Espacio de opinión de Canarias Ahora
Sin derechos no hay España: la democracia frente al racismo y el cierre identitario
Lo fácil es quejarse. Lo verdaderamente difícil es dedicar tiempo y reflexión a mejorar la convivencia. Hoy, la aportación a la sociedad -esa que busca reforzar lo común y no solo apuntalar lo propio- parece, paradójicamente, un acto contrario a lo humano, cuando en realidad es lo más humano que tenemos. No es necesario contar anécdotas personales ni relatar desdichas que a uno le hayan ocurrido para escribir estas líneas: basta con observar el panorama y reconocer un patrón.
Los recientes brotes de racismo sociológico e institucional en localidades como Jumilla (mi patria chica), Torre Pacheco o incluso en Canarias (como puso de relieve en este mismo diario, el pasado 18 de julio, Natalia G. Vargas) no son episodios aislados. Más bien revelan un problema que trasciende esos lugares concretos: el desconocimiento de las leyes españolas, de los principios democráticos que las sustentan y de los valores que España comparte con la Unión Europea y con el sistema jurídico internacional de las Naciones Unidas. No se trata solo de una carencia de información (y, para algunos, de formación) jurídica; hablamos de un déficit de cultura cívica que impide reconocer que la pluralidad étnica, cultural y también religiosa no es un favor que el Estado concede, sino un derecho fundamental protegido por la Constitución y por instrumentos internacionales. Es una conquista social.
Ese derecho se refleja, de forma inequívoca, en el artículo 14 de la Constitución española (principio de igualdad y no discriminación). También está presente en el artículo 16 de la misma norma, así como en el Convenio Europeo de Derechos Humanos y en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. La libertad religiosa, como la igualdad ante la ley, no se someten a votación ni se aplican según el clima social del momento. Entrar en el juego de justificar abusos con frases como “en su país no se comportan así” conduce a una paradoja peligrosa: aceptar que España rebaje sus estándares hasta parecerse a países que, en muchos casos, no son democracias y donde los derechos humanos están ausentes. Y cuando eso sucede, no simplemente desconocemos nuestra propia legalidad e idiosincrasia constitucional, sino que nos acercamos a perderla. Cumplir la ley no es “buenismo”: es, sencillamente, la base que sostiene todas las libertades que disfrutamos y que tanto se tardó en alcanzar aquí, España.
Vivimos, además, en un tiempo en el que el enfado se ha convertido en hábito. Hay motivos legítimos para la indignación, pero no todo enfado es constructivo. Con demasiada frecuencia se trata de una irritación inmediata, de titular y exclamación, que no busca mejorar nada, sino reafirmar nuestras propias certezas. El pesimismo se ha hecho clima común… y la queja, idioma compartido.
En ese contexto, la tentación de cerrar la identidad sobre sí misma crece. Los nacionalismos identitarios: sean periféricos, centrales o locales, comparten la misma lógica: proteger lo propio con llave, como si compartirlo lo desgastara. Lo mismo ocurre con ciertas actitudes hacia la religión: se acepta la diversidad mientras no cuestione las jerarquías implícitas de “los de siempre”. Pero el ordenamiento jurídico español reconoce, sin matices, la igualdad y la no discriminación por razón de religión, y obliga a las autoridades a garantizar el libre ejercicio de la libertad de culto; sí, también en establecimientos públicos.
El racismo explícito y la política identitaria se parecen más de lo que aparentan. Ambos aplican criterios de admisión que recuerdan a los de un club privado: se entra por nacimiento, apellido, acento o herencia, no por la voluntad de integrarse y compartir un marco común. Esta visión contradice directamente tanto el espíritu como la letra de nuestra Constitución y de los tratados internacionales que España ha ratificado.
A esta dinámica se suma un viejo hábito cultural: el de desconfiar de la espontaneidad ciudadana y querer pautar la vida común desde arriba (y la historia de la jerarquía española es ejemplo de ello, como demostró Paul Preston). Igual que el paternalismo industrial del pasado organizaba el ocio “honesto” del trabajador, hoy algunos pretenden administrar la identidad y, con ella, la pluralidad religiosa. Pero la libertad no crece en espacios vigilados, sino en la confianza mutua bajo un marco legal claro.
Frente a todo esto, la respuesta no pasa por gritar más fuerte ni por buscar un adversario permanente, sino por reforzar la educación cívica. La formación en derechos humanos y en pluralidad religiosa debe convertirse en un pilar básico de nuestra convivencia. Y la formación no debe reducirse a memorizar leyes y artículos, sino que debe consistir en comprender qué significan y cómo se aplican en la vida real: que los derechos no dependen de simpatías, que la ley protege incluso a quien no nos agrada, que la diversidad no es amenaza sino riqueza. Y que, sencillamente, quien incumpla la ley asuma plenamente las consecuencias que de ello se deriven, sin distinción de etnia, nacionalidad y demás.
Como recordaba David Foster Wallace en Esto es agua, lo más obvio suele ser lo más difícil de ver. En un Estado de derecho, lo obvio es que todos (sin excepción) estamos sometidos a las mismas normas y amparados por los mismos derechos. Vivir de forma consciente implica decidir, cada día, mirar al otro no como obstáculo sino como alguien con la misma dignidad jurídica que nosotros.
En un entorno donde la cortesía se percibe como ingenuidad y el respeto a la ley como debilidad, ciertos gestos se vuelven poderosos: la amabilidad deliberada, que rompe la dinámica del grito; la igualdad sostenida, que impide que la pluralidad sea solamente retórica; y el respeto consciente a la ley, que garantiza que la convivencia no dependa de mayorías circunstanciales.
España no se fortalece pareciéndose a países que vulneran los derechos humanos. Se fortalece pareciéndose, cada día más, al ideal democrático que su Constitución, sus compromisos europeos y el derecho internacional proclaman. Y si alguna parte de la clase política decide no cumplir las leyes o torcerlas a su conveniencia, eso no me arrastra a mí, como ciudadano responsable, a repetir puerilmente un “yo también incumplo”. La madurez democrática exige lo contrario: que cada cual asuma su deber de cumplir y defender las leyes que nos igualan, proteger los derechos que nos amparan y entender que la verdadera lealtad a un país se demuestra en la manera en que tratamos al prójimo, sin distingos. Ese, y no otro, es el patriotismo que sostiene a una democracia.