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¿Puerto (de) Cabras o Puerto del Rosario?

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Todo nombre propio (sea antropónimo o topónimo) implica tres constituyentes semánticos distintos, que determinan de forma decisiva el concepto que el hablante tiene de la persona, el animal, la cosa o el lugar que designa: un componente mostrativo o deíctico (como los llamados pronombres, aunque con referencia unitaria, no múltiple), un valor denotativo y un valor connotativo. 

El componente mostrativo o deíctico del nombre propio, que es su capacidad de señalamiento, se limita a identificar a la persona, el animal, la cosa o el lugar designado, presentándolo como un ser singular, que ocupa un lugar determinado, móvil o inmóvil, en la naturaleza o en el mundo. Por eso decía la vieja gramática que los nombres propios “significan una sola persona, un solo animal o una sola cosa”. Es la voz que nos identifica de forma objetiva y que nadie puede negar ni profanar. Así, el antropónimo María Zambrano y el topónimo Fuerteventura, por ejemplo, identifican de forma inequívoca a una mujer y un lugar determinados, distintos del resto de las mujeres y los lugares del planeta, sin que el hablante tenga, en principio, por qué saber que la tal señora y el tal lugar son una importante filósofa española y una de las siete islas del archipiélago canario, respectivamente. Para la Seguridad Social, por ejemplo, somos un mero número, sin que la identidad familiar, la profesión, los conocimientos, la salud, etc., que tengamos posean la más mínima importancia para ella. Sólo los de casa, el trabajo, el barrio o el pueblo conocen en mayor o menor medida nuestra identidad más íntima, no los desconocidos. La mostración unirreferencial de las palabras que nos ocupan se limita, por tanto, a identificar, sin más.

El componente denotativo del nombre propio, que es una especie de archivo que encierra el conjunto de rasgos físicos, históricos, económicos, biológicos, familiares, etc., que los hablantes han seleccionado de la realidad, proporciona una descripción más o menos exhaustiva de esta. Concretamente en el caso de nuestros ejemplos, tenemos que la significación denotativa del primero nos dice que su referente es una mujer nacida en Málaga, que estudió en la Universidad de Madrid, que recibió clases de profesores como García Morente, Cossío o Zubiri, que militó en la España republicana y que fue una importante filósofa y ensayista española. Y la del segundo nos dice que su referente es una isla del archipiélago canario, la más vieja de las siete que lo constituyen y, por eso, enormemente erosionada y árida; que en los albores de la era cristiana fue ocupada por población bereber del norte de África; que cayó luego bajo las botas de conquistadores normandos y españoles; que pasó por una etapa de señorío, hasta principios del siglo XIX, en que logró liberarse de esa servidumbre; que vivió durante varios siglos de la agricultura y de la ganadería (mucho menos, de la mar); y que en la actualidad se ha volcado fundamentalmente en el turismo. Es evidente, por tanto, que nos encontramos ante un tipo de información siempre abierta, que nos describe la geografía, la flora, la fauna, la historia, la economía, la biografía, etc., de la persona, animal, cosa o lugar aludido. Y decimos “siempre abierta” porque, como esta significación depende del referente, la misma no para de enriquecerse o menguar con el paso del tiempo mientras aquel tenga presencia en el mundo real. El valor denotativo que tiene el topónimo Fuerteventura en la actualidad es, naturalmente, más rico (independientemente de cómo se valore esta riqueza) que el que tenía en el siglo XV, por ejemplo, porque su referente ha experimentado desde entonces un desarrollo enorme, bajo la presión humana que ha soportado la isla. ¿Qué tiene que ver la Fuerteventura normanda de principios del siglo XV con la Fuerteventura hispana del turismo actual? La parte física y poco más. Sin embargo, ello no es óbice para que la gente considere que la Fuerteventura del presente es continuación de la Fuerteventura del pasado. Su nombre propio, la permanencia del territorio y la memoria de sus gentes garantizan su identidad de forma inequívoca.

Y, por último, el componente connotativo del nombre propio, que consiste en las diversas evocaciones que emanan tanto de la significación del nombre común que se encuentra en su base como de la experiencia del hablante respecto de la persona, animal, cosa o lugar designado por él, determina el mayor o menor aprecio o apego que se siente por estos y el mayor o menor prestigio que atesoran. Generalmente, a mayor intimidad, proximidad o familiaridad, mayor querencia. Por eso sentimos tanto amor por la gente de la familia y el lugar que nos vio nacer o la patria que nos acoge, sea esta grande o pequeña. Nada hay más entrañable para el ser humano que el sentimiento de la estirpe y el sentimiento de la tierra. Así, el nombre María presenta connotaciones religiosas muy poderosas, por designar a la madre de Cristo; Fuerteventura, en unos casos, connotaciones positivas, por la significación ponderativa que implican tanto su primer constituyente (el adjetivo fuerte) como el segundo (el nombre común ventura), relacionados, al parecer, con el mito clásico de paraíso de los bienaventurados que se atribuía a Canarias en la antigüedad; en otros, connotaciones negativas de pobreza, miseria y holgazanería, por las hambrunas que la azotaron en el pasado, cuando la isla sufría la tiranía y el oprobio de los señores territoriales; y, en otros, connotaciones de tranquilidad, sosiego, nobleza, salud e idealismo, sobre todo a partir de la publicación del diario de confinamiento y destierro De Fuerteventura a París y de ciertos artículos periodísticos de don Miguel Unamuno y de la conversión de la isla en paraíso para el turismo internacional. Por su propia naturaleza, se trata de un tipo de información mucho más difusa y aleatoria que las dos anteriores, porque depende del valor léxico del nombre o nombres comunes que se encuentran en la base del nombre propio que sea, de la experiencia personal de los hablantes con la persona, el animal, la cosa o el lugar aludido o de las circunstancias o modas propias de cada época, que tienen siempre sus particulares formas de ver las cosas y su propia sensibilidad. Con todo, su índole sentimental, afectiva o emocional convierte a la significación connotativa que nos ocupa en fundamental en el funcionamiento del nombre propio. 

Con significación mostrativa, que identifica o designa al referente, significación denotativa, que lo describe o retrata, y significación connotativa, que lo valora y crea lazos afectivos con él, significamos los seres humanos las personas, los animales, las cosas y los lugares de nuestro mundo, para archivarlos en la memoria y poder comunicarnos con nuestros semejantes. Lo que quiere decir que las personas, los animales, las cosas y los lugares no son para nosotros entes autónomos, sino creaciones de los nombres que los designan. Los nombres propios María Zambrano y Fuerteventura no son meras etiquetas sonoras con que clasificamos a una mujer y a una isla determinadas de forma aséptica u objetiva, sino valores semánticos formalizados mediante un segmento fonológico (los segmentos fonológicos María Zambrano y Fuerteventura) que crean las mencionadas realidades como seres individuales, con tales o cuales características y con tales o cuales afectos, gracias a la significación mostrativa, la significación denotativa y la significación connotativa que los caracteriza. Para los hablantes, no son la persona María Zambrano y la isla de Fuerteventura los que han creado el significado de las palabras María Zambrano y Fuerteventura, sino los significados de las palabras María Zambrano y Fuerteventura los que crean a la persona María Zambrano y a la isla de Fuerteventura; o, por mejor decir, los conceptos que ellos tienen de ambas realidades. 

Y, como los nombres propios son los que crean las personas, los animales, las cosas y los lugares, porque sólo través de su prisma semántico y formal vemos la realidad el común de los mortales, debería prohibirse su cambio, alteración o mutilación, excepto que se cuente para ello con la autorización de los titulares o de todos los interesados. Si elimináramos los nombres propios María Zambrano y Fuerteventura de nuestra onomástica particular, eliminaríamos también a la mujer María Zambrano y a la isla de Fuerteventura tal y como las conocemos en la actualidad los hispanohablantes, porque, para los seres humanos, la realidad sólo existe cuando tiene nombre. Precisamente para cambiar su identidad, cambia mucha gente de hoy el nombre con que la bautizaron sus padres al nacer por otro distinto.

¿Qué ocurre cuando se cambia el nombre de los seres que ya lo tienen por uno nuevo? Pues dos cosas de una enorme trascendencia.

Lo primero que ocurre es que el ente designado deja de ser lo que había sido hasta entonces, interrumpiendo así su continuidad histórica. Con la eliminación de la palabra, se mata el referente. Con la desaparición del antropónimo María Zambrano o el topónimo Fuerteventura, desaparecerían inexorablemente la persona María Zambrano y la isla de Fuerteventura tal y como las conocemos o imaginamos al presente todos los hispanohablantes. En cierta manera, puede decirse que la muerte de la palabra es más grave que la muerte de la cosa que esta designa, porque mientras que la cosa puede encarnar en otro nombre y seguir engordando o acreciendo en él su información denotativa y connotativa, información denotativa y connotativa nueva, aquella se queda sin posibilidad de medrar o crecer, porque desaparece.

Y la segunda cosa que ocurre cuando se cambia el nombre propio, verdadero o exacto de personas, animales, cosas o lugares por otro distinto es que dichas realidades pasan a significarse de manera diferente a como se significaban antes del cambio; pasan a significarse con un significante, una significación mostrativa, una significación denotativa y una significación connotativa nuevos; con el significante, la significación mostrativa, la significación denotativa y la significación connotativa del sustituto, pasando así a adquirir una identidad inédita. Por ejemplo, no significan de la misma manera a la isla de Fuerteventura los topónimos Herbania o Maxorata que el topónimo Fuerteventura, aunque los tres confluyan en la misma referencia. Prueba de ello es que los naturales de la isla no pueden poner en su carné de identidad o en cualquier otro documento público o privado que nacieron o residen en Maxorata o Herbania, sino en Fuerteventura.

Esto es lo que sucedió precisamente en la isla de Fuerteventura en el año 1956, cuando, por mojigatas razones morales (el carácter supuestamente injurioso y vejatorio para los naturales del lugar de la palabra cabra), las autoridades de su capital decidieron cambiar el viejo nombre de Puerto de Cabras, que había ostentado esta parte de la isla desde tiempos inmemoriales, por el hagiónimo Puerto del Rosario, por alusión a la patrona religiosa de la ciudad. Además de los lógicos problemas prácticos inherentes a todo cambio de nombre propio (asunción del nuevo por parte de los particulares, la administración, etcétera, afianzamiento del hábito mental de la nueva denominación, cambio de cartelería, etcétera), que son realmente secundarios, porque son de carácter externo, el hecho supuso dos cosas de una enorme gravedad. En primer lugar, la desaparición de la vieja identidad del municipio, cifrada en el significante, la significación mostrativa, la significación denotativa y la significación connotativa de un nombre vinculado a una de las actividades más representativas de la isla de entonces y de su pasado prehispánico (el pastoreo de cabras), con que se identificaban todos sus moradores hasta ese momento, interrumpiéndose así de forma brusca su continuidad histórica. Ninguna información denotativa y connotativa nueva habría de adquirir el acervo semántico de la vieja denominación a partir de entonces. 1956 es, pues, el acta de defunción del viejo Puerto de Cabras y con ello se quedaban sin padre o referente los que había nacido y vivido toda su vida en él. El pueblo en que habían venido al mundo ya simplemente no existía. Lo habían condenado a muerte y ejecutado las autoridades de turno. Es verdad que el viejo topónimo siguió vivo en la mente y hasta en los labios de muchos majoreros de entonces, mientras tuvieron conciencia y memoria para recordar, pero el poder del nuevo, que gozaba del respaldo de la apisonadora del mundo oficial, era invencible. La resistencia de los descontentos no fue suficiente para impedir que se consumara el atropello.

Y la segunda consecuencia del cambio del nombre del viejo Puerto de Cabras por el de Puerto del Rosario fue que la ciudad pasó a adquirir a partir de entonces una nueva identidad, porque el hagiónimo intruso lo designaba desde un punto de vista mostrativo, denotativo y connotativo distinto que el anterior. Todos los acontecimientos sucedidos en la moderna capital de Fuerteventura a partir del año 1956 pasaron a engrosar el archivo de la significación denotativa y connotativa del nuevo topónimo, sin ninguna relación con lo que había pasado hasta entonces. Así, un hecho que tantas consecuencias negativas tuvo para la vida insular como la llegada de la Legión, en el año 1976, forma parte de la matriz semántica del nombre Puerto del Rosario, no del de Puerto de Cabras. El episodio de la Legión pertenece a la historia de Puerto del Rosario, no a la de Puerto de Cabras; de la misma forma que el hecho enormemente importante desde el punto de vista cultural de la arribada de don Miguel de Unamuno a Fuerteventura, en el año 1924, forma parte de la matriz semántica del término Puerto de Cabras, no de la de Puerto del Rosario. Don Miguel fue huésped de Puerto de Cabras y sus moradores, no de Puerto del Rosario. Hasta tal punto es cierto que el nombre de Puerto de Cabras poco tiene que ver con el de Puerto del Rosario, que hay majoreros de hoy que tienden a identificar el primero con el antiguo puerto, con el puerto del muelle chico y el casco histórico, y el segundo, con el nuevo, con el puerto del muelle grande y la expansión de su núcleo central hacia los barrios de El Charco, Fabelo, Majada Marcial, La Charca..., como si de dos lugares distintos se tratara. Incluso no falta quien, en tiempos más recientes, haya propuesto repartir los papeles y designar el actual municipio de Puerto del Rosario con el nombre de Puerto del Rosario y su capital, con el de Puerto de Cabras. Aunque parezca una exageración, no cabe ninguna duda de que fue la ruptura de la tradición histórica una de las consecuencias más graves del cambio de nombre de la capital de Fuerteventura.

No es, por tanto, casual que los cambios de nombre propio generen conflictos más o menos enconados entre la gente próxima a las personas, los animales, las cosas o los lugares que estos designan. La identificación de la gente con sus nombres propios, con los nombres que les proporcionan el conocimiento que tiene de las personas y los lugares del mundo en que vive, es tan profunda, que resulta comprensible, lógico y hasta justo que sus propietarios luchen por rescatarlos del olvido y volverlos a la vida cuando estos se mueren o los matan. No se trata de un capricho, sino de una necesidad vital; la necesidad vital de mantener la unidad del ser, para no quedar mutilado por la muerte. Nada hay que despierte más compasión y tristeza en el ser humano (y no sé si también en los animales) que la muerte de los seres queridos, sean estos personas, animales, cosas o lugares. Por eso, resucitar a los muertos, traerlos de nuevo a la vida real, que es la única manera de tener existencia plena, ha sido una constante en la historia de la humanidad.

El propósito de restituir, restaurar o resucitar el nombre de Puerto de Cabras no es, empero, empresa fácil, porque se enfrenta con la oposición de los partidarios de la nueva denominación (Puerto del Rosario), que, a estas alturas de los tiempos, ha adquirido ya sus propios derechos históricos, tan legítimos como los de Puerto de Cabras, que se intentarán defender a capa y espada, ¿A qué persona nacida en Puerto del Rosario va a hacerle gracia que le borren del mapa el nombre (es decir, la identidad) de su lugar de origen, en favor de otro extraño, por muy tradicional que este sea? ¿A quién le hace gracia que le maten al padre o a la madre? Por lo mismo que había razones más que sobradas para que los moradores del viejo Puerto de Cabras, los historiadores de las Islas, etcétera, alzaran la voz cuando en 1956 se cambió arbitrariamente el nombre de su pueblo por el de Puerto del Rosario y sus hijos y nietos luchen al presente por restituirlo, hay en la actualidad razones más que suficientes para que los moradores de Puerto del Rosario, los historiadores de las Islas, las gentes de cultura, etcétera, pongan el grito en el cielo cuando se intenta cambiar el nombre de su ciudad por el de Puerto de Cabras. El problema es en esencia el mismo que planteó la sustitución del segundo por el primero a mitad del siglo pasado, si dejamos al margen el hecho importante de que a nadie se consultó entonces para llevarla a cabo, sino que la nueva denominación se impuso casi a traición, y el hecho de que quien empezó el litigio que nos ocupa fue Puerto del Rosario, que surgió de un acto de usurpación. Aunque las usurpaciones son una anécdota en la vida de las palabras, porque, una vez que estas se funden con su presa y los hablantes las convierten en costumbre en sus conversaciones de todos los días, adquieren los mismos derechos lingüísticos y culturales que las palabras de buena ley.

Con todo, lo razonable parece que las autoridades locales no hagan oídos sordos a una reivindicación tan antigua y justificada como la que nos ocupa; una reivindicación que empezó desde el mismo momento en que se produjo el cambio de nombre citado, creando así un conflicto absurdo y complicando la vida a las generaciones futuras de la ciudad. Es lo que tiene la irresponsabilidad de cambiar los nombres exactos de las cosas por “falta de ignorancia”, como dicen los canarios, mojigatería o prejuicios más o menos disparatados. 

Ahora bien, como, por razones obvias, los pueblos (igual que las personas) no pueden tener más que un nombre oficial, para evitar confundidoras ambigüedades o malas interpretaciones, la solución no puede ser aceptar ambas denominaciones en plano de igualdad, como han propuesto algunos, sino elegir una de ellas, en detrimento de la otra: Puerto de Cabras o Puerto del Rosario; no Puerto de Cabras y Puerto del Rosario. ¿Cómo llevar a cabo operación de selección tan delicada? Es evidente que lo que corresponde en casos como estos en sociedades democráticas como la nuestra es la convocatoria de un plebiscito para que sean los propios implicados en el asunto quienes diriman la cuestión. Evidentemente, la organización y gestión de una convocatoria de esta naturaleza no son nada sencillas, empezando por la elaboración del censo de personas llamadas a participar en él. ¿Quiénes tienen derecho a votar en convocatoria tan singular?: ¿sólo los moradores del actual municipio, dado que del nombre de su pueblo se trata?; ¿todos los majoreros, teniendo en cuenta que la capital lo es de toda la isla?; ¿todos los canarios, independientemente de su isla de origen?; ¿todos los españoles?; ¿españoles y europeos que residen en la isla?; ¿todos los hispanohablantes?; ¿sólo los mayores de edad?; ¿también los jóvenes? 

Tampoco resulta fácil determinar qué tipo de pregunta habría que hacer, para garantizar la neutralidad del proceso, sin inclinarse ni a un bando ni a otro, qué grado de participación sería necesario para reconocer validez a la consulta y qué porcentaje de votos (mayoría simple, mayoría cualificada) debería conseguirse para alzarse con el triunfo. Pero doctores tiene la iglesia, que sabrán responder a todas estas preguntas mejor que yo, que soy lego en la materia. Yo me limito a señalar la necesidad de atender a una demanda ciudadana que no carece de justificación y señalar los principales problemas teóricos que el hecho plantea desde el punto de vista idiomático, humano, social e histórico, para evitar que se repitan, por ignorancia, los errores del pasado. Ya decía San Bernardino de Siena que el mayor amigo que tiene el demonio es el hombre ignorante y ocioso.