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Un problema de expectativas

Pedro Sánchez, en una imagen de archivo

Juan Manuel Bethencourt

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El Gobierno de la Nación vivió ayer una tarde absolutamente tormentosa. Eso por decirlo en plan suave, porque en realidad fue una sesión vespertina nefasta, producto de una secuencia peligrosísima con un asunto como telón de fondo: el manejo de las expectativas. La intervención de Pedro Sánchez el pasado sábado permitió interiorizar a la sociedad española la inminencia de la salida de los niños a la calle, incluso en condiciones limitadas para evitar ponerlos en riesgo o, peor aún, que la población más joven se convirtiera en un nuevo foco de contagio para los colectivos vulnerables, como podrían ser sus abuelos. Esto se dio por asumido y, guiados por la dinámica imparable de la comunicación en red y el chute emocional, todas las cadenas de televisión se apresuraron a emitir vídeos de niños desde sus casas con mensajes de alivio tras un mes largo de confinamiento. Esta tendencia, desatada por el propio Gobierno, derivó en una sentencia inapelable: el día 27 saldremos a la calle, no para jugar con otros niños, sí para dar un paseo y ventilar cuerpo y alma. Lo teníamos todos muy claro y sólo nos preguntábamos por los detalles: dónde podrá ser, por cuánto tiempo, cuál es la edad límite. Cuestión de detalles que podían generar polémica (¿por qué uno de 14 sí y otro de 16 no?, era la pregunta que se hacían las familias con adolescentes en casa), pero que no cuestionaban el principio fundamental, que los niños podrían salir de sus casas.

Algo que aún no ha sido explicado debió ocurrir en esa reunión del comité científico celebrado ayer a mediodía, origen de la estrambótica decisión anunciada acto seguido, con extrema torpeza por cierto, por la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno. Mi tesis es que el Ejecutivo concluyó, advertido por sus expertos, que la medida, largamente esperada, no estaba exenta de riesgos, e interiorizó de inmediato que la situación de la pandemia en España no permite alegrías, porque ayer mismo hubo más de 400 muertos, porque los fallecidos ya son más de 20.000, y porque un rebrote del coronavirus sería letal para el sistema sanitario, para la economía y para la credibilidad de un gobierno que tras un mes de confinamiento carece de margen de error. Pero, claro, ya había sido generada la expectativa de que la salida gradual de los niños era un hecho a partir del día 27. ¿Cómo actuar? Pues con una solución a medio camino, permitir la salida pero para acompañar a los adultos en el ejercicio de aquellas tareas que ya están autorizadas en el decreto del estado de alarma, esto es, ir al supermercado, a la farmacia o al banco. La incoherencia era tal que la medida se descalificaba por sí sola, como advirtieron de inmediato expertos médicos, políticos de todo signo ideológico y, por supuesto, un porcentaje relevante de la sociedad española, encolerizada tras recibir un anuncio: a) incomprensible desde cualquier punto de vista, y b) muy alejado de las esperanzas concebidas en los días pretéritos. El error era tan clamoroso que el Gobierno activó una rueda de prensa de rectificación en pocas horas, en la persona del ministro de Sanidad, para afirmar que los paseos serán permitidos desde el domingo en términos que aún están por ver. Es lo que pasa cuando se manejan expectativas en medio de una pandemia global: el error de comunicación ya es un hecho clamoroso que lastrará la credibilidad del Gobierno durante semanas, y además nos quedamos con la duda de si la salida a la calle de los menores será o no una decisión razonable en lo que toca a la lucha contra la COVID-19. Es un escenario preocupante.

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