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El camino de Santiago

Juan García Luján / Juan García Luján

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Mi primer viaje de fin de curso fue a Galicia. Entramos en la iglesia de Santiago de Compostela después de cumplir la tradición con el maestro Mateo en el pórtico de la gloria. Fuimos a saludar al apóstol Santiago y reconozco que me llevé una gran decepción. En la guagua el guía nos había contado la leyenda de Santiago Matamoros que se le apareció en sueños a Ramiro I y lo ayudó en la batalla de los moros. Había que subir unas escaleras para ver a Santiago, así lo hicimos guardando la fila. Llegamos y allí estaba Santiago de espaldas?y sin caballo blanco.

Así pasaron unas cuantas décadas y volví a creer otra leyenda. Ya en este siglo XXI el Santiago habitaba el Paraíso de las Afortunadas. Este Santiago mostraba una firme fe en las leyes de Moisés, y con esa fe parecía capaz de atravesar desiertos como el otro Santiago atravesó el Mediterráneo para predicar en Galicia. Este Santiago del siglo XXI parecía que nos escribía con su camino la misma carta recogida en el Nuevo Testamento: “Tengan, hermanos míos, por sumo gozo, verse rodeados de diversas tentaciones, considerando que la prueba de la fe de ustedes engendra paciencia. Mas tenga obra perfecta la paciencia, para que sean perfectos y cumplidos, sin faltar en cosa alguna. Si alguno de ustedes se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente y sin repoches, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin vacilar en nada, que quien vacila es semejante a las olas del mar, movidas por el viento y llevadas de una a otra parte.”

Reconozco que leía con atención todas las cartas que publicaba Santiago. Me inspiraban respeto aquellas palabras que hablaban de los hombres vacilantes, de los que se dejaban llevar por las tentaciones de los poderes, de los que estaban dispuestos a mezclarse con los herejes, con los que se habían saltado todas las leyes de Dios. Reconozco que, aunque no tuviera caballo blanco, veía que este Santiago del siglo XXI sabía hacer su camino, con paciencia, dando pequeños pasos. El último que había dado fue el de apartarse del templo donde se producían las tentaciones. Ese templo se parecía cada vez más a aquel que rechazó Jesucristo porque se había llenado de mercaderes, y Santiago se fue del templo. Para los que no siguen los capítulos de la historia de las Afortunadas diréles que el templo era llamado Parlamento de Canarias.

En sus cartas Santiago se dirigía a los convencidos y a los fariseos, a los ingenuos y a los oportunistas, a los propios y a los extraños, a los herejes y a los conversos. Leía las caras de Santiago y volvía a aquel episodio de Jerusalén con los fariseos donde el otro Santiago, el de las sagradas escrituras, recordaba lo recogido en los textos sagrados: “Después de eso volveré y edificaré la tienda de David, que estaba caída, y reedificaré sus ruinas y la levantaré, a fin de que busquen los demás hombres al Señor?”

No me malinterpreten. No me parecía Santiago un salvapatrias, no creo en salvapatrias ni dioses. Pero sí lo veía como martillo de herejes dispuesto a hacer un largo camino, con la paciencia que predicó el Santiago del Nuevo Testamento. Pero ayer me encontré a otro Santiago. Vi a un hombre dudoso, dispuesto a desviar el camino, el martillo de herejes dando en la cabeza de los que hasta hace unas semanas compartían el mismo camino y salvando algunas cabezas podridas. Decía Santiago que las leyes son duras, que es difícil entrar en el templo de los mercaderes. Por eso hay que contaminarse un poquito y, si es necesario, aliarse con otros mercaderes. Con los peores mercaderes, diría yo en un acto de renuncia al relativismo moral que pretenden los que quieren hacer sancocho con bacalao al PIL PIL. Santiago defendiendo que el fin justifica los medios. Es como si Maquiavelo no se hubiese marchado de la política canaria. Después de haberlo trincado sin carné de conducir, Maquiavelo abandona el coche y se sube en un caballo y unos días nos aparece con bigote, otros con barba, otros con el pelo plateado para volver a las andadas. Para este viaje no hacían falta alforjas? ni caballo blanco.

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