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Espacio de opinión de Canarias Ahora

Coyos

Diego Perdomo

“Ahora somos todos de clase media”, afirma sin rubor Matthew Taylor, principal asesor de Tony Blair durante sus años de Primer Ministro británico. Teniendo en cuenta que en el Reino Unido el 1% más rico de la población detenta el 23% de la riqueza nacional y que al 50% más pobre le toca únicamente un 6% de dicho pastel, las palabras del consigliere de Blair nos pueden servir de aproximación veraz a uno de los fenómenos más inquietantes de nuestro tiempo. Me refiero al tremebundo distanciamiento que se ha producido en las sociedades occidentales entre la casta dirigente y las poblaciones que sufren sus mandatos.

Desgraciadamente, la injusticia no es ninguna novedad en la malhadada historia de nuestra civilización. Y a la injusticia siempre le ha acompañado lo que Max Weber denomina “Sociodicea”, término que podríamos definir como “el relato que se cuentan las sociedades a sí mismas para justificar el reparto inequitativo de la riqueza”. En sus albores, el sistema capitalista encontró un aliado inesperado en el calvinismo, rama del protestantismo que cifraba la bendición divina en el éxito que le asignaba a cada cual la mano invisible del mercado. La pobreza era así comprendida como castigo celestial. De ahí viene la estigmatización que en los países protestantes han sufrido tradicionalmente los pobres, percibidos como “losers” (“perdedores”). Los vientos (tempestades, más bien) de la Globalización barrieron muchos muros culturales, y hoy en día está prácticamente generalizado, incluso en nuestras sociedades de tradición católica, el desdén hacia los menos pudientes.

Hubo, sin embargo, un periodo histórico en el cual las cosas cambiaron. El discurso hegémonico fue puesto en tela de juicio por pensadores y activistas de muy diversa índole. Por poner un ejemplo célebre, Marx le enseñó a los lectores de su tiempo que en toda sociedad las ideas reinantes han sido siempre las ideas de los que reinan (la sociodicea de la que hablábamos más arriba, definida por el filósofo de Tréveris con mayor precisión) y que, sin embargo, las causas de la pobreza nada tenían que ver con ninguna maldición divina o inferioridad genética de las clases subalternas sino que eran más bien el producto deletéreo de injusticias estructurales e iniquidades sistémicas muy concretas. Sus ideas (y, repito, las de otros analistas políticos) calaron hondo en muchos sectores de la población occidental hasta bien entrado el siglo XX. Eduardo Galeano retrata de la siguiente manera la mentalidad imperante en Latinoamérica durante su juventud: “Hasta hace veinte o treinta años [es decir, en los años 60 y 70 del siglo XX], la pobreza era fruto de la injusticia. Lo denunciaba la izquierda, lo admitía el centro, rara vez lo negaba la derecha”. Y nos da su testimonio de la involución sociológica que ha traído consigo el devastador triunfo de las tesis neoliberales en los últimos cuarenta años: “Mucho han cambiado los tiempos, en tan poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece”.

“No me lo podía creer... No me lo podía creer...” Así nos expresó Pablo Iglesias en el acto organizado por Podemos Gran Canaria durante la campaña electoral para las europeas del 25M la impresión que le produjo la lectura de un dossier sobre la dolorosa realidad económica de las islas. Y es que es para no creérselo: según datos de la Agencia Tributaria, en 2011 veintiún familias controlaban el 8% del PIB de nuestra Comunidad Autónoma (cerca de 42.000 millones de euros) y sólo el 0,2% de la población (4.000 personas) aglutinaba el 80% de la riqueza. Y esto sucede en un archipiélago en el que, a día de hoy (2014), hay medio millón de pobres (23% de la población) y un 65% de la juventud está en el paro. Para no amargarles el día, finalizo ya con los datos de esta posmoderna infamia: por cada familia que pierde su casa mediante una ejecución hipotecaria hay en Canarias 14 viviendas deshabitadas (138.000 en total).

¿Cómo demonios puede sostenerse así una colectividad humana? ¿Qué tipo de adoctrinamiento ha sido necesario para impedir el cacareado “estallido social”? Podríamos resumirlo en tres tesis (seguimos en esto a Owen Jones):

1ª tesis: “La Meritocracia”. Vivimos, nos cuentan los vocingleros del statu quo, en una sociedad que recompensa el talento y, sobre todo, el esfuerzo. De ahí la instalación en el “sentido común” (esa gran construcción ideológica que presenta interesadamente un conjunto de verdades como autoevidentes) de crueldades político-psicológicas de este percal:

-“Si quieres, puedes” (por tanto, si no puedes -comer, por ejemplo-, es que no quieres: eres un poco perdedor, admítelo, te falla la voluntad).

-“Se lo ha currado” (desagradable expresión con la que se explica la causa de la riqueza de algún millonario. Lleva implícita esta otra afirmación: el pobre es aquel que no se curra las cosas, que es un poco gandul y, por qué no decirlo, un poquito perdedor también).

-“El que de verdad desea algo, termina consiguiéndolo” (éste era el diabólico eslogan del anuncio de una compañía de vuelos de cuyo nombre afortunadamente no me acuerdo. El correlato es obvio: los que no consiguen lo que quieren -cenar, por ejemplo- en el fondo no lo deseaban tanto. Y, para qué negarlo, algo de perdedores tendrán también).

2ª tesis (complementaria de la primera): la Movilidad Social. La teoría del ascensor. Podríamos resumirla con esta frase: la cuna no marca. Uno sube y baja en el escalafón social en función única y exclusivamente de su talento y de su esfuerzo (abstenerse perdedores). Y sí, es cierto que según datos del Ministerio de Educación menos del 10% de los universitarios españoles son hijos de padres no universitarios. Pero no me sean ustedes demagogos ni populistas y repitan conmigo, señores lectores: la-cu-na-no-mar-ca.

3ª tesis: la demonización de la clase trabajadora. Un ejemplo reciente de nuestra historia nos mostrará hasta qué punto ha cuajado lo que la gran Ada Colau denomina con acierto “la criminalización de las víctimas”. Merece párrafo aparte.

Domingo, 22 de junio de 2014. La Unión Deportiva Las Palmas se juega el ascenso a Primera División. Como es sabido, en el descuento del partido se produce una invasión de campo que, nos dicen, es la responsable directa del gol encajado por el equipo amarillo que trunca el sueño de muchos canarios de ver a su equipo en la máxima categoría. Tras el final del encuentro, un jugador de la U.D. (de cuyo nombre también se ha purificado mi memoria) culpa de la derrota a “los cuatro retrasados de siempre”. Es el aldabonazo que anuncia el mayor linchamiento colectivo de los últimos años. Magec Borges, buen amigo mío, escribió en su muro del Facebook: “Sólo nos molesta el excluido cuando nos interrumpe el espectáculo”. No tuvo mucho éxito. Proliferaron sin embargo como setas venenosas centenares de insultos y exabruptos de una violencia verbal y una iracundia literalmente inauditas, sobre todo teniendo en cuenta que brotaban de las bocas internautas de personas que se consideran a sí mismas “progresistas”. Cuando gente “de izquierdas” habla en serio de proyectos eugenésicos para hacer desaparecer a los “coyos” de la faz de la tierra canaria podemos afirmar taxativamente que hay algo que funciona terroríficamente mal en la conformación de nuestras ideas y creencias morales. Y es que algo huele a podrido en Gran Canaria. Ese algo tiene nombre. Se llama Clasismo. Impera a sus anchas en nuestras despiadadas urbes neoliberales. Pongamos tres botones de muestra:

1º: Nos escandalizamos cuando el taxista nos revela que “en realidad” es abogado o ingeniero. No nos turba en absoluto que el taxista sea “taxista” (nació para eso el muy perdedor).

2º: Pierre Bourdieu, el gran sociólogo francés, muestra en su libro La distinción como en el mismo momento en el que una obra de arte de la denominada “Alta Cultura” (Mozart, Hitchcock, Neruda...) empieza a ser apreciada por las clases bajas, su prestigio entre las clases altas disminuye considerablemente.

3º: Cuando los “coyos” empiezan a llevar argollas y cadenas de oro, las clases medias y altas se refugian inmediatamente en la plata, ante el temor a ser confundidos con la “subespecie” (así define a los “coyos” una web supuestamente hilarante de cuyo nombre no quiero decirles ni mu).

(Una pregunta se queda en el aire: ¿qué nos han hecho los animales para que los odiemos tanto? ¿Por qué los utilizamos siempre (cabrón, burro, zorra, cerdo, coyote) para descalificar a los seres humanos que nos parecen despreciables? La respuesta a esta crucial cuestión de nuestro tiempo merece un artículo aparte. Lo tendrá).

Resumamos: vivimos en sociedades que afortunadamente toleran cada vez menos el racismo, el machismo o la homofobia. Sin embargo, celebramos con descaro vergonzante la resurrección de la discriminación por motivo de clase. Porque el asesor de Blair al que citábamos al comienzo de este artículo mentía como un bellaco, con no menor desfachatez de la que hicieron gala por estos lares sucesivamente sus dos trasuntos del turnismo hispánico, Aznar y Zapatero (el diablo los cría y el poder financiero los junta). Y es que todos no somos de clase media. Como confiesa con una honestidad muy de agradecer el multimillonario estadounidense Warren Buffet: “Claro que hay una lucha de clases, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está librando esta guerra. Y la estamos ganando”.

Di lo que piensas de los Coyos y te dirás quién eres.

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