''Vendería mi alma al diablo por sacar los huesos''

La memoria de Martín Sosa es una foto. Una imagen de 1941 rescatada digitalmente y cubierta de la pátina lustrosa de un cristal nuevo. Los colores no son los mismos. El blanco y negro se ha despojado del sepia que dejan los reactivos caducados. Sus recuerdos andan igual: imágenes gastadas con el tiempo y traspasadas por el discurso fabricado de este siglo para pedir a las autoridades “que hagan algo”. Martín es uno de los familiares de los 27 desaparecidos de Agaete cuyos restos se presume que están esparcidos en la Sima de Jinámar: “Vendería mi alma al diablo por sacar los huesos que hay, como hicieron los de Arucas”.

En la fotografía no aparece, pero ahí está Juana, su madre, “siempre triste” desde que a su marido lo arrancaron dos hombres de la cama y lo sacaron a rastras. “Era un hombre fuerte, se lo tuvieron que llevar entre dos”, dice. Martín, de 77 años, tenía entonces dos. Corría 1937 y aquella noche a él le robaron a su padre: “No lo conocí”.

Al día siguiente, cuando Juana bajó al cuartel de San Francisco a preguntar a la Guardia Civil qué había sido de su marido, la respuesta que recibió cambió la topografía del lugar, Vecindad de Enfrente. “Le dijeron que ya se lo llevaron para arriba, a la Sima”, cuenta Martín. El sitio pasó a conocerse como el Valle de las Viudas y Juana, de veintipocos años, y con siete niños a cargo, ya no dejó de llorar.

“Te voy a contar una vida que no la quiero dejar a nadie”. Así comienza su relato. Una impostura ensayada que no deja de ser real. La Sima de Jinámar es uno de los cinco lugares que el Gobierno de Canarias reconoce como fosas de la Guerra Civil. De los 88 desaparecidos entre en el norte de Gran Canaria, solo se han rescatado los restos de 24. Los demás siguen enterrados bajo tierra, barro y escombros. Tras la apertura del pozo del Llano de las Brujas, el Cabildo grancanario ha aprobado, a raíz de una moción presentada por la oposición, una partida de 6.000 euros para iniciar los trabajos en el Puente de Tenoya. La Sima, que puede ser la próxima, lleva esperando décadas. La insistencia de la Coordinadora de Memoria Histórica (CMH), que agrupa varias asociaciones, ha hecho posible que en breve comience la identificación de los primeros restos rescatados y conservados desde los setenta en el Museo Canario.

“Me quedan pocos años”, reconoce Martín, “quisiera ver que los políticos hicieran algo, que yo sé que no hay dinero para nada. Que hagan algo como hicieron con los de Arucas”. Es su obsesión: el reconocimiento, “un homenaje”. “Yo fui a lo de Arucas [el acto de entierro de los restos identificados] y vi a un chico que llevaba la bandera republicana. Lo hacía por el abuelo, pero él llevaba ahí ya sus huesos y yo no hacía más que mirarle para ir a quitarle los huesos y traérselos a mi madre y decirle: 'Madre, aquí tienes, ya lo encontré”.

Según Jesús Cantero, espeleólogo y miembro de la asociación Franchy Roca, integrada en la CMH, el próximo paso será instalar una maya que proteja la apertura de la Sima de los residuos que se han ido arrojando allí durante años y marcar el lugar con carteles de recuerdo a lo ocurrido. “De tantos como hay del valle, encontrar uno”, es lo que pide Martín. Enmudece cuando se le menciona la imagen de un cráneo con la marca de un agujero de bala.

El escepticismo sobre la historia oral pesa como una losa. Pasó en Arucas y pasa en Agaete, de ahí la parálisis institucional en los años de bonanza económica. “Allí está mi casa, ¡qué va a ser mentira!”, se nerva Martín. Los ojos, pequeños y azules, se convierten en cristales. “Recuerdo mi casa, he ido allí y está la mesa en la que comíamos todos, me he sentado en esa mesa”, rememora, “mi madre me ponía en el rincón, mirando para la pila, donde estaba ella con el cucharón”.

Cuenta el niño de siete años de la fotografía que a su padre se lo llevaron por tener trabajo como agricultor para los Manrique de Lara en la Casa Roja. “Trabajo fijo”, dice. Cuando desapareció a su madre solo le quedaban los paseos por Tamadaba para recoger sacos de piñas que cambiaba por pan y por café: “Pasamos mucha hambre”. Hambre y entereza. “Siempre, de chiquitillo, vi a los enemigos, a los que se llevaron a mi padre”, dice, “los veía pasar delante de mi”.

“Yo no pude ver a Franco”, se reafirma. Y pide disculpas por si sus palabras ofenden: “Me hizo mucho daño. Yo no le deseo mal a nadie, pero no lo perdonaré, que el Señor le perdone si quiere”. Así anda la memoria de Martín, entre el recuerdo y la lógica: “Yo no sé cómo pasó eso allí, no me lo explico”. Se pregunta cómo el Gobierno de España pudo deshacerse de unos hombres que consiguieron levantar un pueblo y un valle: “A unos señores que hacían algo por la nación no se les puede matar”, reivindica, “hace 60 años que vengo dándole vueltas a la cabeza y no me salen las cuentas, porque aquella madre murió llorando y no hay derecho a arrancarle la vida”.

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