Directos al abismo: chantaje vs. boicot
Afirman los psicólogos que la mejor forma de predecir el comportamiento futuro es echar un vistazo al comportamiento pasado. Guiados por ese razonamiento tan sencillo, lo que ocurrirá mañana en el pleno del Congreso de los Diputados resulta fácil de adivinar: vamos directos hacia el choque de trenes entre el principal partido del Gobierno y el principal partido de la oposición, y la víctima del encontronazo puede ser el decreto que regula el estado de alarma, que corre peligro de ser invalidado por la fuerza de los votos en la Cámara Baja. Por un lado, el presidente ha perdido valiosos apoyos que hicieron posible su investidura, cuestión que debería hacer meditar un poco a Pedro Sánchez sobre la validez de su método de diálogo político durante las circunstancias excepcionales de esta pandemia vírica; por otro, la oposición no tiene la menor intención de acudir al rescate del jefe del Ejecutivo, por más que la consecuencia pueda ser un daño incuestionable sobre la capacidad del Estado para regular la respuesta colectiva a un desafío aún vigente, porque el proceso de desconfinamiento de la población apenas acaba de comenzar. Y al final de todo una pregunta: ¿la caída del estado de alarma supondría un riesgo desde el punto de vista sanitario? Los expertos dicen que sí. ¿El fin del desconfinamiento con carácter coercitivo puede costar contagios y vidas? Parece que también. Pero así están las cosas en la política española. Luego hablamos de sentido de Estado, Pactos de la Moncloa y demás imposibles.
El encontronazo de mañana responde a lógicas perfectamente definidas en la trayectoria tanto del presidente del Gobierno, todo un aventurero político, como del principal partido de oposición en España, que a su vez es el gran partido de la derecha española, siempre dispuesto a envolverse en la bandera rojigualda pero mucho menos ávido de colaborar cuando es el gran rival el que ocupa la Moncloa. Simplemente no hay en la hemeroteca precedentes capaces de propiciar un cambio de cultura. Ni en Pedro Sánchez ni en el PP en su conjunto.
Pedro Sánchez siempre se la ha jugado a cara o cruz y con semejantes mañas ha alcanzado la Presidencia del Gobierno tras perder dos elecciones generales consecutivas, ser desalojado de la secretaría general del PSOE, dimitir como diputado, regresar al liderazgo orgánico a hombros de los militantes, alcanzar la Presidencia en una moción de censura y revalidar el cargo también tras dos elecciones generales seguidas, ambas con signo victorioso. Sánchez carece de estímulos para moderar su instinto natural, que es la presión constante sobre socios y adversarios hasta moverlos de su posición, en un ejercicio de táctica permanente que nos permite saber solo una cosa de él: que es un tipo con una capacidad de resistencia a prueba de golpes, sean estos partidarios, parlamentarios, electorales y parece que también pandémicos. Con un poco de empatía política quizá estaríamos hablando de un político muy completo, pero el puño de hierro en guante de seda no está entre las cualidades de Sánchez.
Al PP siempre le ha ido bien pegándole fuego a España cuando las cosas vienen mal dadas y es el PSOE el que ocupa el poder. El mejor precedente hay que encontrarlo en el año 2010, cuando España estaba al borde del rescate y el presidente Rodríguez Zapatero se vio obligado a presentar en el Congreso un plan de recortes en la certeza de quemarse a lo bonzo a cambio de evitar la intervención de España por las autoridades de la Unión Europea. ¿Qué hizo el PP, entonces liderado por Rajoy, en aquella situación? Pues votar en contra, poner a España en claro riesgo de colapso (la votación salió adelante al límite) y beneficiarse un año más tarde del malestar generado por la aplicación del programa de ajuste. Sus estímulos, en las circunstancias actuales, están también muy claros: oposición pura y dura al Gobierno, tanto en el Congreso como a través de las comunidades autónomas, con Madrid en papel estelar. En esta confrontación no valen los matices, porque la política de estos tiempos, ese peligroso deporte de contacto en el que los ciudadanos son espectadores, pero también víctimas de algún puñetazo al hígado, identifica flexibilidad con debilidad. Pablo Casado ha quemado las naves, y lo ha hecho a propósito: ya no tiene margen para revisar su posición, la tentación de comportarse como un líder con sentido de Estado ha sido arrancada de cuajo por él mismo. No hay otra opción que el voto negativo mañana, sin atender a consecuencias y, por supuesto, sin plantear alternativa alguna. Vamos a coquetear con el abismo.
Esta perversa dialéctica, la del chantaje contra el boicot, chantaje al socio y adversario, y boicot a la respuesta coordinada en la lucha contra una pandemia que se ha llevado la vida de 25.000 conciudadanos, es la que domina el panorama político español en estos tiempos dramáticos. Con seguridad, Casado y Sánchez mantendrán el pulso hasta el final, es lo único que podemos tener claro en las horas previas. Luego el presidente del Gobierno tendrá una última carta en tiempo de prórroga, porque a fin de cuentas dispone del BOE, esa formidable herramienta en tiempos excepcionales. Quizá opte por otra vuelta de tuerca con un nuevo estado de alarma vía decreto, capaz de hacerle ganar tiempo, pese al dudoso encaje legal de esta medida. Dos semanas más para esta ruleta rusa en la que unos ponen las balas y el país entero pone la sien.
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