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Pescando con dinamita

David Padrón Marrero

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“Los empresarios creen que están defendiendo la libre empresa cuando declaran que a la empresa no le preocupan 'simplemente' los beneficios, sino también promover unos fines 'sociales' deseables; que la empresa tiene una 'conciencia social' y se toma en serio sus responsabilidades para crear empleo, eliminar la discriminación, evitar la polución y cualquier otra cosa que sea el eslogan de la cosecha contemporánea de reformistas. De hecho, están -o estarían si ellos o cualquier otro se los tomara en serio- predicando el más puro y genuino socialismo. Los empresarios que hablan en estos términos son marionetas involuntarias de las fuerzas intelectuales que han estado socavando las bases de una sociedad libre durante las últimas décadas”.

Así comienza el artículo La responsabilidad social de la empresa es incrementar sus beneficios, publicado el 13 de septiembre de 1970 en el periódico The New York Times. Su autor, Milton Friedman, es uno los máximos exponentes de la corriente de pensamiento económico profesada durante las últimas décadas y Premio Nobel de Economía en 1976. Los planteamientos recogidos en dicho artículo no eran, en absoluto, nuevos en el ideario de Friedman. Ya en 1962, en su libro Capitalismo y libertad, se refirió a la responsabilidad social de la empresa como “doctrina fundamentalmente subversiva”, sugiriendo, además, que en una sociedad libre “existe una y solo una responsabilidad social de la empresa: utilizar sus recursos y comprometerse en actividades diseñadas para incrementar sus beneficios en la medida en que permanezca dentro de las reglas del juego”.

Esta postura dogmática fue el germen de una intensa discusión conceptual. Un debate en el que terminó por imponerse el ideario miltoniano, modificando las placas tectónicas de la economía de libre mercado, especialmente en Estados Unidos. La hipótesis de la supremacía del accionista y la maximización del beneficio como objetivo supremo y único pasa a ocupar una posición dominante en los manuales de referencia en Administración y Dirección de Empresas y en las principales universidades e institutos de empresa de todo el mundo y, con el tiempo, en el ámbito de los negocios y el diseño de las políticas responsables de modelar los marcos institucionales en las que las corporaciones y el resto de agentes nos desenvolvemos.

La consolidación de los planteamientos anteriores coincide temporalmente con la progresiva financiarización de la economía, entendida esta como un proceso que aumenta la importancia del sector financiero y de los intereses financieros en el funcionamiento de la economía. Alimentada por los mismos postulados miltonianos en pro de la desregulación y liberación de los mercados, al complementarse con la hipótesis de la supremacía del accionista, permite entender no solo el dominio absoluto que desempeña actualmente el sector financiero, sino, además, lo extendida que se encuentra la idea de que el único objetivo de la empresa debe ser la maximización del beneficio inmediato, en el muy corto plazo.

Las implicaciones que se derivan de esta forma de entender la naturaleza de la actividad empresarial y el rol de estas organizaciones en la sociedad son evidentes. Incluso si diésemos por válido el supuesto de que la maximización del beneficio debe ser la única preocupación de la empresa, el sesgo hacia el corto plazo y la inmediatez, al dominar el diseño de las estrategias empresariales, ha derivado en una creciente inestabilidad. Una situación que la profesora de Derecho Empresarial y Corporativo en la Universidad de Cornell, Lynn Stout, ha equiparado a la “pesca con dinamita”. La obsesión por el rendimiento financiero inmediato suele traducirse en estrategias empresariales que terminan por lastrar, a medio y largo plazo, los beneficios y los parámetros competitivos de las empresas, llegando a poner en jaque su supervivencia.

La profesora Stout, en su libro El mito de la supremacía del accionista, publicado en 2012, se hace eco de la cada vez más abundante evidencia a nivel empresarial que no solo cuestiona la idoneidad de las estrategias centradas exclusivamente en la maximización del beneficio a corto plazo, sino que, además, invalida la creencia tan extendida que sugiere que las empresas que diversifican su función objetivo están abocadas a ver menguar sus beneficios. Más bien al contrario, la información disponible sugiere que los beneficios suelen ser mayores y más estables en el tiempo cuando las empresas también se preocupan por la satisfacción de sus clientes y proveedores, por crear unas condiciones laborales estables y dignas y se interesan por cuestiones como la conciliación laboral y el impacto medioambiental de su actividad.

En la misma línea se han pronunciado los profesores de Harvard, Michael E. Porter y Mark R. Kramer. En su artículo de 2011, Creating shared value, afirman que la visión clásica de creación de valor para el accionista en el corto plazo es estrecha y ha quedado anticuada. Una forma de entender la actividad empresarial, afirman, que ha derivado en el convencimiento de que “la prosperidad empresarial se está produciendo a expensas del conjunto de la sociedad”. En su lugar, Porter y Kramer proponen crear valor compartido (shared value), un cambio de paradigma que sitúa en el centro del modelo empresarial la utilidad social y los beneficios para el conjunto de la sociedad. Se trata de “crear valor también para la sociedad al abordar sus necesidades y sus retos”. Y ello debe situarse en el centro mismo de la empresa, y no como algo marginal. “No es responsabilidad social corporativa, ni filantropía, ni siquiera sostenibilidad, sino una nueva forma de alcanzar el éxito económico”.

Las consideraciones anteriores van en la misma línea de la propuesta realizada por el filósofo y profesor de Administración de Empresas en la Universidad de Virginia, Edward Freeman, que plantea la necesidad de transitar desde la hipótesis de la supremacía del accionista (shareholder) a otra en la que el foco se ponga en todos los interlocutores o agentes relacionados de manera directa e indirecta con la empresa (los stakeholders).

Las ideas anteriores no deben entenderse, en absoluto, como novedosas. Así, por ejemplo, el economista estadounidense Herbert A. Simon, coetáneo de Milton Friedman y ganador del Premio Nobel de Economía en 1978, fue muy crítico con aquellos que, como el propio Friedman, mostraban una manifiesta obsesión con la optimización, especialmente cuando esta se centraba en un único objetivo. Herbert Simon sostuvo que las corporaciones deben perseguir diversos objetivos, y tratar de hacerlo aceptablemente bien en cada uno de ellos. Una idea que sintetizó en el vocablo satisficing, de difícil traducción al castellano y que resulta de la combinación de las palabras satisfy y suffice.

La estrategia del satisficing presenta numerosas ventajas para los procesos de toma de decisiones de las empresas. La más evidente, sin duda, que permite conciliar un amplio abanico de intereses. Cada propietario o cada accionista puede moverse por motivaciones bien diferentes. Algunos solo se moverán por el rendimiento financiero a corto plazo. No es descabellado pensar, sin embargo, que otros preferirán generar una corriente de beneficios estable a medio y largo plazo. Sin duda, habrá quienes tengan una especial sensibilidad social y se preocupen, por ejemplo, por las condiciones laborales de los trabajadores de la empresa, por colaborar en programas de ayuda social o por invertir en tecnologías de producción respetuosas con el medioambiente. La propuesta de Herbert Simon permite conciliar todas estas opciones, y, tal y como se han encargado de demostrar numerosos trabajos durante los últimos años, esta opción parece rendir mejores resultados en términos de beneficios, tasas de supervivencia empresarial y capacidad de resiliencia.

La consecución de una sociedad más justa, que brinde igualdad de oportunidades y una distribución más equitativa de ingresos y riquezas, que se preocupe por los estándares de calidad democrática y la sostenibilidad ambiental, pasa por la superación de los discursos miltonianos dominantes y los movimientos inerciales resultantes. La creciente disponibilidad de bases de datos de empresas y la proliferación de trabajos académicos que se han encargado de analizarlas, al apuntar que la legítima búsqueda del beneficio económico no está necesariamente reñida con la consecución de eso que llamamos el bien común, puede ser un elemento de gran ayuda en esta tarea de construir relatos alternativos ilusionantes y bien fundamentados, que no se levanten exclusivamente sobre consideraciones de naturaleza ética o filantrópica, o que solo sean castillos en el aire generadores de más desilusión.

Otra buena noticia es que este anhelo de cambio es compartido por una proporción cada vez mayor de la ciudadanía, y especialmente entre los millenials, lo que resulta aún más esperanzador. Encuestas y estudios realizados recientemente por diversas organizaciones y empresas (Nielsen, Morgan Stanley, The Economist, World Economic Forum) apuntan a la consolidación de importantes cambios culturales en la forma de ver la economía y la empresa. Frente a los planteamientos dominantes entre las generaciones precedentes, para las que el negocio y el deseo de hacer el bien eran canalizados por vías diferentes, para los millenials ambas esferas están estrechamente relacionadas.

Estos cambios están forzando a que un número creciente de empresas se involucren en el desarrollo de estrategias que interioricen aspectos sociales y de sustentabilidad. De esta forma se han ido abriendo paso fórmulas alternativas, que interpretan la economía y el rol de las empresas de manera diferente. La Economía del Bien Común, la Economía Colaborativa, la Economía Circular o la Economía Azul son solo algunos ejemplos que se han sumado recientemente a otros planteamientos previos similares, y a las que el economista Ruben Suriñach se ha referido como “economías transformadoras”, pues el común denominador es precisamente su aspiración a transformar el modelo actual. Una pretensión, conviene remarcarlo, que no se levanta exclusivamente sobre consideraciones éticas o morales, sino, además, por cuestiones de eficiencia y competitividad.

*Profesor contratado doctor en el Departamento de Economía Aplicada y Métodos Cuantitativos de la Universidad de La Laguna. Investigador del Centro de Estudios de Desigualdad Social y Gobernanza (Cedesog) de la misma universidad.

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