Algunos de mis seres especiales

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En el mundo hay muchas clases de personas. Algunas de esas clases me producen verdadera fascinación: son aquellos que se entregan a los demás con el alma en pleno rendimiento. Van por ahí alegremente enseñando, amando, repartiendo. En cada rincón de nuestra pequeña geografía encontramos algunos de estos seres mágicos, irrepetibles, y humanamente imprescindibles. En mi ciudad hay varios de esos seres especiales. Hoy son tres los nombres que quiero compartir con la buena gente que aún cree en los milagros de la vida cotidiana. Basta con poner esos tres ejemplos para tener una clara noción de lo que quiero decir: un párroco, un funcionario del ayuntamiento y un jubilado que camina diariamente por las mismas calles que camino yo.

El párroco se llama José Francisco Concepción Checa, Checa a secas para todo el mundo. Checa tiene la frescura del niño y las maneras de un viejo bregado en muchas lides. Checa dice misas y pronuncia discursos sobre Dios y sus virtudes con la alegría, el fundamento y la sabiduría que le han sido concedidas. No suelo ir a la iglesia, pero confieso que a ésta sí que voy por escucharlo, por entender lo que dice y cómo lo dice. Es capaz de encomendarnos a Dios, organizar un concierto y estar pendiente de sus feligreses con la misma prontitud y acierto que un buen cirujano que nos atendiera en un quirófano. Cuida de todos y para todos tiene palabras de aliento. Te saluda por la calle, te recibe en la sacristía y te organiza una recogida de alimentos con la misma prontitud y cariño que tiene para con los pobres de solemnidad, los abandonados del mundo y los jóvenes sin techo ni hacienda. Le da sobresaltos el corazón y no me extraña que de tan grande no le cabe en el pecho y se le rompe con frecuencia del peso que soporta. Cuando él habla de Cristo, entiendo a Cristo; cuando habla de panes y peces, creo en la multiplicación de los milagros porque los he visto hacer y he visto el pan donde antes no lo había, y las mantas y el calor y la comida dividirse y multiplicarse entre los necesitados de la ciudad en que vivo. He leído poemas de amor y de dolor en su iglesia, y he leído en ella algunos textos sagrados en bodas y bautizos. Y eso siempre es un acto que debo a su generosidad y no a la mía.

El funcionario se llama Víctor Correa y él solo merece un artículo interminable de tanto que decir sobre lo que él es. Víctor es un mago. Víctor es un pozo de sabiduría y conocimientos. Es un duende que aparece y desaparece dando saltos de alegría, pero antes nos deja sobre la mesa un café, un libro, una anécdota o un pedazo de memoria. Víctor construye mapas, horizontes, calles sin nombre, jardines impronunciables. Nadie mejor que él para enseñarnos una casa, un monumento, una figura ilustre de la ciudad que habitamos. Sabe de números, de vidas, de accidentes históricos o sobrenaturales más que nadie. Y todo lo hace y lo cuenta con ese don que la vida le ha dado para explicar las cosas, para hacerlas revivir, para enseñarnos lo extraordinario de un rincón, de un ser humano que desconocíamos. Recuerdo una mañana en nuestra casa. Se sentó y comenzó a contarnos historias de piratas. Habló y habló durante horas y cuando dijo me voy con esa premura que le distingue y esa prisa que le caracteriza cuando camina o cuando habla, habían pasado horas. Todos estábamos subidos a una nube escuchando sin parpadear todas las aventuras y desventuras de aquellos seres que un día llegaron a la isla y nosotros desconocíamos. Porque Víctor Correa sabe de santas, vírgenes y piratas más que nadie. Y todo lo cuenta como si hablara de un amigo entrañable. Como si hubiera vivido con ellos y nos los acabara de presentar. Lo cuenta de tal manera que a partir de ese día uno va por las calles con la sensación de poder encontrarse con uno de ellos en cualquier momento y en cualquier esquina.

El caminante, como buen filósofo, se llama Luis Martín. Mis recuerdos, mis imágenes, son siempre parecidas: encontrarlo, pararme y hablar sobre el mundo, sobre la vida política, sobre el derrumbamiento y la reconstrucción del universo. Nuestro pequeño planeta (unas pocas calles, dos plazas y un muelle) son como el mapa de un estratega que se sienta a contemplar los movimientos de unos y de otros. Cómo avanzan, cómo retroceden, qué colina conquistamos, qué playa, que muros levantamos, qué muros habría que derribar. Luis camina y observa. Mira el mar y sabe. Entra por una calle, se para, te para, te sonríe y dice una frase, solo una frase, y tú ya sabes si el mundo va bien ese día o si va tan mal que hay que volver a casa y sentarse a leer algo que resuma la fatalidad de las cosas, la incertidumbre de los hombres, el malestar de las conciencias. Yo aguardo a Luis en alguna esquina de esta ciudad prodigiosa que el destino me ha dado por patria, y cuando él llega sé si debo retirarme a los campamentos de verano o debo cubrirme con mis mejores corazas porque la batalla está a punto de comenzar. Y si no hay asuntos serios que tratar ese día, se limita a apoyar una mano en tu hombro con una ligera presión y sonreír. Luego, se va.

Los tres tienen en común la generosidad, la alegría y el conocimiento. Y todo lo entregan a partes iguales. No hay que pagar entrada para escucharlos, para aprender con ellos, para quererlos. Y así vivo rodeada de seres maravillosos que me dan el aliento que necesito algunas veces para seguir de pie sin perder la fe en la humanidad.

           Elsa López

25 de junio de 2021

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