La ropa vieja
De todo cuesta desprenderse. Nos pegamos a las cosas como si fueran algo más que eso, cosas. Matilde lleva cierto tiempo empeñada en un mercadillo de ropa de segunda mano. Un mercadillo en el que los precios son de risa, simbólicos. Todo empezó, entre otras causas, para ella y para mí, cuando nos aficionamos a comprar en aquella tienda informe en lo alto de la calle Aribau, casi con vía Augusta. Años después, el tiempo nos unió en un hotelito finisecular frente al instituto, pero eso es otro yantar barcelonés. Comprábamos, sobre todo, ropa de cuero y de ante muy trabajada: recuerdo a Matilde con un chaleco azul y a mí con un tres cuartos marrón de ante asaz lustroso. Yo siempre me preguntaba lo mismo, por sus anteriores propietarios. Matilde también contestaba por las buenas lo de siempre: “estarán muertos” me decía, y yo con la misma dejaba el tres cuartos en la percha. Ella luego lo compraba a escondidas y me lo regalaba con una bolsa disimuladora de Vinçon cenando en La venta cualquier sábado de mayo.
Con el mercadillo podríamos decir que los asuntos han pasado a un marco institucional, que diría una politóloga de guardia o un periodista de referencia espulgadora. Ayer le confesé a Matilde que he vuelto a las andadas, un poco por su culpa. Las andadas son dejar ropa usada que ya no quiero en lugares insólitos. El vicio empezó hace más de veinte años en una casa rural del extremo norte de Galicia: unos zapatos Timberland en casi perfecto estado de uso. Más tarde, en el hotel Presidente de Barcelona, dos polos sin marca y unos muy gastados Levi’s 501. A veces las ropas volvieron por los vericuetos más insólitos. El otro día abandoné a su suerte una camisa Adolfo Domínguez en los lavabos del café Varela de Madrid. Matilde se enfada, “¿y para mi mercadillo, qué?”. Mi operación de mayor volumen fue en abril, cuando me despedí de unos mocasines en el hotel Finisterre y un traje de Boss que necesitaba reparaciones en la cafetería Manhatan, ambos, locales coruñeses de reconocido prestigio. El traje se quedó en una silla, como si tuviera cuerpo. Por sus insistencias, Matilde se llevó el otro día mi vieja gabardina hípica Barbour con el compromiso de que la colocaría a modo de imafronte en el local de su mercadillo. No le he confesado que dejo otra ropa, la más imperceptible y gastada, en esos depósitos anónimos de gasolineras y viejos galpones de polígono industrial y supermercados de barrio. No me lo perdonaría. Tengo en la reserva dos chaquetas de pana y un pantalón, todo de Armani, para el próximo hotel que visite, espero que pronto. En la lejanía entonces de la avenida de la Meridiana, había otra tienda en Barcelona que creo se decía Burradas: repleta de ropa de alta gama con pequeñas taras, a precios también muy simbólicos, como en el mercadillo de Matilde: “De ahí surgió la idea, ¿sabes?”. Me confesó ayer en el Cristal City con una ensaladilla y una voll damm en la imaginación. Siempre se producen situaciones imberbes, como esta: es verano, y agosto, y calor.
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