Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Terapia para amaxofóbicos
Desde siempre detesto conducir. Cuando era chica jugábamos entre las piedras que rodean nuestras casas a lo que nos alcanzaba la imaginación. Hacíamos casitas debajo de los brezos y las jaras, ventitas donde comprar y hasta coches. Había una piedra, que hoy está junto a la esquina suroeste de mi casa, que se prestaba para hacer de coche, porque tenía el asiento y el cuadro delantero separados de modo que aquello era sin duda un coche. Por entonces ya apuntaba maneras y pocas veces lo conducía yo. Pero cuando tenía veintiún años y mi hermano ni mal había cumplido los dieciocho, un día llegó mi padre con un notición. Se había enterado de que una autoescuela del pueblo concedía la matrícula gratuita a las primeras cincuenta personas que quisieran sacar el carnet y su imaginación, tal como eran las cosas en esa época, no le dio sino para apuntar a mi hermano. Ahí mismo salté yo, quejándome de por qué no me había apuntado a mí con el mismo trabajo. “Porque tú eres una mujer y yo creí que no te gustaba conducir”. Y no me gustaba, pero algún día tendría que hacerlo, puesto que pronto terminaría mi carrera y también era cuestión de ahorrarnos las diez mil pesetas de la matrícula. Así que, medio a regañadientes, volvió al día siguiente para matricularme.
Después de seis meses y un montón de prácticas que me convencieron de que era capaz de conducir, me saqué el carnet pero nunca me dieron la clásica L por dos razones: una, que ya mi hermano tenía la suya y el coche familiar era lo único a lo que podíamos aspirar. Y dos, porque tal vez intuían que no iba a usarla. Y así fue: en el primer año apenas cogí el coche y un par de años más tarde, una noche de juerga con mis amigas, tuve un accidente que me dejó traumatizada como para estar diez años sin conducir. Desde entonces la amaxofobia se me ha acentuado y si no fuera por la necesidad no cogería el vehículo para nada.
Pero sacar a los hijos adelante es una necesidad y, como detesto conducir, solicité mi trabajo lo más cercano posible a casa o al menos poder esquivar las colas de la TF-5 cada mañana. Pues no, me entendieron al revés y me castigaron mandándome a la capital para que me fogueara en la cola y le tomara el gusto a conducir. ¡Hay que mirar las cosas por el lado bueno!
Mi jornada comienza en Ofra a las 8.15 de la mañana y, como vivo en Icod, haciendo el trayecto normalmente, debería tardar unos cuarenta y cinco minutos. Pero nunca existe ese “normalmente” por las mañanas. Por eso estoy todo el día arrastrándome de sueño pues, si quiero llegar a tiempo, debo levantarme a las 5.40 y salir a las 6.30.
A la hora que salgo de casa no hay coches circulando, como si no se hubiera levantado nadie. Llegas incluso a La Orotava sin encontrar apenas vehículos y a una velocidad normal entre 100 y 120, hasta que, al girar en aquella curva de la Cuesta de la Villa, con suerte, si eres intuitivo, debes frenar bruscamente. ¡Ahí comienza la cola! ¡A las 6.50 y en Santa Úrsula! Y venga a poner primera y a avanzar metro a metro, metiendo las ruedas en todos los agujeros del firme. Parece mentira, cuando vas a gran velocidad, pasas volando por encima de ellos, pero qué difícil es transitarlos cuando vas lento. ¿No sobrará una capita de rodadura por esas consejerías de Carreteras? -ganas de preguntarles en directo a los políticos que entrevistan en la radio a esa hora-. Entran todos los coches de La Quinta; luego, los de La Victoria; luego, los de La Matanza… En El Sauzal perdemos algunos que buscan alternativas, pero ni aun así. Pienso que acabarán taponando otras vías y creando otros cuellos de botella tal vez peores, así que mejor no hago experimentos… Luego, los de Tacoronte… Esta curva ayer no estaba aquí. ¿Dónde se supone que estoy? Ya casi está amaneciendo. No reconozco el camino porque antes no pasaba a tan poca velocidad como para fijarme en estos detalles. ¡Hmmm! Alguien está desayunando huevos fritos. Alguien está fumando. Alguien escucha reggaetón en el coche de al lado. Luego, los de Los Naranjeros… Por la carretera paralela de la derecha me adelanta lentamente el mismo ancianito de ayer. Me habrá reconocido porque me mira como si le resultara familiar. Tal vez si me bajo y voy andando con él, es posible que llegue a tiempo al curro. Definitivamente esto no camina. Me estiro, bostezo y miro de reojo la matrícula del coche de mi izquierda… ¡JHS! ¡Jesús! Lo vuelvo a mirar de frente, incrédula. ¡Esto tiene que ser una señal divina! ¡Que Dios nos ampare! Luego, los de Guamasa… Y de pronto, segunda, tercera, cuarta… En Los Rodeos acelero por fin. Pero otra vez cola en la entrada a La Laguna por el Padre Anchieta. Y cola después en los accesos para el Sur por Las Chumberas. Al menos voy rapidito, a 40 por la autopista. Faltan quince minutos para llegar al trabajo. Pero… cola en el Hospital… ¡Ainsss! Son las 8.20 y ya los alumnos están en las clases. Por fin logro llegar y ya no hay aparcamiento para mí. Todos han ocupado las escasas plazas de parking de mi centro. Toca buscar por ahí y entrar tarde otra vez, cabizbaja, arrastrando mi mochila cargada de libros y de excusas para todos, los superiores, los alumnos… Excusas difíciles de creer: casi dos horas para hacer apenas cincuenta kilómetros.
Otro día les cuento cómo superar la cola desde Icod cuando te abordan las ganas de ir al servicio o se te acaba la reserva de combustible.