El color del miedo

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Con la llegada del verano, la bajada de casos de COVID-19 y la ansiada vuelta a la “normalidad”, las fiestas populares, las verbenas y las romerías han hecho su aparición estelar. Una aparición casi tan deseada como el Día de Reyes para los más pequeños de la casa o la Bajada de la Virgen de las Nieves para todo palmero. Una aparición que llevábamos esperando durante dos años y que, como hemos podido comprobar, el público ha sabido responder con la participación y el entusiasmo oportunos.

Hemos podido observar fiestas multitudinarias, ambientes festivos y conglomerados de personas incluso en aquellas fiestas de pueblo no tan conocidas ni publicitadas, como por ejemplo, en la Noche de las Brujas en la Montaña de la Breña. Teníamos ganas de divertirnos, de celebrar la vida, de disfrutar de algunos de los pequeños placeres como bailar al ritmo de la Orquesta Tropicana’s o el Grupo Libertad. Teníamos ganas de vivir y de sentir. Porque aunque la vida durante el confinamiento y el período posterior de “nueva normalidad” siguió su rumbo. Los toques de queda, el miedo al contagio, los aforos reducidos, la mascarilla obligatoria... generaron un ambiente de miedo, inseguridad y alerta constante en gran parte de la población.

Parece una tontería pero el hecho de poder festejar rodeados de personas que, quizás, habíamos tenido que dejar de ver por no pertenecer a nuestro grupo más cercano; el hecho de poder divertirnos rodeados de todos aquellos rostros conocidos pero desconocidos por un largo período de tiempo; el hecho de poder disfrutar conociendo a desconocidos; el hecho de poder vislumbrar caras con la misma felicidad que presenta la nuestra. En definitiva, la posibilidad de sentirse libre es la esencia de la vida. Pero esa sensación de libertad se ha visto coartada en un rango de la población. El cúmulo de emociones que se generan en una fiesta, algunas como: alegría, entusiasmo, motivación, ilusión…han sido sustituidas por una lista no tan agradable y positiva en el sexo femenino.

El miedo se ha convertido en una emoción compartida por muchas de nosotras, el miedo a salir de fiesta y no poder controlar lo que ocurra en ella, el miedo al desconocimiento, el miedo al ataque fortuito e indiscriminado. El miedo que, tristemente, nunca hemos dejado de sentir las mujeres al mezclar las palabras alcohol y noche. El miedo que no para de crecer en nosotras al dispararse los casos de ataques en contra de la mujer, en este caso, en forma de pinchazos y jeringuillas. Como respuesta se han tenido que poner puntos violetas en las distintas fiestas, puntos de socorro para ayudar a cualquier mujer en caso de peligro. El color del miedo, finalmente, lo hemos pintado de violeta.

En Europa, las denuncias por pinchazos en lugares de ocio ya suman más de dos mil, mientras que en España las cifras se aproximan a las 200. Denuncias que han activado todas nuestras alertas y que nos recuerdan que, lamentablemente, si eres mujer estás en peligro. El control del miedo que se ejerce en la mujer es, sin duda, una forma de violencia machista. Una violencia que no para de crecer y de cambiar, ajustándose y camuflándose para pasar desapercibida. Pero para nosotras, para todas aquellas que vivimos con miedo, que esperamos constante y frenéticamente el mensaje de nuestra amiga de “ya estoy en casa” para poder dormir tranquilas. Para todas aquellas que se nos forma un nudo en la garganta al ir caminando solas por la calle o que tenemos que cruzarnos de acera porque un grupito de chicos nos grita cosas que nos hacen sentir incómodas y vulnerables. Para nosotras la violencia no ha cambiado y el miedo tampoco, en todo caso ha crecido.

El machismo, tristemente, siempre encuentra la forma de adaptarse a las nuevas circunstancias, de escabullirse entre los nuevos modos de vivir de nuestra sociedad. El machismo, podríamos pensar, se encuentra implícito en cada uno de nosotros. Tomando forma de narrativa oral, de relato compartido que avanza de generación en generación, de boca en boca, escrito y contado por sucesivas voces y personas a lo largo de los años y las poblaciones. Un relato escrito en tinta invisible bajo nuestra piel, un relato que nunca logra borrarse del todo. El machismo, podríamos pensar, es esa historia que seguimos dibujando día a día, trazando su contorno, pintando una línea divisoria entre sexos, apretando y marcando. El machismo, podríamos pensar, no desaparece, lo único que cambia es la mano que lo dibuja y la pluma que utilizamos para ello.

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