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¿Falsificadores?

Camy Domínguez

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Parece mentira que en una país con tantos problemas como tiene el nuestro actualmente tengamos que estar escuchando cada día sobre el máster o el doctorado que tiene este o aquel político en su currículo, que un día aparece en una web y al siguiente se evapora, si será inventado para fardar ante los electores o se lo habrá sacado legalmente con el esfuerzo intelectual y sobre todo económico que la mayoría de los hijos de vecino suelen invertir en estos menesteres.

Y vemos que esa criba de los currículos se está llevando a rajatabla un día sí y otro también y salen con demasiada frecuencia políticos mentirosos. Algunos no tienen vergüenza y se aferran a su máster o su doctorado de forma desesperada, intentando no soltar prenda, como si se tratara de un tesoro y sin caer en la cuenta de que, cuanto más se empeñan ellos en mantenerlo oculto, más goloso resulta para periodistas y demás investigadores sacar a la luz datos y corroborar falsedades.

Otros en cambio, ante la posible sospecha de haber incurrido en alguna falsedad, dan un paso atrás dejando su imagen medianamente impoluta aunque no sin cierta sombra de duda para ejercer en otros ámbitos. “Lo mejor que hacen”, me dirá usted, pero ya van dos del “gran equipo de superministros de Pedro Sánchez” que dimiten en poco más de tres meses. Y me temo que el presidente no se esperaba que le fueran a crecer los enanos de manera tan inesperada. Y ahora incluso van a por él y los restantes líderes de los distintos partidos, a demostrar que son aptos éticamente para gobernar y dirigir los destinos de este país.

En mis tiempos recuerdo que las tesis, tesinas y trabajos de fin de carrera no se los leía nadie salvo los miembros del tribunal evaluador y los directores o tutores. Y estos se los leían rigurosamente, por su propio prestigio, porque, para bien o para mal, algún día exhibirían en el currículo que fueron directores de la tesis de fulano o mengano, “que hoy es alguien de reconocida labor”. Pero fuera de ahí, algunas investigaciones son verdaderos ladrillos infumables que solo pudieron entusiasmar a quien las llevó a cabo o a quien las propuso y desde entonces han dormido el sueño de los justos en algún escondrijo del fondo de una biblioteca. Con decirles que cuando publicaron mi tesis acordé con el servicio de publicaciones que yo me quedaría con 18 ejemplares y, después de regalar algunos a quienes consideré que pudieran estar interesados en el tema, aún en casa quedan como unos diez ejemplares o más… Pero al menos es posible encontrarla en los catálogos e incluso consultarla en internet, cosa que no fue autorizada, por mi persona al menos. Cuando no se encuentra por ninguna parte el texto de un trabajo así, con toda la tecnología que usamos hoy en día es, como poco, sospechoso, ¿verdad, doña Cifuentes?

Pero actualmente han cambiado las cosas y maravillosamente para mi gusto, pues al igual leyendo tesis y trabajos de fin de máster en busca del plagio flagrante conseguimos que la población sea más culta y que, a raíz de dichas lecturas, salga quien rebata las ideas a los doctorandos en otras tesis o artículos sobre el mismo tema, incrementando así el conocimiento de la humanidad. Pero de momento lo único que estamos viendo es cómo queda al descubierto una cantidad de gente que ha hecho de la falsificación de títulos un modus vivendi, que más que nada está opacando el trabajo y el esfuerzo de aquellos que sí realizaron estos trabajos con el debido rigor en la URJC, que es al parecer el centro que más se ha pillado los dedos en este asunto.

Me gustaría saber a cambio de qué un profesor u otra autoridad universitaria modifica una nota en un expediente de un político, ¿a que sí, doña, a que a usted también le gustaría saber con qué les untan el bezo? Espero que lo averigüemos pronto y sobre todo espero que solo sea esa universidad la única que se ha dedicado a estos turbios quehaceres. No quisiera ni pensar que pudiera haber compañeros más cercanos, políticos o no, que hayan conquistado sus títulos por esta azarosa manera de proceder.

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