide desconectar y se toma una cerveza en la plaza de Los Llanos de Aridane. Mientras lo hace, su atención se ve atraída por un matrimonio joven con un bebé:

«De repente, comprendió por qué se había fijado en el matrimonio con el bebé. Retrocedió a su infancia. A Peroxa era un pueblo de poco más de tres mil almas cuando nació, anónimo, olvidado, apenas un recuerdo de un pasado que vio algo de esplendor. Los días transcurrían grises en aquella Galicia que tenía más de leyenda que de real. En ciertos aspectos, los bosques de La Palma le recordaban a los que había ido descubriendo mientras crecía. Los árboles eran libertad. El río era libertad. Su casa era un infierno».

El alcoholismo es importante en la novela porque refuerza el tema de la fragilidad de la realidad que comenté anteriormente. Era tal la borrachera de Mario, que no sabe exactamente lo que ocurrió la noche con la que arranca la novela; de hecho, cuando se encuentra con Joselín en la celda, le dice que cree que ha matado a Esther. En otra conversación con El Linterna, retrocede al pasado y confiesa que, a causa del alcohol, le da la impresión de que se pasó una noche durmiendo al lado de un muerto, pero no lo podría precisar con claridad.

VJHC. ¿Qué nuevos proyectos de creación tienes pendientes? 

ESH. El principal proyecto es vivir, que no es poco. Desde que terminé El juego de los ególatras no me he sentado a escribir con fundamento una nueva historia. Crear una novela es una actividad muy agotadora, pues la historia se instala en tu cabeza y sientes la necesidad, a todas horas, de desarrollarla. Esto tiene el peligro de que puede llevarte a descuidar otros aspectos de la vida personal o profesional. Lo único que he escrito en estos últimos tiempos son algunos cuentos, ya que no suponen un esfuerzo tan grande como una novela.

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