Espacio de opinión de Canarias Ahora
Un hogar que cobija mientras la vida se recompone
Cerrar una etapa como acogedora de M. es, para mí, un ejercicio profundo de honestidad emocional. No existen palabras que alcancen a describir lo que supone abrir la puerta de casa y del corazón a un bebé de apenas veinticinco días de vida, frágil, absolutamente dependiente y con una historia que acababa de comenzar, pero que ya necesitaba protección. Tampoco es sencillo explicar lo que implica acompañarlo mientras se trabaja, con tiempo, cuidado y responsabilidad, la reconstrucción de un vínculo tan esencial como el de una madre y su hijo. Pero sí hay una certeza que atraviesa todo el proceso: este camino ha tenido sentido, ha sido necesario y ha cumplido su propósito.
M. llegó a mi vida siendo casi un recién nacido. Llegó cuando aún no había horarios, ni rutinas, ni palabras; solo llanto, piel, brazos y presencia constante. Llegó en un momento vital en el que el cuidado no admite espera ni distancia, y en el que la función protectora se expresa, sobre todo, a través del sostén físico y emocional continuado. Desde ese primer día, el acogimiento significó para mí ofrecer seguridad, regular, atender y responder, para que pudiera crecer sabiendo que el mundo podía ser un lugar predecible y seguro.
Con el paso del tiempo, fueron apareciendo las rutinas, las tímidas sonrisas, los primeros vínculos conscientes, las miradas que buscan y reconocen. En mi hogar, que siempre supe transitorio, M. encontró un espacio donde desarrollarse sin reservas, donde sus necesidades fueron atendidas de manera constante, sin ocupar un lugar que no le correspondía, pero sí cumpliendo una función imprescindible: garantizar su bienestar mientras su madre podía recorrer su propio proceso. Ese es, en esencia, el sentido técnico y ético del acogimiento familiar, especialmente cuando se produce desde etapas tan tempranas de la vida.
Nunca entendí el acogimiento como una sustitución, sino como un acompañamiento. Mi papel no era reemplazar a su madre, sino cuidar mientras el vínculo principal se fortalecía. Cada avance de ella, cada paso que daba para poder ejercer plenamente su maternidad, lo vivía como una buena noticia, aun cuando sabía que cada logro acercaba el momento de la despedida. Porque desde el inicio tuve claro que el objetivo no era que M. se quedara conmigo, sino que pudiera volver a su hogar en las mejores condiciones posibles.
Querer a un niño al que he cuidado desde casi su nacimiento sabiendo que se irá es, probablemente, uno de los actos de amor más complejos que he vivido. Implica darse de verdad, crear un apego seguro y, al mismo tiempo, sostener la claridad de que ese vínculo es temporal. Es un amor que no se apropia, que no compite y que no sustituye, sino que prepara. Y cuando ese día llega, el corazón se llena de emociones que conviven sin excluirse: orgullo, tristeza, alivio, gratitud y una ternura serena.
La despedida de M. no ha sido una ruptura para mí. Ha sido una transición cuidadosamente acompañada. El cierre coherente de un proceso de protección bien trabajado. Mirarlo marchar, sabiendo que vuelve con su madre, a su lugar legítimo, a su historia y a su identidad, ha sido profundamente reparador. Poder decir, desde la emoción y desde el rigor, que está exactamente donde debe estar, le da sentido a todo lo vivido.
Ya ha pasado un mes desde que M. volvió con su mamá. En este tiempo hemos mantenido el contacto: hacemos videollamadas y nos vemos los fines de semana. Estos encuentros no responden a una necesidad mía, sino al respeto por sus tiempos y a la importancia de que la transición se produzca sin quiebres innecesarios, priorizando siempre su bienestar y su seguridad afectiva. Acompañar también es saber estar sin invadir, sostener sin interferir y retirarse sin desaparecer.
Porque sí, hay un vacío. Hay días en los que la casa se siente demasiado silenciosa y en los que los ritmos cotidianos recuerdan su ausencia. Esa vivencia forma parte del acogimiento y no debería ocultarse. Pero junto a ese vacío queda algo profundamente valioso: la certeza de haber sido un lugar seguro en un momento crucial de su vida, de haber ofrecido estabilidad cuando más la necesitaba.
Acoger a M. ha sido acompañar sus primeros pasos vitales, su crecimiento, su confianza básica en el entorno. Ha sido sostener, día a día, la responsabilidad de cuidar sin poseer. Ese aprendizaje no se pierde. Esa transformación no se deshace. Ese vínculo, aunque ahora ocupa otro lugar, permanece de forma serena y respetuosa.
Hoy M. está con su mamá, donde debe estar, donde merece estar, donde puede construir su historia con raíces propias. Y ese resultado es, para mí, el mayor éxito posible. No es solo un cierre emocional; es la confirmación de que el acogimiento familiar, cuando se ejerce desde su esencia protectora y reparadora, funciona. Se cierra una etapa, sí. Pero lo vivido queda. Y queda también la convicción de que acompañar a un niño, desde casi su nacimiento, en su tránsito de vuelta a casa, es una de las experiencias más profundas, exigentes y humanas que se pueden vivir.