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Las ciudades intangibles

Nueva York

Ana Tristán

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­­­Las ciudades se repiten unas dentro de otras, ciudades clónicas que se asemejan y distancian en cada trazado de sus calles, en los submundos que las conjugan. Cada vez que mudo de ciudad encuentro los mismos universos paralelos que viven, o lo intentan, a pocas paradas de metro, a miles de kilómetros de distancia.

No sólo las franquicias, espacios co-working, gastrobares, hoteles y tatuajes son exactamente iguales en las ciudades informacionales (Castells, 1995), también la desigualdad que las gobierna.

La zona de Salamanca – Chamberí (Madrid, donde ahora vivo) es la del alto nivel en forma y contenido. Gente de abolengo por calles anchas y arboladas, grandes empresas, negocios, cuello blanco, corbata y gin-tonic con limón.

La anchura, la cuadrícula y la limpieza de estas zonas nobles de la capital me hacen sentir como en Europa, en Berlín o Barcelona, en Haussman y Napoleón. Si bien ciudad, continente y emperador son más estrechos y desolados en sus áreas pobres. Ciudades idénticas en su abismal desigualdad. Los techos altos, las estancias luminosas en calles espaciosas siempre son para los ricos, para quienes pueden pagar la comodidad.

La Milla de Oro madrileña, espejo reluciente de la ciudad, fue diseñado y construido para ser justamente eso, el epicentro de riqueza y poder.

Los mismos nombres de las calles representan las dobleces de lo nombrado, calles que se llaman Miguel Hernández, Rubén Darío o Quevedo conforman el halo poético de este barrio. Figuras críticas, muchos encarcelados, fusilados, marginados poetas son los que, ironías de la vida, dan nombre a la zona pija de Madrid.

Los majestuosos edificios, embajadas, diplomacias, impecables conserjes y otras gentes de buen ver ven rodar la vida de la alta sociedad. Perviven aquí los camareros de más de cincuenta, de toda la vida, que lo llaman a uno por su apellido y saben latín, pero no siempre inglés. Por sus elegantes terrazas he podido ver que todavía perdura lo que creía un oficio extinguido: el de limpiabotas. Ver aún hacer ese trabajo en estos días tan digitales me traslada recordando a cuando Lolita Pluma vendía flores de papel en el parque Santa Catalina, los adultos leían gigantescos periódicos y nosotras jugábamos a los boliches (canicas, en peninsular) con la más grande emoción.

Esta zona del puerto de Las Palmas, cuna y tumba de Lolita, se parece más a los distritos de clase trabajadora de cualquier ciudad, en su manera y arquitectura.

En estas zonas lo que abunda son las casas de apuestas para enganchar a los trabajadores, los cutre-bares donde los paisanos beben en vasos de tubo. Si no latas de cerveza en los soportales de edificios construidos para aglutinar, no para contemplar el poderío a la sombra de un vaso de balón con pepinos.

El mundo de la gentrificación, la especulación y el blanqueo es alucinante. Ahora están multiplicándose a la velocidad de los hípsters las casas de apuestas en los barrios de menor renta. Paseando desde Aluche a Madrid Río conté más de veinte. Obviamente en las zonas pijas no se ha producido esta ludópata invasión. Se trata de sacar dinero a los pobres y los jubilados.

En España, al parecer de mis ojos, lo que gobierna a la gente (*ciudadanía) es la anarquía y la familia, la que queda. El gobierno la mayor parte del tiempo desaparece: tras una pantalla, en un escándalo, en un mutis por el forro.

Las ciudades se repiten, las religiones se repiten y la historia se repite, tenemos una posmodernidad un tanto medieval, unas democracias con tintes cada vez más fascistas, una desigualdad cada vez más igual.

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