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Canarias y los derechos de la naturaleza: una nueva forma de habitar la Tierra

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El modelo de desarrollo que hoy domina en Canarias no solo es insostenible: es insensato. Lo es ecológica, social y éticamente. Se ha llevado el turismo masivo, esa fuente de riqueza y espejismo de prosperidad (¿para quién o qué?), hasta el límite mismo del agotamiento. Las costas se urbanizan sin medida, los vertidos se multiplican, y las administraciones, que deberían proteger, miran hacia otro lado. Greenpeace lo ha descrito sin eufemismos en su informe Destrucción a toda costa 2025: el archipiélago se halla en la línea roja del cambio climático, un territorio donde el mar avanza, las playas retroceden y los ecosistemas se ahogan bajo el cemento.

Aun así, se levantan hoteles sobre dunas, villas sobre acantilados, urbanizaciones sobre campos áridos. En Tenerife, los emisarios submarinos que arrojan aguas residuales al océano son ya emblema de la derrota ambiental. En 2021, había 434 puntos de vertido en Canarias; más de la mitad ilegales, y la mayoría con aguas sin depurar. Eso que algunos siguen llamando “motor económico” se ha convertido en una máquina de destrucción lenta. Un motor del Capitaloceno, esa era donde el capital manda más que el clima y donde el progreso parece medirse en metros cúbicos de hormigón.

Durante años el turismo fue sinónimo de bienestar. Hoy es un arma de doble filo. Si las aguas pierden su transparencia y los paisajes su alma, el propio modelo colapsará. No hay paraíso posible cuando el mar huele a aguas negras. Pero el problema no es, en el fondo, de tuberías ni de urbanismo: es cultural y educacional. Hemos vivido como si la naturaleza fuese una sirvienta muda, algo que se usa y se desecha. Esa vieja idea: que el ser humano está separado de la Tierra, ha producido un mundo enfermo de exceso, de ruido, de codicia.

El Derecho, en su versión moderna, no ha sido inocente. Nació para proteger la propiedad, no la vida. Y durante siglos ha tratado la naturaleza como un objeto, una cosa que se explota, no un sujeto que se respeta. Los ríos, los bosques, los océanos fueron convertidos en recursos, en mercancías. Uno se pregunta si llegará el día en que el aire se venda embotellado en los supermercados.

Pero algo está cambiando. Lo comprendió Miguel Delibes, cuando retrató la sabiduría de quien escucha a la tierra antes de ararla. Y lo entendieron los ciudadanos que defendieron el Mar Menor, hasta lograr que fuera reconocido como sujeto jurídico. Ese gesto, el primero en España, fue más que un triunfo legal: fue un acto de conciencia, una reconciliación con lo vivo.

Ese es el horizonte que necesita Canarias. Reconocer derechos a la naturaleza no es una excentricidad jurídica ni una moda ecologista: es un giro civilizatorio. Supone pasar del verbo usar al verbo cuidar, del crecer al convivir. Ecuador, Bolivia o Colombia ya lo han hecho, inscribiendo en sus constituciones, leyes y jurisprudencia los derechos de la Pachamama. España ha empezado ese camino con el Mar Menor; pero Canarias, por su posición entre tres continentes y su fragilidad única, podría ser pionera en el Atlántico.

Dar voz jurídica a la naturaleza es permitir que el océano diga “basta”, que las dunas reclamen su espacio, que los intereses económicos no puedan atropellar lo sagrado. Si el litoral canario pudiera hablar (y los movimientos sociales ya hablan por él) exigiría detener los vertidos, restaurar las playas, dejar respirar las costas. Porque en esa voz muda se juega también nuestro porvenir.

César Manrique lo intuyó mucho antes que los juristas. Su arte fue una forma de derecho natural: una defensa del equilibrio entre el ser humano y su paisaje. Su obra no predicaba contra el progreso (o su etiqueta verde neoliberal: desarrollo sostenible) sino contra la vulgaridad de confundir progreso con destrucción.

La crisis ecológica es también una crisis de sentido. Y sin sentido, ni el turismo ni la economía podrán sostenerse. Por eso los derechos de la naturaleza ofrecen algo más que un marco legal: ofrecen una posibilidad de redención. Nos obligan a pensar nuestras instituciones desde el límite y la responsabilidad. No se trata de regresar a un pasado arcádico, sino de construir un futuro donde vivir no sea sinónimo de consumir. Donde el bienestar humano dependa de la salud del planeta y no de su agotamiento.

Canarias, antaño las Afortunadas, se encuentra hoy ante una encrucijada ética, social, política. Puede continuar la senda del deterioro o reinventarse desde la sensatez y la belleza de lo cotidiano.

Porque la pregunta, en el fondo, no es técnica ni jurídica, sino moral: ¿cómo queremos habitar la Tierra? Mientras no cambiemos la respuesta, seguiremos confundiendo la mejora con la ruina y el bienestar con la pérdida. Reconocer los derechos de la naturaleza no es el final del camino, sino su comienzo. Como escribió Carmen Conde, en su poemario dedicado al Mar Menor, con el tono de quien pacta con el mar: Pactemos mi mar/ corrobórame íntegro el pacto. ¿Hacia una nueva ilustración ecológica?