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No es no

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Indra Kishinchand López

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La semana pasada oí a Paula Sainz contar en las noticias que el padre de un compañero de ella en el conservatorio le narraba con detalles las supuestas relaciones sexuales que mantenía con su sobrina pequeña y cómo la invitó a formar parte de ellas. Paula tenía once años. Al día siguiente escuché a Paula Bonet en televisión denunciar con firmeza la manera en que algunos hombres hablan con la autoridad que les otorga el simple hecho de serlo. Días después me relataron el horror de vivir durante 18 años con un maltratador, la imposibilidad de separarse durante la dictadura de Franco, los psicólogos y psiquiatras que vinieron después, los 36 años de soledad, el miedo.

La semana pasada escuché esas historias con atención y también decidí escucharme a mí misma. Entendí a mi madre cuando me decía que no repitiera aquello de que ser un chico sería más fácil, que debía de estar orgullosa de ser mujer y llevarlo por bandera. Comprendí que cuando yo decía que no quería hacer las cosas si no las hacía bien estaba retratando a casi todas las mujeres de mi alrededor. Porque ellas también tenían miedo a fracasar por una presión más que visible de cumplir con unas exigencias impuestas; exigencias que, hasta ahora, habíamos sido casi incapaces de transformar.

Esa misma semana recordé la cara de sorpresa de mi hermano cuando, una noche en verano, a las tres de la mañana, llamé a una amiga preocupada porque minutos antes no le había podido coger el teléfono. Él estaba a mi lado escuchando cómo ella me decía que no había pasado nada, pero que había algunos tipos raros increpándola y había preferido llamarme. Vi en la cara de mi hermano tristeza y también algo de sorpresa. Porque a él no le había pasado nunca y no era lo mismo darse cuenta de ese modo que escuchar relatos ausentes. Entonces me reafirmé en mi pensamiento: que la indiferencia no es el camino del cambio y que el problema también era el silencio y el miedo.

Si no tuviéramos que recordar la primera vez que votaron las mujeres, si no nos preguntáramos quién será la primera presidenta de Estados Unidos, si no pensáramos en la primera vez que una mujer fue ministra, diputada, o el momento en que la mujer accedió al mercado laboral, no tendríamos que erigir nuestras conciencias y nuestras palabras es pos de la igualdad.

Pero no se trata solo de mujeres, claro. También se trata de esos hombres que se jactan de su supuesto feminismo y son incapaces de mirarse a sí mismos, de aquellos que desprecian a las mujeres de su alrededor y del mundo de la misma manera que lo hacen de quienes se quejan. También se trata de los hombres que se dicen feministas y utilizan la teoría para engrandecerse ante otros hombres, y tienen tras de sí un historial incapaz de construirse con una base sólida. También se trata de los siete políticos hombres que se reúnen para hablar de igualdad, o de todos los hombres jueces que deciden sobre violencia de género.

Y ese es el mayor problema: la muerte, la destrucción que lo arrasa todo, la falta de amor, la inexistencia, el miedo, la cobardía, la ansiedad, la angustia, la culpa. Lo peor es precisamente sentirse culpable por ser mujer, o sentir que ser mujer es la causa de algo de malo, cuando ser mujer es sinónimo de valentía, de amor, de comprensión, de solidaridad; cuando ser mujer es equivalente a lucha, a compresión, a fuerza. Porque ahora ser mujer no se edifica únicamente en base al propio individuo, sino que a día de hoy la batalla se libra en cada escuela, en cada universidad, en cada puesto de trabajo, en cada ciudad, en cada calle. Y allí donde haya una mujer, seguirá la contienda.

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