El volcán sin nombre
Andan reclamando un nombre para el Volcán de Cumbre Vieja. Y yo me pregunto: ¿Para qué nombrarlo? ¿Qué necesidad nos impulsa a hacerlo si todavía no sabemos qué hace, por qué lo hace, dónde va, por dónde traza sus caminos? Nombrar algo es darle esencia, identidad. Es tratarlo de tú a tú. El diccionario es muy prolijo con esta palabra y nos dice que cuando nombramos a algo citamos, aludimos, mentamos, denominamos, llamamos, proclamamos, investimos, elegimos, ascendemos, colocamos… ¿Quién da más? Lo que está claro es que no queremos hacerlo. Por el momento no queremos hacerlo, no sentimos la necesidad de hacerlo. Cuando nombramos algo lo hacemos para designar lo que representa, calificarlo, darle consistencia, y, al mencionarlo, todos entendamos lo que es, lo que significa, y lo que representa. Elegimos los nombres para señalar un objeto, un sentimiento, un ser vivo de cualquier especie. Y esos nombres, la mayoría de las veces, obedecen a las características de los designados. Hay colores que significan, igual que hay nombres que definen por sí mismos lo que quieren señalar. Ponemos nombres a las flores, a los animales, a las personas, a los objetos y a los sentimientos, y esos nombres nos sirven para entender mejor lo que ese objeto, esa figura, ese ser vivo es para nosotros. Cuando digo azul digo algo más que una palabra, y cuando digo bello estoy indicando algo más que la presencia material de un objeto o una persona. Así pues, poner un nombre es una tarea difícil, porque los nombres especifican algo, indican algo.
Los investigadores encuentran huellas de distintas aves, gatos, perros y conejos sobre la ceniza a menos de dos kilómetros de la fisura volcánica. La capa de ceniza muestra cómo, después de la huida de todo ser vivo en la primera semana de la erupción del volcán, la fauna del lugar ha vuelto. La fauna de La Palma se aferra a su hogar. Los animales deciden donde estar. Nada ni nadie podrá separarlos de sus hogares. A ellos no les importa el nombre, ni el calor de la lava, ni las opiniones de los miembros de seguridad. Los animales son así: díscolos y constantes en sus decisiones y actividades. Nosotros, los humanos, en nuestro pequeño cerebro, tenemos unas pautas de comportamiento parecidas y también tendemos a volver al lugar que consideramos nuestro. Nuestra tierra, nuestra casa, nuestro mundo. Es necesario recordarlo y reconocerlo a la hora de reconstruir lo que se ha perdido. Nosotros, los seres humanos, somos también animales de costumbres y de raíces. Y si nos vamos, volvemos y volvemos una y otra vez al lugar donde crecimos, donde nos amamantaron, donde encontramos refugio y pertenencia. Algunos se van. Esos huyen de sí mismos. También lo hacen muchas especies cuando hay un incendio o un terremoto. Pero luego vuelven como han vuelto los peces de La Palma cuando la lava ha dejado de caer al mar. Pero antes de volver, será necesario enfriar el dolor y la tierra.
Será necesario, entonces, ponerle un nombre a ese gigante que sigue dando golpes de ciego aquí y allá, rabioso y dolorido, y quiere pagar con todos nosotros el daño que le ha causado Ulises. Busquemos pues un nombre que lo defina, que le de consistencia. Pero no ahora cuando todavía están abiertas las heridas. Enemigo o enemigo, el nombre da solidez, y cuando lo tienes delante y pronuncias su nombre sabes bien a lo que te enfrentas, porque sabes de su personalidad, conoces sus acciones, determinas de dónde procede, qué desea y qué reclama. Esa es la diferencia que existe entre el que es nombrado y el que está delante de ti y no tiene nombre que lo afirme. Un ser sin nombre es nada. De ahí la argucia de Ulises cuando le pregunta su nombre el cíclope de un solo ojo. “¿Cómo te llamas?” Y Ulises responde “Nadie”. Nadie puede diluirse, escaparse, engañarte. El que tiene nombre puede ser buscado, señalado y derrotado, al fin, por los demás cíclopes. De ahí la necesidad de muchos de darle nombre al volcán de Cumbre Vieja como si al hacerlo pudiéramos vencerlo; de ahí el miedo que sentimos ante la vaguedad de lo que no sabemos aún qué quiere de nosotros; hacia dónde va en momentos de aparente serenidad; qué intenciones tiene. Temblamos ante el vacío de una palabra que aún no existe.
Ponerle nombre a este volcán es tarea complicada. No es solamente dónde nace o dónde erupcionó; no es sólo el lugar de dónde parte, es el dolor que provoca, las heridas que deja, el mal que construye. Y esa es la necesidad que tenemos de hacerlo, quizá para alejar toda esa pesadumbre. Y pensamos, en nuestra terrible inocencia, que un sustantivo hermoso puede hacerlo más bello, menos agresivo. No lo creo. Debemos seguir alertas y esperar el momento de pronunciar su nombre. No uno cualquiera, no uno elegido por seres extraños que no conocen el fondo de la isla ni la superficie ni el verdadero origen de quienes la habitan. Esa designación debe sugerirnos muchas cosas en nuestras vidas: qué pasó, cuándo, qué daño hizo, cuál fue su destino y qué parte de nuestra existencia cambió a partir de su llegada. Y ese día podremos volver a dormir tranquilos y podremos maldecirlo una y mil veces pronunciando ese nombre sin necesidad de volver a derramar una sola lágrima.
Elsa López
10 de noviembre 2021
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