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¿Son imparciales todos los jueces?

Antonio Morales / Antonio Morales

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Desde que se hiciera pública la sentencia del caso Tebeto por la que se condena al Gobierno de Canarias a pagar una indemnización millonaria a Rafael Bittini, propietario de Canteras Cabo Verde, los cimientos del edificio que mantiene el principio institucional de la separación de poderes y las garantías del respeto a los mecanismos básicos de un Estado de Derecho parecen deteriorarse notablemente.

Tras una resolución judicial basada en un informe de parte claramente interesado y sin contraste alguno que obliga a pagar al Gobierno canario, con los recursos de todos nosotros, un total de 101 millones de euros (casi 17 mil millones de pesetas) y ante su cuestionamiento por una gran parte de la sociedad isleña, del propio presidente del gobierno autonómico y del portavoz de la oposición socialista, Santiago Pérez (que llegó a señalar una amistad manifiesta del magistrado ponente con el dueño de la cantera y beneficiario de una inyección millonaria sin dar un palo al agua), en los últimos días se ha desatado una suerte de respuesta judicial con una potente carga de profundidad.

Así, en el acto de apertura del año judicial en Canarias, el presidente del TSJC, Antonio Castro Feliciano, manifestó con contundencia el rechazo a “cualquier afirmación, denuncia o insinuación sobre la falta de imparcialidad” de los jueces. Poco tiempo después las asociaciones judiciales mostraban públicamente su oposición a las críticas al ponente del caso Tebeto y, por último, el pasado viernes, nueve de octubre, la Sala de Gobierno del TSJC hacía suyas las palabras de Castro Feliciano en el acto citado.

Como podrán comprobar la reacción de los jueces ha sido unánime, a pesar incluso de que algunos de los que ahora suman su voz, en una defensa que adquiere ante el conjunto de la sociedad unos tintes de corporativismo cuestionable, suscribieron un comunicado el pasado verano, junto a otros operadores judiciales, en el que reconocían la pérdida de confianza de la ciudadanía en la justicia y manifestaban su rechazo a la dureza de ésta ante los delitos cometidos por las clases más humildes frente a la debilidad y comprensión “de los presuntos delitos de corrupción, urbanísticos y patrimoniales de cuello blanco que se cometen por los grandes poderes económicos y altos cargos políticos o públicos”.

Desde luego no son los ciudadanos de a pie sino el Foro Económico Mundial, en un estudio sobre la independencia judicial en el mundo, el que sitúa a España en el puesto número 56, de 134, detrás de naciones como Egipto y Arabia Saudi y justo por delante de Nigeria y, como dice Félix Monteira, “en España hay muchos jueces que desempeñan el papel que la sociedad les ha encomendado, pero hay otros, y su porcentaje es creciente según se asciende los escaños de la jerarquía en la carrera, que, en lugar de aplicar la ley, la trasforman, la interpretan o la retuercen. Son los que anteponen injustamente sus intereses o creencias a la aplicación del marco legal que la soberanía del pueblo ha dictado”.

Sin duda, son muchos los expertos que coinciden en poner en tela de juicio determinadas maneras de actuar que pervierten en bastantes ocasiones el verdadero objeto de la justicia. El magistrado José Jiménez Villarejo afirma que “el esfuerzo de los jueces debe estar dirigido, más que a la conquista o defensa de una independencia ya asegurada, a la utilización imparcial de la independencia. Por dos razones: porque la imparcialidad es la esencia de la justicia y porque alcanzarla en su plenitud es una tarea personal que nunca puede presumirse acabada” y añade que cuando discrepamos de una actuación judicial de difícil explicación estamos haciendo valer nuestro derecho al juez imparcial, “y eso, además de no lesionar la independencia judicial, puede ser una saludable contribución al buen hacer de los jueces”. También el magistrado emérito del TS, José Antonio Martín Pallín deja claro que “no basta con jurar o prometer acatamiento a la Constitución para tener convicciones democráticas. Es necesario integrar en la vida de cada uno, los sentimientos, los principios y los valores que deben estar presentes en la aplicación de la ley”.

Perfecto Andrés Ibáñez es contundente al manifestar su apoyo a la crítica “racional y fundada, con toda la dureza que sea menester, que pudiera contribuir a estimular actitudes positivas y a crear una opinión pública madura al respecto” y el catedrático de Derecho Civil Pablo Salvador Coderch señala el papel de los ciudadanos “quienes caemos en la simpleza de ansiar que los jueces apliquen la ley si es clara, decidan con humanidad y sentido común si no lo es y que, al hacerlo, se olviden de su mejor amigo”.

Para el catedrático de Derecho Constitucional, Francisco Balaguer Callejón, “el ideal de un proceso justo es aquel en el que el tribunal ni siquiera conoce los nombres de las partes y se limita a analizar los hechos y a determinar las consecuencias jurídicas que de ellos se derivan”, y, como señala Alejandro Nieto, que cita la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, “el juez no puede asumir procesalmente funciones de parte y no puede realizar actos ni mantener con las partes relaciones jurídicas o conexiones de hecho que puedan poner de manifiesto o exteriorizar una previa toma de posición anímica a favor o en contra de alguna parte”.

¿Tenemos entonces que permanecer callados y aceptar sin más que con nuestro dinero se paguen 100 millones de euros a un señor simplemente por solicitar una concesión minera, sin mover una piedra, sin cuestionar el procedimiento y las formas? ¿Tenemos que permanecer callados y aceptar sin rechistar lo que está sucediendo en Valencia y la actuación del presidente del TSJCV, Juan Luis de la Rúa, porque no se puede cuestionar la independencia de la Justicia? ¿Tenemos que aceptar sin rechistar las declaraciones de Gabriela Bravo, portavoz del CGPJ, cuando dice que “no sé hasta que punto la amistad entre De la Rúa y Camps tiene un grado de intimidad para que tenga que abstenerse”, obviando, no ya el delito que cometería si así fuera, sino la apariencia, fundamental en el ejercicio de la justicia.

En el caso canario no se puede, no se debe consentir que, si en vez de sucederle al Gobierno, con el consiguiente peso institucional y mediático, lo que les ha permitido remover Roma con Santiago, le ocurriera a una administración de menor calibre o a un ciudadano de a pie, el apoyo constitucional quedaría capidisminuido y diluido en largos años de espera, casi siempre infructuosos.

Más allá de la tendencia a autoprotegerse de la familia judicial, ningún poder del Estado debe situarse por encima del otro y tal y como dice el periodista Manuel Hidalgo, “acatar una Justicia así es inevitable, pero respetarla en lo profundo y no criticarla parecería de necios o esclavos”.

Barak Obama hace suya una frase de un juez americano que afirma que “el cargo más importante en democracia es el de ciudadano” y el catedrático de Derecho Procesal, Fernando Gómez de Liaño sostiene, en “La Justicia invertebrada”, que “la primera condición del Estado fuerte es la fe del pueblo en la Justicia”. Con lo que viene sucediendo me parece que estamos muy lejos de conseguirlo, a pesar del esfuerzo de muchos jueces y de muchos ciudadanos. Por eso tenemos que apoyar a los que trabajan sin denuedo por un sistema judicial democrático y transparente y por eso precisamente debemos criticar y denunciar determinadas prácticas y actuaciones judiciales que tanto daño hacen a una parte fundamental del Estado de Derecho. Porque es imprescindible para esta democracia.

No podemos aceptar sin más el mensaje de los versos de San Juan de la Cruz: “Ya por aquí no hay camino/Porque para el justo no hay ley”.

*Alcalde de Agüimes

Antonio Morales*

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