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¿Igual? No, peor

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Hace unos días, un destacado miembro del gobierno que rige los designios de nuestro esperpéntico país mostró su extrañeza ante las protestas que había generado un determinado proyecto urbanístico. Para dicho cargo electo, guardián de las esencias y enviado por los dioses de un olimpo que sólo pertenece a quienes más tienen, dichas protestas vecinales no casaban con los optimistas y señalados indicadores de recuperación, mostrados por la todavía maltrecha economía española.

Hubo, también, quien señaló con el dedo a quienes levantaron a las masas contra el “status quo” imperante ?con el imperio hacia dios y el neoliberalismo- y algunos llegaron, incluso, a invocar el complot judeo-masónico-anarquista, tan del gusto del régimen dictatorial que acogotó los corazones y las mentes de los millones de españoles que debieron padecerlo.

Sin entrar en mayores consideraciones ideológicas o económicas, debo decir que estoy de acuerdo con el mencionado cargo electo, a la hora de no acabar de entender -en estos momentos- un estallido social de ese calado, visto lo que ha sucedido en nuestras fronteras en los últimos veinte años.

Lo lógico hubiera sido salir a la calle para protestar por el uso y abuso que del suelo público, privado e indeterminado se hizo durante más de décadas, mucho antes, y, si me apuran, de manera más virulenta. Puede que de esa forma se hubieran paralizado muchas de las obras públicas concebidas a la mayor gloria de una empresa constructora y unas siglas ideológicas, las cuales hoy forman parte del catálogo de engendros arquitectónico-urbanísticos que jalonan las ciudades, los campos y los montes españoles.

Poco importaban las necesidades de aquel lugar, siempre y cuando los mismos que luego pagan las campañas de los políticos obtuvieran pingües beneficios con la operación. Daba igual construir una piscina olímpica en un localidad llena de residentes de la tercera edad, poco amantes de los deportes náuticos y las actividades acuáticas, que una torre de lujo con vistas a una refinería de petróleo. Lo que importaba era construir, construir y construir, aunque después se abandonara el emblemático edificio para disfrute de los saqueadores, los okupas y la mugre en general.

Hoy en día, dichos mamotretos -algunos pelados de cualquier indicio de habitabilidad, salvo por las columnas que los sustentan- dejan muy a las claras la calaña de quienes saquearon las cajas de los dineros, con el beneplácito de una clase política apesebrada, cómplice y cobarde, incapaz de hacer otra cosa que protegerse sus vergüenzas y mirar para otro lado.

Ahora muchos se sorprenden que, en este país apático, sin tradición de protestar por sus derechos -cuarenta años de dictadura marcan, y mucho- la gente se haya cansado de ver cómo los mismos sátrapas de siempre, los mismo caciques de pueblo, de colmillo retorcido y mente oscura, manejen los designios de quienes, cada día que pasa, tienen menos y, aun peor, menos esperanza de que las cosas cambien.

Si la única solución para equilibrar la economía es aumentar la brecha entre quienes tienen- sólo unos pocos- y quienes NO TIENEN, la gran mayoría, empiecen a prepararse para la que se les viene encima, señores políticos, por mucha ley “mordaza” que el actual ejecutivo quiera imponer por la fuerza de su mayoría parlamentaria.

Estamos en el siglo XXI, un tiempo de globalización, de cambios bruscos, crisis continúas y que poco o nada tiene que ver con la concepción decimonónica que, aun hoy en día, domina buena parte de los corazones y las mentes de quienes quitan y ponen a los gobernantes a su antojo.

Atrás quedan los tiempos en donde “los trapos sucios se lavaban SOLO en casa”, por mucho que aquella fuera la casa de un determinado dios. Los crímenes son crímenes, se cometan en la calle o sobre suelo sagrado, y eso sí que es un problema real. No, en cambio, con quien uno quiera tener relaciones o lo que las mujeres quieran hacer con su cuerpo.

Atrás se encuentran, o deberían, los días en donde los abusos de los poderosos quedaban impunes precisamente por eso, por ser poderosos. Está claro que no se puede darle la vuelta a nuestra sociedad cual vulgar calcetín, pero apoyarse en el éxito y los niveles de audiencia para justificar los abusos de un determinado presentador estrella es igual de nauseabundo y punible que destruir un sistema educativo para promover una formación elitista, rancia, partidista y sesgada hacia una determinada concepción ideológico-religioso.

Cada cual es muy libre de pensar y creer en lo que quiera, pero cuando es el sistema el que promueve una determinada concepción de pensamiento, ÚNICO, ese sistema falla. Y cuando el sistema promueve, además, que unos retrógrados se metan en mi vida privada y condicionen lo que pueda hacer, decir o pensar, ese sistema apesta y es hora de cambiarlo.

En realidad el sistema no cambiará sino que se irá por el retrete y, acto seguido, vendrá alguien a tratar de recomponerlo, porque ya se sabe que en nuestro país los cambios no gustan. Sin embargo, sí sé que lo que está pasando en cierto barrio español es la antesala de algo más grande, por mucho que los voceros oficiales se empeñen en criminalizar una protesta ciudadana ?que no los actos vandálicos, que siempre son censurables y punibles-. Dicha protesta está más que justificada antes los continuos y premeditados atropellos de quienes siguen viendo a nuestro país como su patio de recreo y su vertedero particular, mientras se regodean al comprobar que su cuenta de resultados y sus beneficios no dejan de subir, y subir y subir.

Por lo menos, aún nos queda el consuelo de poder comprar ocho panes, tres bollos, cuatro magdalenas o cinco croissants por un euro, pero ¿cuándo ni siquiera nos dé para comprar pan?... ¿Se imaginan lo que pasará entonces?

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