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La culpa para quien la trabaja

Qué culpa tiene el tomate.

Ana Tristán

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Tengo departamentalizados el cerebro y el corazón, las lecturas, el armario y las amistades, el tiempo lo tengo desmembrado en inconexas odiseas cotidianas.

El presente es una cajita llena de planes, proyectos futuros, reales e imaginarios. De repente nada gira, se quiebra la línea del tiempo. La enfermedad y el sueño paralizan el sentido, todo pende de un hilo sin dirección.

He aprendido a ponerme en fila, escribe cien veces “no se pinta la mesa en clase”, haz el favor de bajar las rodillas, no se ponen los codos en la mesa. Sé perfectamente hacer todas esas cosas. Si cedo el sitio a las personas mayores, menores, enfermas o sanas es, sin embargo, porque me duelen sus piernas y no lo puedo evitar.

Si digo perdón todo el tiempo es porque he aprendido la culpa, eso sí. El perdón ha pasado a ser gutural. Eructo perdones sin darme cuenta. Perdón, perdón, lo siento.

Cuando digo gracias es porque he aprendido la educación que moldea la empatía. Es diferente.

La culpa para quien la trabaja. Esto es: la Iglesia y el Estado. O una parte. La Iglesia también está departamentalizada y quebradiza, como todo. Pero se asienta sobre el temor y la culpa, igual que el capitalismo lo hace sobre la extracción de materia prima barata de lugares cada vez más lejanos e invisibles. Por eso hablan de transparencia. Porque de cerca no hay nada que ver. La realidad está escondida en campos de concentración.

Tú sabes lo que digo. Sabes cómo pica la conciencia y martillea allá adentro la verdad. El ruido no acalla el silencio de fondo, lo amontona.

Tengo departamentalizada la verdad y fragmentado el conocimiento. Pienso lo mismo y su contrario, sobrevivo a la esquizofrenia de vivir mil antagonismos. Las Agencias que investigan movidas saben que la industria y la carne procesada son cáncer, que hay trabajos que matan, que la industria agroalimentaria se parece a la muerte, que hay un holocausto de animales a nivel mundial para satisfacer la oferta y la demanda del proceso de macdonalización universal.

Al final de todo, en el fondo del pasillo del sistema productivo, extranjeros pobres hormonan a miles de pollos y después los lanzan a sus jaulas de cinco en cinco, de veinte en veinte. Lo llamaron productividad, a la maximización infinita de beneficios, al horror.

Cuenta Munir Hachemi, en su recién publicado artefacto literario, las aventuras de cuatro jóvenes de clase media (en todas sus variantes –media alta – media baja – medio centro) por los maizales transgénicos de una siniestra compañía en la campiña francesa. Él mismo es protagonista, un zagal que marcha a vendimiar a Francia para financiarse el doctorado, el máster o lo que sea.

El caso, para no perdernos por el texto y sus variantes, es que Munir pasó un día vacunando (torturando) pollos ponedores por diez euros la hora: “Los ceban con luz y maíz para que vivan varios días en un día y varias vidas en una vida”.

Munir, autor y personaje de su narración, decide dejar de trabajar en ese “mercado de cosas vivas” y hacerse vegano. No hablaré de las aventuras de estos “deshechos humanos” por la campiña francesa, ni de Borges, Mohammed o de la famosa teoría del cuento. Sólo de los pollos híper hormonados en masa y del veganismo.

Yo, Eso, esta que soy yo, para no caer en la tentación de la redención plantívora, me parapeto con todo el cinismo del que dispongo: Me encanta la carne muerta de desayuno.

A lo largo de mi representación vital he hecho acopio de ingentes cantidades de argumentaciones demagógicas y de autoridad. Puedo decir: la culpa de todo la tiene Carmena. A las plantas también las hormonan. La nación carece de base espiritual (Mishima).

¿Cómo combatir la inconsciencia del sistema económico actual comiendo espinacas? Quiero decir que todo es una gran bola de mierda y nihilismo. Qué hacer con la política de los transgénicos, los monocultivos, el petróleo, el diésel, los patinetes eléctricos, la deslocalización, los campos de concentración de pollos, de cerdos, de personas.

Será el alcalde el que elige al vecino pero quién elige a Monsanto, a Nestlé, a Iberdrola.

Por eso yo tomo cinismo y demagogia en cápsulas de 500 mg por las mañanas.

Tengo la mente y el corazón departamentalizados, se me fragmenta la conciencia en mil pedazos y los recojo hecho trozos de viejas creencias. Sólo la duda cabe. Si no hay creencia en que agarrarse, ni actitud en la que sostenerse, la duda se expande como el universo. La miseria se expande como el capitalismo.

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