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Vuelo inútil de otoño

Una de las ventanas que había nacido para poner fin a la intemperie en aquella terraza elevada hacia la oscuridad de la noche fue la culpable de que a esa hora, con esa negrura cerrada y con silencio tan aplastante de otoño, un folio volara desde la mesa de estudio para tomar tierra junto a las patas de la silla en que ella estaba apostada, con tan mala suerte de que aquel nombre impreso quedara boca arriba, completamente desnudo.

Mariela oyó el silbido afinado de la brisa, sufrió en la piel la frialdad del aire seco que entró sin permiso y en un pispás pudo ver que el giro del papel terminó con cara impresa boca arriba, con ese Pablo bien a la vista.

Nada más digerir el bisílabo, cuestión de milésimas de segundo, se puso a temblar: inquieta, muy inquieta... Cerró con indecisión la ventana, arrimó sus herramientas de trabajo sobre aquella tabla vieja y carcomida y tomó el camino hacia la puerta de entrada. “¡Pablo!, ¡Pablo...!”, no paraba de repetir. “Quizá este pueda ser mi Pablo, y aquella la señal de que él está aquí, de que ha vuelto, de que me espera”, pensaba de forma machacona.

Mariela lo tenía claro; lo tuvo claro en ese corto tránsito por el pasillo. Cuando llegó al salón, comedor y cocina, y también espacio para la tele y la plancha, todo en uno, la duda la había asaltado: “Qué tengo, qué me ocurre, por qué me pasa esto”, despertó del colapso. “Pero si Pablo no está desde hace tiempo y además se fue sin decir nada, ni adiós”, intentó autoconvencerse.

Toda esta parafernalia de pensamientos, prejuicios e indecisiones vivió en la mente de Mariela apenas un minuto, contado desde que aquella hoja inició el viaje y cruzó parte de la estrecha terraza hasta reposar sobre sus pies con mensaje tan fatídico: Pablo.

“¡No puedo más!”, gritó. Pero, como era de esperar, lo anterior sirvió de poco, pues, de mal humor, con hartazgo y con algo de esperanza, se acercó al telefonillo y encadenó la vulgar frase, por repetida: “Pablo, ¿eres tú? ¿Estás ahí? Sabía que...”. La respuesta volvería a ser la misma: silencio y sensación de locura ante el amor no correspondido. Pablo no estaba ni llegaría...

En el otro extremo, en la terraza abandonada por la falsa alarma, la brisa volvía con su majadería de hacer volar las hojas, ya sin nombres con huella de tragedia. Al otro lado, las lágrimas golpean el telefonillo rojo.

*Texto publicado en el libro de cuentos llamado PolicromíaPolicromía

Una de las ventanas que había nacido para poner fin a la intemperie en aquella terraza elevada hacia la oscuridad de la noche fue la culpable de que a esa hora, con esa negrura cerrada y con silencio tan aplastante de otoño, un folio volara desde la mesa de estudio para tomar tierra junto a las patas de la silla en que ella estaba apostada, con tan mala suerte de que aquel nombre impreso quedara boca arriba, completamente desnudo.

Mariela oyó el silbido afinado de la brisa, sufrió en la piel la frialdad del aire seco que entró sin permiso y en un pispás pudo ver que el giro del papel terminó con cara impresa boca arriba, con ese Pablo bien a la vista.