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Soria baja 99 escalones en Madrid

A la izquierda, Carlos Sosa e Ignacio Escolar antes del juicio del pasado viernes. A la derecha, José Manuel Soria en una fotografía de archivo.

Federico Utrera

La diferencia entre un sainete y un drama es que el primero es un tema jocoso y normalmente de carácter popular que difícilmente subirá algún escalón en la historia del teatro, mientras que el drama es una síntesis de la comedia y la tragedia. Esta última, según Milan Kundera, un nobel sin premio, se produce cuando dos verdades chocan. El caso Soria en la política española comenzó como un drama (caso Eolo, caso Favorita), continuó con una tragedia (caso Chalet), degeneró en comedia (caso Salmón), continuó con un thriller que le costó el puesto (papeles de Panamá) y ha concluido con un sainete: el caso Punta Cana. En este último, el Juzgado 99 de Madrid verifica si es cierto o no que el ex ministro se hospedó en sus vacaciones de la República Dominicana a precio de ganga. Lo que va del 99 al 1 para caer de nuevo en la casilla 99 es el recorrido de Soria en las últimas tres décadas: asesor del ministro socialista Solchaga (1989), alcalde con el PP (1995), presidente del Cabildo (2003), vicepresidente del Gobierno canario (2007), ministro (2011) y… ciudadano de a pie (2016).

Personaje de extremos, su ascenso político fue progresivo y consecuente mediante parecidos escalones a los que ordenó subir su sillón en el Cabildo que presidía para aparentar más autoridad con su mando en plaza. La brusca caída del 1 (Ministerio) al 99 (Juzgado) se produce ya este mismo año 2016. Daba pena ver en la Plaza de los Cubos de Madrid al que fue amo y señor de las Islas Canarias, aquel que contaba entre exabruptos y carcajadas las cabezas de los periodistas que había decapitado. Ahora huye de las cámaras de televisión, repitiendo un triste soniquete –“no lo recuerdo, no lo recuerdo”– mientras sus adversarios posan ante esas mismas televisiones –Antena 3, La Sexta– porque creyó que en la península podía imponer sus disparates con la misma arbitrariedad que en el archipiélago. Y ahora resulta que en su primera vista contra un periodista nacional –Ignacio Escolar– sorprende a jueces, fiscales y abogados –“no lo recuerdo, no lo recuerdo”– con facturas autógrafas –siempre el chapucero manuscrito en la era digital– que salen a la luz por arte de birlibirloque y que sonrojan a quienes vieron a este antaño poderoso arrastrarse ahora en el fango del juzgado 99, junto a timadores y trileros de la Plaza de España, carteristas del “metro” y rateros de poca monta detenidos en Lavapiés.

Quiso el destino que José Manuel Soria y Carlos Sosa viajaran en el mismo avión de Gran Canaria a Madrid, que para más sorna entrara uno detrás del otro en el pasillo –el periodista siempre soplando en el cogote– y que cuando el ex faycán se girara para depositar su impoluta chaqueta en el maletero, llegara Sosa con su ordenador y una atenta azafata le aplastara –sin querer, claro– su impecable prenda de vestir. Fue una bella metáfora que presagiaba lo que horas después le ocurriría en Madrid. Abandonado por su abogado, Nicolás González-Cuéllar, que mandó al Juzgado 99 a uno de sus ayudantes, nadie entiende ya este extraño afán de Soria por seguir buscando altercados y juicios por supuestas faltas o delitos de opinión e información, ese vicio que tiene y del que no puede desengancharse. Ahí sigue, acusando a los medios de comunicación y viéndolos culpables de estas tempestades que gobiernan su vida tras décadas sembrando vientos de toda suerte, calibre y condición.

Dice la Real Academia de la Lengua que el camorrista no es el que pertenece a la Camorra sino quien organiza peleas y discusiones con facilidad. Y no se entiende bien cuando ya, alejado de los focos y sin interés alguno ni para los mass media ni para su partido, que salió escaldado de su frustrada aventura americana en el Banco Mundial, vuelve ese José Manuel Soria de los tics nerviosos ya superados, ceceando de nuevo en el juzgado, ahora que Génova 13 no paga traidores como Bárcenas, Correa o Granados ni logopedas que echarse a la boca. Le preguntaban los periodistas a Sosa cuántas querellas y demandas de Soria había tenido a lo largo de su vida y este exhibía las 7 como galones, cicatrices de guerra que lo han llevado de un humilde pero victorioso medio regional de referencia al generalato mediático nacional. Son las estrellas de las que pocos puede presumir en esta profesión donde han quedado vivos apenas unos centenares de supervivientes tras la crisis económica más grave desde el crack del 29.

El abogado del periodista canario, Luis Val Rodríguez, contaba a los medios que la primera vez que defendió a un periodista de las garras de un poderoso fue a un escritor llamado Pepe Alemán, que quiso ser despedazado por un zorro plateado. Y así hasta hoy. Triste final el de José Manuel Soria –“no lo recuerdo, no lo recuerdo”– abandonado a las inclemencias de la intemperie –fuera del poder hace mucho frío– ahora que ya no es nada ni nadie, y que debe defenderse como cualquier hijo de vecino, solo con abogado y procurador. Viéndolo desaparecer entre los cubos de basura de esa pequeña plaza que alberga al Juzgado 99 de Madrid yo sí recordaba sus desfiles victoriosos por las calles de Canarias, sus gestos de grandeza ante enormes banderas, su ilimitado poder que nadie podía contestar ni apenas replicar, su soberbia omnipotente que hacia balbucear a quienes osaban siquiera acercarse. Los romanos, lo saben ya, tenían a un cómico o un bufón –difícil personaje– que se lo refrescaba con humor para no ser también víctima de sus fierezas: “piensa que eres mortal”. Y José Manuel Soria, en el Juzgado 99, comprobó una vez más –son ya demasiadas– que polvo somos y en polvo se convertirá.





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