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El trágico final de un periodista de Lanzarote

Retrato del periodista lanzaroteño Manuel Fernández. (Antonio J. Montelongo).

Jaime Balaguer

Las Palmas de Gran Canaria —

Manuel Fernández procedía de una acomodada familia de la Villa de Teguise (Lanzarote). Su hermano Aquilino (1878-1934), empresario local muy activo en política, destacó por su reformismo como teniente de alcalde y, posteriormente, como alcalde de Arrecife. La vocación de Manuel se inclinó hacia el periodismo que, finalizando el siglo XIX, reanudaba su precaria andadura en la isla.

Con apenas 18 años dirigió Cronista de Arrecife (1899-1900), que se publicaba los días pares. Fue también colaborador asiduo del semanario majorero La Aurora (1900-1906), del tinerfeño El Obrero (1900-1914) y de los lanzaroteños La Prensa (1903) y La Voz de Lanzarote (1913 y 1917-1918).

Pero si en algo destacó fue como precursor del movimiento sindical en la isla con la constitución de la Sociedad Obrera de Arrecife, de la que sería presidente y director de su periódico, El Proletario (1902). Dedicaría sus esfuerzos a promover la alfabetización y a la lucha contra los juegos de azar, que tantos problemas generaban en los sectores populares. En esos años recibió ataques en pasquines y anónimos (circunstancia que conocemos gracias a la defensa que de él hiciera el Heraldo de Lanzarote). Entre otras cosas, se le señaló como instigador de una huelga de carpinteros y marineros. El entonces alcalde, Santiago Pineda, de la red caciquil del Partido Liberal, hostigaría a Manuel con multas que si bien en un primer momento fueron sufragadas por suscripción popular, terminarían con la clausura de El Proletario. Manuel seguiría al frente de la Sociedad Obrera, que sepamos, hasta 1910, realizando diversas actividades políticas y sociales, incluyendo un mitin en defensa del periodista republicano José Nakens.

El reconocido prosista Agustín de la Hoz (1926-1988), especialista en historia de la prensa canaria, definió a Manuel como periodista, escritor y poeta. Sin embargo, los materiales de su autoría que se conservan son escasos. La deficiente preservación de las publicaciones, el breve tiempo de vida de las mismas, la costumbre de firmar con pseudónimos o como La Redacción, así como la desaparición de su archivo personal, imposibilitan valorar el alcance de sus contribuciones. Los escritos que se conservan evidencian su preocupación por la situación de abandono en que se encontraba la isla y las condiciones de vida de sus habitantes, en especial por el alto desempleo, las sequías y la forzada emigración, así como un ardiente deseo de que los obreros se organizaran en defensa de sus intereses.

Entre las anécdotas de su vida, se cuenta que durante la proclamación de la Segunda República, frente a la sede del Cabildo Insular, nadie disponía de una bandera que representara a la nueva institucionalidad. Manuel apareció con una republicana que guardaba en casa, izándola en el balcón para regocijo de la multitud que allí se congregaba.

Sabemos que fue aprehendido por la Guardia Civil en Arrecife, el 30 de septiembre de 1936, portando cuartillas en las que se pronunciaba contra la rebelión militar (según varias versiones, contra Sanjurjo, a quien se consideraba líder de los golpistas), lo que le granjeó la acusación de “menosprecio a la patria”. Una vez detenido, fue trasladado a Gran Canaria e internado en el campo de concentración de La Isleta.

La madrugada del 6 de octubre, sin que se sepa el desencadenante, al menos un suboficial y uno o varios cabos de vara le propinaron una brutal paliza en una explanada del campo, empleándose a fondo con palos, puños y patadas. Según algunos relatos, llegaron a sentarse encima de su cuerpo, haciéndole ingerir un líquido negro. La intensidad de los golpes fue tal que su rostro quedó desfigurado. Su cuerpo moribundo fue conducido hasta una de las tiendas donde se hacinaban los presos (conocidas como “chabolas”), donde sus compañeros de cautiverio solo pudieron “secarle los sudores de la muerte”.

Cuando se permitió que uno de sus sobrinos recogiera sus efectos personales, expresó su deseo de que se le entregara el cuerpo, siendo despachado con amenazas

El asesinato de Manuel dejó su impronta en los demás presos. Al hacinamiento, hambre, enfermedades, torturas, palizas y, sobretodo, al horror de los fusilamientos, se sumaba ahora la posibilidad de terminar muriendo de una de las formas más brutales que se pueden imaginar. Si a un simple periodista, de familia conocida, lo habían matado a palos a la vista de todos con la más absoluta naturalidad ¿qué no podrían hacer con los dirigentes y cuadros políticos? ¿Y con los presos de origen humilde?

La noticia no tardó en llegar a Lanzarote. El 8 de octubre el delegado del gobierno en la isla contactó por telegrama con el gobernador civil de Las Palmas: “Familiares de Manuel Fernández Hernández, que fue puesto a disposición de ese gobierno por esta delegación, solicitan informes del mismo pues según dicen les informan ha fallecido”. Desde el gobierno civil contestaron a la mañana siguiente: “falleció hace tres días”. La causa oficial de la muerte: “síncope cardiaco”. Tenía 54 años. Estaba soltero y no dejó descendientes.

La identidad de sus asesinos continúa siendo una incógnita. Encontramos hasta tres versiones diferentes sobre la autoría. Una, afirma que fue el sargento Herrera y un cabo de vara; otra, que fue el teniente Lázaro, acompañado del sargento Bombín y 5 cabos de vara; finalmente, una última apunta al guardia Cabrera. Tampoco sabemos si lo hicieron por iniciativa propia o a instancias de un tercero, aunque todo apunta a lo primero. Lo que es seguro es que a ninguno de los posibles implicados se les reprobó su conducta ni se les abrió expediente alguno. Antes al contrario, se ocultó lo acontecido -incluyendo el facultativo que certificó la defunción- y a la familia se le dieron excusas inverosímiles. Cuando se permitió que uno de sus sobrinos recogiera sus efectos personales, expresó su deseo de que se le entregara el cuerpo, siendo despachado con amenazas.

Los restos mortales de Manuel, probablemente, fueron arrojados a la fosa común número 5 del cementerio de Vegueta. Así lo atestigua Domingo Valencia, antiguo preso del campo, que recuerda que acarrearon su cuerpo al camión que hacía el transporte habitual de los cadáveres de los fusilados. Sin embargo, vale la pena reseñar que Juan Medina, archivero especializado en la historia de La Isleta, ha documentado relatos de la posguerra sobre la presencia de restos humanos ocultos en una cueva tapiada ubicada en la zona militar. Otro vecino de Las Palmas, Aniceto Sousa Romero, barbero del barrio de San José, pudo correr una suerte similar a la de Manuel, dándosele de baja por “síncope cardiaco”, sin que se sepan más detalles.

Han transcurrido ya 80 años de estos trágicos sucesos. En el otoño de 1936 decenas de personas fueron asesinadas en Canarias por las autoridades rebeldes. Manuel es apenas un nombre, que se suma también a la larga lista de periodistas asesinados por razones políticas. En su memoria, en la de todos ellos, recordamos estos versos que le dedicara el poeta Francisco Tarajano:

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