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Adiós a Diego Robles

Julio M. Marante

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Hoy, que me falta la sonrisa generosa de tu afecto,

hay –como decía el poeta –un vacío que me embarga fuera

y otro vacío que me aprieta adentro.

Nuestra pequeña y doméstica historia nos ha devuelto, en las últimas horas, con la muerte de Diego Robles, recuerdos brumosos; hechos casi olvidados; momentos que creíamos fugaces, pero que han permanecido a través del tiempo en fotografías amarillentas, que guardan una porción entrañable de nuestra memoria. Su quehacer no ha sido indiferente. Tal vez por eso, nos conmueve un sentimiento de gratitud hacia el fotógrafo y amigo, que ya reposa en un sueño interminable.

Después de haber “cumplido con la Patria” en tierra palmera, Diego Robles pensó que había cerrado un capítulo de su vida. Sin embargo, el regreso a Jaén no le satisfizo lo más mínimo y seguía soñando con los verdes hermosos y los azules sublimes de la Isla, con el sueño que anida en sus colores. En Linares, la proximidad de su familia y la cercanía al paisaje natal de Baeza no le compensaron de las vivencias que había tenido en La Palma, “amasadas con el cariño de su amada Delfina, en el ambiente tranquilo y confortable de esta tierra”.

Y regresó… No quiso ser ave de paso y construyó su nido en nuestro alero. Volvió para quedarse en una isla que le había acogido y de la que se había enamorado, a través de los ojos de una mujer. La Palma reparó su querencia de tierra con el calor de un abrazo, que le hizo cambiar los olivos de Jaén, aquellos que cantara García Lorca, por los pinares de nuestras cumbres y los barrancos del norte de la Isla, que tanto le habían impresionado; la fachada plateresca con puertas de arcadas ojivales de la Virgen del Pópulo, por el pórtico renacentista de la Parroquia del Salvador; las murallas de Baeza por el castillo de Santa Catalina y el pequeño malecón; la catedral gótica de su tierra natal por el recóndito y humilde santuario de Nuestra Señora de Las Nieves. En La Palma, Diego Robles, al impulso de sus capacidades, primero como pintor de “brocha gorda” acondicionando el antiguo parador, a las órdenes del maestro Félix “Castilla”, hasta que, atendiendo a su vocación, se hizo un sitio entre los fotógrafos locales, alcanzó la proyección humana y laboral que deseaba, sin condicionar su trabajo a la compensación económica que recibía. Cámara en ristre holló los senderos de la Isla, plasmando dramas y aleluyas… Retazos de nuestra vida reveladas sobre el papel.

Fotógrafo de la vieja escuela, aunque terminó por adaptarse a la era digital, durante muchos años, Diego Robles estuvo vinculado como reportero gráfico a Diario de Avisos. Recorrió piedra a piedra los caminos y parajes de la Isla, y grabó con su cámara las sonrisas y las lágrimas que han servido para componer la música vital de nuestra existencia. Las fotografías de Diego Robles en este periódico constituyen un compendio interesante de documentos gráficos, que ilustran los surcos de nuestra historia. Ya lo decía José Luis Perestelo, al prologar, hace una década, el libro de la exposición ‘Diego Robles: Cincuenta años de Fotografía en La Palma’. El entonces presidente del Cabildo hacía esta observación: “No sería descabellado afirmar, que la obra de Diego Robles ha consistido en hacer eternos los instantes que hoy nos permiten analizar, desde la perspectiva del recuerdo, la evolución de la sociedad palmera durante más de medio siglo”.

Toda huella es un signo. La tuya, Diego, irradia sencillez, la franca inocencia del íntimo goce de servir como sabías, cámara en mano, siendo testigo de nuestros afanes creadores; de la labor que dignifica y de los contratiempos; de nuestras tragedias, y de los pocos logros que justifican nuestra existencia. Por eso, te pedimos Diego, que desde ese cielo que ya habitas, nos ilumines con el flash de la esperanza.

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