Que los medios de comunicación de masas –y el periódico grancanario La Provincia fue, además, portavoz de esperanzas- representan un papel -más que importante, trascendental- en la sociedad moderna es algo que, por su obviedad, no necesita justificarse. Pero ya con exceso –televisión- los programas que penetran con triunfante agresividad en vidas íntimas triunfan sobre otros porque están en la línea de la trasgresión, del límite entre lo estético y lo vulgar, si bien es cierto que destacan porque hay cliéntulas, personas más interesadas en comportamientos ajenos. La radio no tiene la imagen de la televisión, por lo que ha de estructurar sus programas de manera más impactante, más variada, y no puede detenerse durante tres horas, por ejemplo, en la explotación del mismo tema porque sus oyentes (o escuchantes, como se oye hoy) no lo soportarían. Pero es ágil, inmediata, penetra con rapidez instantánea en hogares, en viajes, en los paseos de las primeras madrugadas por la Avenida Marítima. Es el periódico el medio comunicativo más relajado, en el cual el lector puede entrar cuantas veces lo considere para releer aquello que le interesa. Y los periodistas de la prensa escrita saben que no pueden, que no deben ser simplemente los notarios de aquello que el ciudadano ha visto en la televisión o ha oído en la radio. Han de ir más allá, han de mostrar a los demás lo que hoy -igual que hace cuatro décadas- es absolutamente imprescindible: que están atentos al poder, que son los que pesquisan o indagan, los rigurosos vigilantes. Aquello que, por ejemplo, dijo el actual señor presidente del Gobierno de Canarias cuando se le preguntó hace pocos días por los cuarenta años del periódico (“Hubo una época en que La Provincia no me dejaba vivir”) ejemplifica la misión actual de este periódico. Si en noviembre de 1975 una pesada losa aisló definitivamente a quien había conseguido el secuestro de las acciones públicas -mas no de las ideas-, bien es cierto también que su muerte natural significó el segundo entierro de una concepción ajena al común de la ciudadanía. El entierro del general fue acompañado en sus responsos -desde mucho antes de la sepultura- por palabras que ya venían hablando de libertades, de justicia social, de poderes populares, de representaciones democráticas. Y fueron palabras que ya se escribían –o se interpretaban, o se sobreentendían- en revistas (Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, Cambio16, Sansofé) o periódicos que desde la ilegalidad (Mundo Obrero) o desde la calle pública (La Provincia), hacían reverdecer las primaveras que todos anhelábamos, secuestradas hasta aquellos momentos. Palabras, pues, que salían de las voces y de los puños de quienes hicieron con la juventud y con el periodismo un ilusionante campo de batalla que empezó a beber sus informaciones y sus opiniones en la más exacta y concreta realidad. Y La Provincia, en su segunda etapa, iniciada en 1966, fue vivero de pensamientos, ideas, opiniones, juicios y comportamientos que merecieron maldiciones, anatemas y multas del trasnochado Régimen Nacional-Catolicista precisamente porque sirvió de fresco apartamiento para quienes deseaban mundos en libertad y en paz, en pensamientos y palabras, las palabras nobles y elementales que también hablaban de problemas sociales, de injusticias, de regímenes económico-fiscales. Además, por una vez, por vez primera, las angustias de quienes sufrían en la vida la propia condición de vivirla se convirtieron en protagonistas, en hacedores de la noticia, del reportaje. La Provincia es nuestra historia, la viva vivencia de los más importantes años que precedieron a la imposición de la democracia y a la consolidación posterior de la misma, por más que sobre sus espaldas cayera la implacable y flagelante norma legal de la dictadura, de la represión a las voces orales y escritas, pero que éstas nunca fueron acalladas. Cerraron páginas, condenaron con leguleyas leyes emanadas de Tribunales de Orden Público o quisieron –desde los sicarios de la dictadura- cerrar las puertas de la calle Murga, esquina a León y Castillo, porque La Provincia, en su segunda etapa, había sido construida sobre algo indestructible: un sentimiento vital muy por encima de las pasiones y las maldades humanas que sólo sabían de cárceles y represiones deshonestas, irracionales, vandálicas y deshumanizadas. Y a sólo cuatro decenios de su re-nacimiento, La Provincia cerró con humildad las heridas que la represión franquista le produjo. La hirieron, bien es cierto, con sañas y ensañamientos. Pero jamás, nunca –y hablo con la distensión y la serenidad que dan el paso de los años- pudieron malherirla de muerte o castrarla en las ideas porque quienes la hicieron y la sostuvieron en aquellos momentos de tragedias e ilusiones –a la manera de José María Millares- supieron “Cantar, romper de un golpe / la voz de su dolor, / porque quisieron crecer, brillar sobre la tersa / sonrisa de la luz”. Reconocer a quienes la forjaron, la escribieron y padecieron por ella, la sintieron y la nacieron nuevamente en aquellos muy difíciles años no sería tan solo un gesto del Gobierno de Canarias que premia a quienes entregan su actividad a la Comunicación: se trataría, además -y lo digo porque creo en la “magia sublime” de las voces- de dar a las palabras escritas los auténticos valores representativos de decenas de miles de gargantas que gritaron cuando salían a las calles isleñas, por ejemplo, “¡Amnistía, libertad!”, allá en los años en que volvimos a abrirnos a la vida. La Provincia, en fin, la que renació en 1966, fue portavoz de ilusiones y esperanzas, de amplios deseos de muy honesta comunicación y discusión en armonías y respetos pero, sobre todo, en libertad. Las instituciones públicas y privadas tienen la palabra y pueden reclamar el Premio Canarias de Comunicación para La Provincia, tal como lo hace el Cabildo de Tenerife con su propuesta para que se le conceda al señor editor de El Día, periódico tinerfeño. Es de nobleza isleña ser agradecidos. Nicolás Guerra Aguiar