Ojos que no ven…

Nada invisible me es ajeno. Tengo la suerte de poder ver lo que nadie ve: el aura de un ratón, las lombrices bajo tierra, la aurora boreal que sucede tras las nubes, un dolor disimulado o el vacío en los bolsillos. 

Una cualidad que me viene de familia. Salta cada tres generaciones y mi madre lo advirtió cuando yo contaba apenas seis años y me quedaba absorto mirando la pared. 

Poseo la facultad de ver lo incorporeo, lo inmaterial. Lo esencial, según Saint-Exupery, es invisible a los ojos. Se lo dice el zorro al Principito en un momento del cuento. Y a mí me pasa lo mismo. 

Todo lo invisible huele igual: a puré de zanahorias. Y da igual si es de noche o de día porque, hasta cuando cierro los ojos al dormir, sigo viendo tras los párpados. 

Aunque lo que peor llevo es ser yo invisible a los ojos de Daniela. La única cuya mirada acabaría con mi poder.