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Petroglifos y telarañas

Begoña Santos Olmeda

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Viajo a menudo a Gran Canaria desde Madrid y la curiosidad por entender la idiosincrasia canaria en un mundo cada vez más uniforme me ha llevado a visitar algunos sitios arqueológicos. Después de ver los más conocidos — la Cueva Pintada, las Cuatro Puertas y el Maipés de Agaete—, quise continuar explorando otros lugares destacados en la web de patrimonio del Gobierno de Canarias. Algo que esperaba sencillo y placentero se convirtió, de manera inesperada, en una aventura.

Los petroglifos del Barranco de Balos conforman, según la citada web, “el más importante conjunto de grabados rupestres de Gran Canaria”. ¿Cómo no sentir la tentación de conocerlos? Allí fui. Llegar al camino que conduce al Barranco de Balos tiene ya su dificultad. Google Maps te manda al otro lado de la montaña, mientras señala un camino inexistente, y uno no sabe qué hacer cuando las indicaciones que estaba siguiendo se terminan abruptamente en mitad de la carretera. Tuve que buscar las coordenadas exactas en un blog. Tras varios intentos, cerca del cruce de Arinaga, llegué a un pequeño poste de madera, con letras casi borradas, que tímidamente señalaba la dirección de los “Petroglifos de Balos”. 

La carretera parecía fiable, a pesar de estar sin asfaltar. Según el blog había que seguir hasta una granja de cabras y después coger el segundo sendero hacia la derecha, detrás de una casa abandonada. No parecía que aquel sitio estuviera muy preparado para las visitas, la verdad. Dejé el coche tras el único muro que quedaba de la antigua vivienda y comencé la marcha. Eran las once de la mañana y el calor empezaba a apretar, a pesar de que el día había salido nublado. El barranco se hacía más y más pedregoso y el camino más irregular. La cobertura del móvil iba y venía. No se veía un alma. Ninguna indicación. A lo lejos se distinguía una construcción abandonada y una verja roja que parecía rodear una roca. Debía ser aquello. 

Cuando por fin llegué, vi una gran roca de varias decenas de metros de longitud. Bordeé su perímetro hacia la parte norte, tratando de descubrir los famosos grabados realizados por los antiguos canarios alrededor del siglo octavo. Nada. Nada, excepto un calor cada vez más asfixiante. Bebí un poco de agua mientras seguía caminando. Finalmente, cuando ya pensaba que no encontraría los petroglifos, me topé con una pared completamente llena de grabados, con letras escritas en alfabeto líbico-bereber y dibujos antropomorfos que apenas se distinguían entre los nombres de los canarios modernos (José, Juan, Luis…) que quisieron dejar huella al lado de sus antepasados. Llegué de vuelta al coche al borde de la insolación y sin saber si las débiles líneas grabadas en la roca, acorraladas por los nombres propios más recientes, eran reales o fruto de mi empeño por encontrar algún hallazgo que compensara la caminata. 

Mis andanzas continuaron en el Tagoror del Gallego. Descubrí su existencia al visitar el Cenobio de Valerón, un granero colectivo que los aborígenes construyeron hace más de 800 años al norte de la isla. En las escaleras que ascienden hasta los silos por la empinada pendiente de la Montaña del Gallego hay carteles cada pocos metros que, además de proporcionar explicaciones sobre el yacimiento, sirven para poder reposar sin que nadie, ni uno mismo, se dé cuenta de lo cansado que está. En uno de los carteles aparecía una fotografía del Tagoror, situado en la cima de esa misma montaña. Al parecer, se trataba de un lugar de reunión de los antiguos canarios, del que se conservan seis asientos labrados en roca.

Pregunté a la mujer de la recepción, y con una gran sonrisa, me dijo que sí, que podía visitarlo, que estaba abierto. Llegar era sencillo, no tendría ninguna dificultad. Me dio las indicaciones: coger la carretera en dirección Artenara, y en Santa María de Guía, preguntar a algún vecino. Quizás en este momento debería haber sospechado. Dejé el coche casi al final de la colina que termina en el Pico Gallego y continué hacia arriba andando. Cuando ya estaba cerca de las últimas casas, me encontré a un señor de unos ochenta años limpiando con esmero un coche impoluto. 

Es domingo. Le pregunto cómo se puede llegar al Tagoror. No me entiende, entre mi acento peninsular y que parece un poco duro de oído. Me acerco un poco más y repito la pregunta. Me mira extrañado, se ríe y me dice que no puedo ir allí. 

— ¿Por qué no?, le pregunto amablemente. 

Está lleno de tuneras, me dice. 

— ¿Qué es eso? Perdone mi ignorancia. 

— De púas, de pinchos, no se puede pasar. Antes el camino estaba limpio, lo limpiaba yo mismo. Venía gente como tú, incluso extranjeros, pero ya no vienen. Subían por esas escaleras, ¿las ves? Pasaban por mi casa, que es la de la esquina. Yo subo allí a dar de comer a los perros, pero ya no se puede seguir más.

Le agradezco la información, pero decido intentarlo. No me voy a dar la vuelta ahora que casi he llegado. Empiezo a subir por un montón de escaleras estrechas, de no más de metro y medio de anchura. A mitad del recorrido, a mano izquierda, encuentro un hueco excavado en la pared de roca, es un pequeño taller con herramientas, de no más de seis metros cuadrados. No hay nadie dentro. Sigo por el camino, que pasa por la entrada de varias casas, entre ellas la del vecino que me ha dado las indicaciones. Está todo muy bien arreglado, las paredes pintadas de naranja. Llego arriba del todo, ya no hay más casas, solo monte, y una jaula con dos perros. Al principio no me ladran. A unos sesenta metros, distingo claramente el punto geodésico de la montaña. Un poco más a la izquierda, según el mapa, debería estar el Tagoror. Se intuye un camino ocre que serpentea por el suelo, pero está devorado por las tuneras, cuyas agujas brillan desafiantes bajo la luz del mediodía. Doy el primer paso y me cierra el camino una densa telaraña seguida por una selva de pinchos. Los perros empiezan a aullar. Imposible. No puedo continuar.

Deshago el camino envuelta en mis pensamientos. ¿Por qué estos lugares están prácticamente abandonados, la historia de los primeros moradores descuidada, desaliñada, oculta bajo los cactus, cubierta por el olvido? ¿Por qué se percibe esa distancia que va más allá del tiempo entre los actuales canarios y aquellos pobladores de origen norte-africano que llegaron al inicio de nuestra era a las islas? De una manera distinta a la que esperaba, la visita a los yacimientos me da pistas sobre la cultura canaria, me señala ese contraste entre un pasado silencioso y desdibujado, que parece desgastarse día a día, y el evidente legado de los antiguos canarios, que se manifiesta orgulloso en la toponimia y los nombres propios, pero sobre todo, como concluyen los estudios científicos, en un gran porcentaje de la población autóctona, entre un 40 y un 60%, que todavía porta sus genes.

Tan presentes y tan ausentes. 

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