Rosalía y Santa Teresa

Santa Cruz de La Palma —

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La primera vez que vi la frase fue en el metro de Madrid, un martes por la tarde: una sudadera blanca, letras negras bien gordas:

DIOS ES UN STALKER

La llevaba una chica de unos veinte años, auriculares enormes, móvil en la mano. Por el siseo que se escapaba de sus cascos pude reconocer la melodía: Rosalía. “LUX”, el disco nuevo. El vagón entero olía a desodorante barato y a fin de civilización; ella, en cambio, parecía bastante tranquila.

—¿No te da miedo ir así? —le preguntó su amiga, señalando la frase de la espalda.

—A mí me daba más miedo Hacienda —respondió, muerta de risa.

Tomé nota mental. Yo, que llevo medio siglo oyendo que la religión está muerta mientras veo que la gente se santigua tres veces antes de abrir la factura de la luz, estas escenas me interesan.

Nos vendieron la historia así: Europa se seculariza, las iglesias se vacían, los jóvenes dejan de creer y la religión se repliega a los pueblos y a las abuelas. Estudios y más estudios hablan de “dramático declive de la religiosidad”, descenso de bodas religiosas, desplome de la asistencia dominical, etcétera. Durante décadas, en muchas facultades se convirtió casi en dogma la idea de que la religión, tarde o temprano, desaparecería. Como los teléfonos fijos, pero con más culpa. Sin embargo, las cosas se han torcido un poco. Sí, las iglesias siguen vacías en muchas ciudades. Pero la gente sigue rezando. A veces se llama “meditación guiada”. Otras, simplemente “manifestación”. Y ahora también se llama “streaming de Rosalía”.

Ahí está el problema: el cadáver de la religión en europea se resiste a cumplir con el parte de defunción. Y, como todo cadáver mal enterrado, tiende a reaparecer en los lugares más inconvenientes. Por ejemplo, en los trending topics.

Para intentar entenderlo, me fui al lugar más razonable: una biblioteca. Pedí a Santa Teresa de Jesús. Papel, tinta, nada de Spotify Premium. Abrí por uno de los poemas más famosos:

“Vivo sin vivir en mí,

y tan alta vida espero,

que muero porque no muero“.

Ahí estaba, siglo XVI, describiendo con una precisión casi clínicamente moderna la ansiedad de no saber dónde encajar, el desajuste permanente entre la vida que uno tiene y la vida que sospecha que existe en otra parte. Pero lo llamaba “mística”, no “crisis de los treinta”. Santa Teresa no edulcora nada: habla de una herida de amor que atraviesa el cuerpo, de un deseo tan grande que vivir se le hace insuficiente. Es radical, física, casi escandalosa.

Si uno olvida un momento las estampitas y la imaginería naíf, suena más a diario íntimo que a libro de piedad. Pasé a San Juan de la Cruz: “Noche oscura”, “Llama de amor viva”. El hombre describe una noche en la que sale de casa a escondidas para encontrarse con el Amado, habla de una “llama” que hiere, quema, transforma y salva a la vez. No parece precisamente el lenguaje de un funcionario religioso; es la voz de alguien para quien Dios no es una idea, sino un peligro. Apunté en la libreta: Teresa y Juan: dos tipos muy peligrosos que hemos domesticado a fuerza de manual escolar.

Rosalía entra en escena (y en misa)

Después de tres años de silencio discográfico, la catalana aparece con LUX, un álbum que se presenta, sin rubor, como un fresco musical sobre Dios, la fe y las vidas de mujeres santas. Catorce idiomas, orquesta, canto lírico, rumba, electrónica y una imaginería que haría sonrojar a más de un teólogo aburrido. En una entrevista reciente, decía algo así como: “Dios me ha dado mucho; lo mínimo era hacerle un disco”. Como excusa artística, desde luego, no está mal. Las canciones se titulan cosas como “Mio Cristo piange diamanti”, “Reliquia”, “Divinize” o “Dios es un stalker”, y muchas de ellas se inspiran en hagiografías de santas católicas o figuras espirituales de otras religiones. El resultado es una especie de misa barroca del siglo XXI: Cristo llora diamantes, Dios acecha como una presencia obsesiva y el amor suena igual de peligroso que en los poemas de San Juan. Solo que ahora hay beats y un lyric video en YouTube.

Lo realmente provocador no es que Rosalía hable de Dios, sino que lo haga en serio. No como adorno ni como metáfora difusa, sino como personaje central. En una industria que prefiere la espiritualidad genérica —un poco de yoga aquí, algo de astrología allá, algo de budismo más allá—, dedicarle un disco entero al Dios de aquí, al de las abuelas y las procesiones, tiene algo de bofetada.

Y no solo a los incrédulos, sino también a los creyentes acomodados.

Para contrastar impresiones hablé con un viejo amigo ingeniero industrial. Oficialmente se dedica al “tráfico”, lo que significa que pasa la mitad del día pensando en cómo hacer que los coches circulen y la otra mitad convencido de que la humanidad no tiene arreglo.

Quedamos en WhatsApp (¡Cómo no!). Le resumí la jugada:

—Teresa, Juan, Rosalía, mística pop, Dios en Spotify. ¿Qué te parece?

Frunció el ceño, emoticono, con esa seriedad que reserva para las rotondas mal diseñadas.

—A mí estas cosas me dan miedo —dijo—. Eso de los nuevos líderes espirituales. Hoy es Rosalía, mañana será un influencer de TikTok recetando penitencias por suscripción.

—Pero si el disco ni siquiera es fácil —repliqué—. No es música de ascensor espiritual. Dura una hora, mezcla idiomas y es deliberadamente raro.

—Precisamente. El problema no es que sea raro. El problema es que funcione.

Su reacción no era única. El álbum había puesto nerviosos a obispos, críticos musicales y militantes ateos a la vez. Unos por miedo a que el mensaje religioso quedara diluido en estética; otros, por miedo a que, contra todo pronóstico, la fe volviera a ser tema de conversación entre chavales de veintipocos.

Mi amigo y yo seguimos discutiendo un rato. Él temía un nuevo ciclo de fanatismos con autotune; yo temía algo aún peor: otra década de cinismo sin fisuras, de esas en las que está prohibido hacerse preguntas demasiado grandes porque arruinan el brunch.

La semana siguiente entré en una parroquia de barrio un martes por la noche. No era para misa: era un encuentro de Hakuna, ese movimiento católico juvenil que ha conseguido llenar auditorios con conciertos en los que se mezcla adoración, guitarras y letras que no se esconden: Jesús, cruz, gracia, todo explicitado sin complejos.

En su web se definen como “jóvenes que, a través de la música, queremos contar una verdad que llevamos muy dentro”. No hablaban de “energía”, “universo” ni “vibraciones”: hablaban de Dios. Así, sin cursivas.

Lo que me sorprendió no fue la fe —eso ya se esperaba— sino el estilo: estética cuidada, merchandising, discos en Spotify, gira por varios países. Y, sobre todo, un público que, hace diez años, habría jurado que estaba vacunado para siempre contra cualquier cosa que oliera a iglesia. No parecían manipulados ni lobotomizados. Cantaban, reían, algunos lloraban discretamente. Si uno se abstraía un poco, podría haber sido un concierto indie cualquiera, solo que el objeto del entusiasmo no era una banda, sino un Dios concreto, un Dios personal.

Empecé a notar un patrón: una superestrella global hace un disco místico, un movimiento juvenil católico llena salas, TikTok resucita himnos existenciales de hace treinta años, y, mientras tanto, los estudios insisten en que Europa se seculariza sin remedio. Algo no encajaba. O quizá encajaba demasiado bien.

Para terminar el puzzle me faltaba una pieza: 4 Non Blondes. En 1993, Linda Perry grita desde un tejado: “And I pray, oh my God, do I pray. I pray every single day for a revolution”.

Reza. No por aprobar oposiciones ni por un coche nuevo: por una revolución. La canción, “What’s Up?”, se convierte en himno generacional y, treinta años después, vuelve a resucitar gracias a un mashup en TikTok que mezcla su estribillo con Nicki Minaj. La adolescencia global vuelve a gritar: “What’s going on?”.

Linda Perry nunca fue icono cristiano. Más bien todo lo contrario: activismo LGBTQ, estética alternativa, un pie en el rock y otro en la protesta. Y, sin embargo, en el corazón de su canción más famosa, lo que hay es una plegaria. Si se escucha con atención, “What’s Up?” y LUX comparten algo incómodo: ambas admiten que la cabeza no basta. Hay un resto de realidad con el que no sabemos qué hacer, salvo cantar y rezar a medias.

Y de pronto, Santa Teresa ya no está tan lejos. Ella también confundía rezar con protestar. Su “muero porque no muero” es, a su modo, ¿un “What’s going on?” del siglo XVI?

Todo esto podría despacharse como anécdota: una popstar mística, un movimiento juvenil algo hipster y una vieja canción reciclada por TikTok. Es tentador reducirlo a marketing espiritual, nostalgia y algoritmos. Pero hay algo más hondo, y conviene decirlo claramente: La necesidad de lo religioso —de estar religados a algo o a alguien— no ha desaparecido. Solo ha cambiado de escenario. Los sociólogos llevan años señalando un fenómeno curioso: baja la asistencia a la iglesia, se derrumba la práctica formal, pero la creencia en “algo” no desaparece. Muchos europeos “creen sin pertenecer”; otros ni creen ni pertenecen, pero siguen construyendo pequeños altares cotidianos: al cuerpo, a la carrera, a la pareja, al propio yo. En ese contexto, parece casi lógico que la literatura mística de Santa Teresa y San Juan resulte sorprendentemente actual. Ellos hablaron con brutal honestidad de lo que supone dejar que Dios se meta en medio de la vida: descoloque, dolor, deseo, alegría y una especie de incendio controlado en el centro del pecho. Rosalía, desde otro lugar y con otro lenguaje, está intentando algo parecido: meter a Dios —y a las santas, y a la culpa, y a la gracia— en medio del ruido pop, sin reducirlo a postureo, pero tampoco sin renunciar al espectáculo. LUX es, entre otras cosas, un experimento arriesgado para ver si la pregunta “¿Qué demonios hago con Dios?” puede formularse en Spotify sin provocar alergia masiva.

Hakuna y compañía, por su parte, demuestran que una parte de la juventud no tiene problema en cantar “Jesús” a pleno pulmón si se siente tomada en serio, estética y vitalmente. No es un regreso a la cristiandad de antaño, sino algo más extraño: una mezcla de fandom, comunidad y liturgia. Y mientras tanto, Linda Perry sigue gritando desde 1993, recordándonos que incluso las generaciones supuestamente más “progresistas” o “deconstruidas” tuvieron, y tienen, la costumbre de rezar a escondidas.

Vuelvo al metro, unas semanas después. Otro vagón, otro grupo de chicos. Esta vez no llevan sudadera religiosa, sino camisetas de grupos que aparentan blasfemar más que rezar. Y, sin embargo, casi todos llevan colgado del cuello un crucifijo diminuto, más accesorio que símbolo, pero ahí está.

Pienso en mi amigo, el de tráfico, preocupado por los nuevos líderes espirituales. Y reconozco que su miedo tiene algo de profecía: nunca ha sido buena idea convertir en gurús infalibles a artistas, futbolistas o influencers.

Pienso también en mi propio miedo, más silencioso: el de una Europa tan cansada y tan irónica que acabe anestesiando incluso la sed de sentido. Una Europa que, por no parecer ingenua, se niega a pronunciar cualquier palabra que no pueda reducir a broma o a etiqueta.

Entre esos dos miedos caminan, como equilibristas, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Rosalía, Linda Perry, Hakuna y todos los que, a su manera, se atreven a decir: “sigo buscando algo que no cabe en mis planes”.

No sé si estamos ante un “resurgir cristiano” o ante una última sacudida antes del apagón espiritual definitivo. Los sociólogos discrepan, la jerarquía eclesial no sabe si alegrarse o preocuparse, y los community managers hacen lo que pueden para poner hashtags a algo que no entiende bien nadie.

Lo que sí sé es esto: si quieres medir la temperatura religiosa, ya no basta con contar misas ni procesiones. Hay que entrar en las playlists, en los karaokes, en las bibliotecas olvidadas y, a veces, en una parroquia un martes por la noche.

Allí, entre la voz rasgada de Linda Perry, la llama abrasadora de San Juan, el “muero porque no muero” de Teresa y un Cristo que llora diamantes en boca de Rosalía, aparece una certeza incómoda: el ser humano sigue siendo profundamente religioso, incluso cuando jura que ya no cree en nada. Llámalo sed de absoluto, nostalgia de Dios o simple manía de hacerse preguntas demasiado grandes. Pero mientras haya alguien que se atreva a cantarlas, con guitarra, con orquesta o con auto tune, será prematuro dar por enterrada la fe en esta “Puta y Vieja Europa”. Y sí, quizá el final del mundo se acerque. Pero, si llega, es muy probable que nos pille como a la chica de la sudadera del metro: con auriculares puestos y Dios es un stalker sonando a todo volumen, y un coro improbable de místicos, pop stars y roqueras noventeras preguntando al unísono:

—Hey… what’s going on?