Espacio de opinión de Canarias Ahora
¡Dios mío, qué solos se quedan los vivos!
“Lo malo de la muerte es que es para siempre”. De esta manera tan desenfadada definía el genial García Márquez a esa ceñuda señora que a todos nos espera sigilosamente al final del camino de la vida, para darnos el hachazo definitivo. Que me disculpen los faraones del viejo Egipto, los emperadores de la vieja China y los cristianos y musulmanes de todas las layas y pelajes que hay por el mundo, que creen en la resurrección de la carne y en una vida perdurable más allá de esta, pero yo soy de los que piensan con Gabo que la vida tiene fecha de caducidad y que, cuando se termina, es para siempre. Y este “para siempre” es para siempre, no para un ratito, como ocurre con tantos siempres que no pasan de ser otra cosa que figuras retóricas, como el de la expresión “Te querré para siempre”, por ejemplo. Tras la muerte, viene el silencio eterno. Por eso no es ningún disparate decir que lo que realmente es la muerte es el punto final que ponemos al libro de la existencia.
Pero no es sólo eso. La muerte es también inexorable. No deja títere con cabeza. Se sale siempre con la suya. Disfruta haciendo sufrir. De ahí lo inquietante e incomprensible que resulta para la inteligencia humana. ¿Cómo es posible que algo tan intangible o impalpable como ella pueda acabar tan decididamente con esa maquinaria de altísima precisión que es el ser vivo? Nos morimos aunque no queramos; aunque nos agarremos a la vida con todas nuestras energías o nos asistan los médicos más sabios y diligentes de la Tierra. “Amor omnia vincit” decían los latinos con gran optimismo. Y es verdad que el amor allana muchas dificultades, pero no lo vence todo. Quien realmente lo vence todo es la muerte; con ella sí que no hay quien pueda: “Mors omnia vincit”.
Igualmente se caracteriza la muerte por su devastación. Reduce todo a naturaleza inerte. Para el muerto se acabó el motor de la vida, que es el movimiento; el ir de un lugar para otro. Ya no hay más “hoy, aquí, y mañana, allí”. En el allí de la tumba o del nicho queda inmovilizado a su suerte, lejos del movimiento de los días. Cuando pretendemos ubicar a alguien que se nos ha ido para siempre, nuestros ojos se dirigen, no hacia el hogar, la oficina o la calle en que transitaba o se afanaba cuando hacía camino para morirse, sino hacia el lugar estático o permanente de su sepultura. De ahí, extrañado de todos aquellos que lo querían, no va a salir nunca más. “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” exclama Gustavo Adolfo Bécquer en la rima que lleva el número LXXIII, aunque quienes se quedan verdaderamente solos, huérfanos de su presencia y compañía, son sus desconsolados deudos, compañeros y amigos. Decía el viejo Epicuro de Samos que no hay que temer a la muerte, porque, cuando ella es, nosotros no estamos, y, cuando nosotros estamos, ella no es.
Pero esta recomendación del viejo filósofo sabio tiene mucho de sofisma, porque plantea las cosas desde un punto de vista que no existe, que es el del muerto. Para él la muerte es un estado físico, no un estado de conciencia. Por eso se ha dicho siempre que la muerte libera a las personas de todas sus obligaciones. Desde el punto de vista del vivo, que es el verdadero, lo cierto es que, incluso cuando ella es, nosotros seguimos estando. Y es que, aunque parezca mentira, la muerte no es en realidad cosa de los muertos; es cosa de los vivos. No percibimos la nuestra; percibimos y sufrimos la de los demás. De ahí que digan los más realistas, con toda la razón del mundo, que no temen a la muerte, sino al sufrimiento y la decrepitud que la suelen preceder.
Y, en tercer lugar, se caracteriza la muerte por la imprevisión. Como decían los latinos: “Mors certa, hora incerta”. Aunque estamos seguros de que tenemos los días contados, nunca sabemos cuál va a ser el último. Los tenemos contados, sí, aunque, por conveniencia, no solemos tenerlo en cuenta. Hacemos como si lo ignoráramos o no fuera con nosotros, porque no tenemos prisa en morirnos. Para el común de los mortales, la muerte es una de esas cosas que gusta dejarse para mañana, aunque pueda hacerse hoy. Y esta condición caprichosa de la señora de la guadaña, que siega de raíz la existencia en el momento menos esperado, frustrando los proyectos y esperanzas tanto de jóvenes (a los que impide alcanzar la cima de la vida) como de viejos (a los que priva de disfrutar de esa cima), tiene una consecuencia buena y otra mala para el ser humano. La buena es que hace más llevadero el temor que se le tiene; el pánico que provoca el saber a ciencia cierta que vamos a morirnos.
Sería insoportable que la hora de la verdad más amarga del hombre estuviera previamente fijada en el calendario. No lo resistiríamos. Terminaríamos suicidándonos; no por temor a la vida, como quería el pesimista Cioran, sino por todo lo contrario: por temor a la muerte. Responderíamos a la muerte con la muerte. Es decir, le pagaríamos con la misma moneda. Matarse por no querer morir resulta paradójico, pero es lo que haría cualquier persona en su sano juicio si conociera la fecha de partida de la nave que nunca ha de volver, como dice el poeta. Y la consecuencia mala de la imprevisión de la muerte es que hace enormemente incierta la existencia humana. La parca se complace en jugar con las gentes como si de vulgares peleles se tratara. Nos levantamos por la mañana cargados de ilusiones y proyectos para todo el día y, de repente, una aciaga llamada de teléfono o un recado nos comunica que tenemos que salir pitando para el hospital o el tanatorio a velar el cuerpo de un pariente, un amigo o un compañero que ha echado fuera el último aliento de su existencia. “Menos mal que no soy yo” solemos pensar egoístamente al llegar a la casa mortuoria, como el personaje de la novela de León Tolstói La muerte de Iván Ilich ante el cuerpo presente del protagonista. Lo que no quiere decir que no falten ocasiones en que uno querría estar en el lugar del muerto; sobre todo, cuando quien se nos ha ido es un hijo, la pareja querida o un niño. Con la muerte, los planes de vida no valen un ardite. El hombre propone, pero es la muerte la que dispone.
Por eso digo yo que lo malo de la muerte no es sólo “que sea para siempre”, como dice el ingenioso autor de Cien años de soledad de manera tan desenfadada. Lo malo es que es también inexorable, desoladora y veleidosa. Y no sé yo cuál de estas cuatro propiedades es peor; o mejor, puesto que, como ocurre siempre, todo depende del color del cristal con se mire.