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OPINIÓN | 'Privatizacionitis sanitaria: causas, síntomas, tratamiento', por Isaac Rosa

Los profesionales del Hospital Universitario de Canarias

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A veces la vida es muy puta. Te da un zarpazo inesperado y te arranca la piel a tiras hasta dejarte sin aliento. Las raíces de tu cuerpo, que hasta esos momentos te fijaban con firmeza a la normalidad y la rutina, apenas te sostienen. Sientes que el peso del tiempo y la edad caen sobre ti de una forma inexorable, aplastándote, aunque luchas con todas tus fuerzas para no quedar enterrado entre las ruinas de lo que eras. 

Una sensación oscura y fría te envuelve. Todo se detiene. Solo piensas en un día determinado del calendario, que llevas grabado a fuego, momento en que te pondrás en manos de una cirujana, a partir del cual, quizás, todo cambie otra vez. Hasta entonces, te quedas solo, aprisionado entre las rocas de una orilla en la que no quieres estar, golpeado por las olas del océano como si fuese una maza derribando una pared. La incertidumbre se ríe de ti y observa tu sufrimiento como quien se deleita delante de un cuadro en un museo. El pánico también te acompaña, un mal compañero de viaje, que se adueña de tu silencio, tus pensamientos y emociones.

Así me he sentido durante muchos meses, dejando atrás una etapa que no quiero recordar. Mi confianza en la ciencia y la sanidad pública se convirtieron en una tabla de salvación mental, mientras navegaba por la inseguridad de una enfermedad que me llevó al Hospital Universitario de Canarias (HUC). Ahí todos perdemos la libertad y nuestra autonomía. El posterior tatuaje de una cicatriz nos recuerda el combate en el que estuvimos inmersos, aunque a muchos aún les queda toda una guerra por delante. En medio del campo de batalla, los profesionales de la sanidad pública siempre tuvieron un comportamiento ejemplar, independientemente del puesto que ocupasen, demostrando su implicación diaria en todo el complicado proceso de tratamiento y recuperación de los múltiples pacientes que atienden día tras día. 

No diré que nuestro sistema sanitario sea perfecto, porque tiene muchas carencias, pero, a día de hoy, su blindaje público garantiza el cumplimiento de un derecho universal, sin que se produzcan discriminaciones por cuestiones de raza, ideología, sexo, religión ni renta social. En la conciencia colectiva debe primar la idea de que su funcionamiento se sustenta gracias al dinero de nuestros impuestos, pero no por ello buscamos una rentabilidad económica, que nos genere algún tipo de ganancias. Todo lo contrario: es una inversión plural, de la ciudadanía, donde el objetivo es diagnosticar y tratar enfermedades, así como salvar vidas, sin que conlleve ningún tipo de coste monetario a título individual.

Esto, que debería estar ya normalizado en un estado del bienestar, sigue tambaleándose porque no somos conscientes de la importancia y las ventajas de tener una sanidad pública, sin que precisamente tengamos que recurrir a un préstamo bancario para hacer frente a una cirugía o para pagar la estancia en un hospital, y donde la condición social no sea un condicionante para abordar el tratamiento de una afección. 

Curiosamente, durante el período que estuve ingresado, el artista Sabotaje al Montaje pintó un mural en las inmediaciones del HUC en el que homenajeaba al personal de dicha institución pública, concibiendo esa obra como un ejercicio de memoria colectiva para valorar el avance social que supone disponer de una sanidad pública de calidad como la que tenemos en la actualidad. 

Al respecto, hay que insistir en que la inversión pública en los servicios y las prestaciones sanitarias es crucial porque todos nos beneficiamos de ellos, abarcando desde la formación universitaria, de donde salen los profesionales de las distintas especialidades, hasta la propia infraestructura hospitalaria, que nunca debe depender de contribuciones privadas, pasando por la adquisición y renovación periódica de recursos que ayuden a las pruebas de diagnóstico, sin olvidar la investigación científica, base fundamental de la lucha contra las enfermedades.  

Un hospital no es solo un espacio donde habitan las dolencias, sino también donde interactúan muchos profesionales. Es una cadena de personas implicadas con su trabajo, que revierte en tu mejoría desde múltiples perspectivas. El auxiliar te limpia el culo porque estás en un estado de inmovilidad que te impide levantarte de la cama, soportando el pudor a tu edad, aunque su actitud dignifica tus ganas de ir al baño. El personal de limpieza no solo adecenta la habitación que compartes con otra persona, sino que, cada día, te saluda y te pregunta cómo estás, sabiendo perfectamente cuál es tu estado de salud, pero respetando la línea simbólica que nos separa. Las enfermeras y enfermeros se presentan la primera vez que están contigo y te dicen que estarán disponibles para todo lo que necesites durante su turno, un trato cordial que se extiende a cualquier hora de día y la madrugada. A la cirujana no la ves en el momento clave, pero sus conocimientos, lo mismo que la de todos los anestesistas y demás personal implicado, han hecho posible que sigas sonriendo en la carretera.  

Quieras o no, acabas empatizando con muchos de esos profesionales. Esto ayuda bastante porque aporta humanidad al enfermo, una cualidad que escasea mucho en esta sociedad, y le hace sentir que existe un cordón umbilical que le mantiene unido a la vida y la realidad. Asimismo, constituye un refuerzo sicológico porque el simple hecho de hablar, escucharte o preguntarte por el argumento del libro que estás leyendo, hace más llevadera una situación que es tensa para quien la sufre. Se trata de esa parte en la que dejas de ser el paciente de una habitación determinada y te conviertes en la persona que siempre has sido, pensando que estás sentado en un parque, tomando el sol y conversando plácidamente. Es la forma de evadirte.

En sí mismos, esos profesionales forman una cadena, como si fuese una cadena de favores, esa que, alguna vez, muchos hemos puesto en marcha en nuestros barrios, ayudando desinteresadamente a otro vecino, sin pedir a cambio dinero ni bienes materiales, y donde este último acaba ayudando a otro, y así sucesivamente. 

Pero no todo es poesía. Una habitación de un hospital es como una pequeña cárcel, de la cual quieres salir y no puedes. No hay sentencia de un juez, sino diagnóstico de un médico. No hay un tiempo de condena, salvo el establecido hasta que te cures, pendiente siempre del mazo de la incertidumbre y de la lucha de tu cuerpo.

Recuerdo los días en la mía. Podía escuchar el movimiento del segundero de un reloj que estaba colgado de la pared, preguntándome cuándo terminaría todo. A veces, caminaba en el pasillo de mi planta. Era una forma de recuperar algo de esa libertad arrebatada, pero no dejaba de ser un preso que salía al patio de una cárcel y daba vueltas y vueltas para imaginarme que estaba afuera, lejos de los muros de piedra y los barrotes. En aquel pasillo vi pasar la vida, personas de distintas edades y generaciones bañadas en su anonimato y afrontando sus enfermedades como podían: unos, derrotados, a expensas de dejarse ir; otros, marcados para siempre. 

Uno de esos días fui yo el que acabé vencido, más de lo que estaba, al percibir la imagen de una paciente que, ayudada de una fisioterapeuta, caminaba en ese pasillo que no llevaba a ninguna parte, mirando al horizonte de la inseguridad. Tenía una pierna amputada. No hay palabras para describir eso. Solo dolor, mucho dolor, porque ya nada sería como antes. Y la fisioterapeuta, convertida en su pilar sicológico temporal, la ayudaba a reeducar su cuerpo, agarrándola de la ropa. Las miradas hablaban.  

Entonces, volví a mi habitación, hundido, y me tumbé en la cama. A mi derecha, había una enorme puerta corredera, desde donde veía un trocito de Santa Cruz de Tenerife y el océano Atlántico, bañado muchas veces por un color grisáceo. En más de una ocasión, extendí mi mano para tocarlo y nunca lo conseguí; quería bañarme en él y nunca pude. Cuando estás en un hospital, te das cuenta de que, ahí fuera, la vida sigue y nadie detiene su vida por la tuya. 

El día que me dieron el alta, la cama que antes ocupaba se quedó vacía y plegada, a la espera de otro paciente. Mientras me acompañaban por aquel pasillo, camino de la salida, me despedí de algunos de esos profesionales, que tan bien me atendieron. Me educaron para dar las gracias y valorar lo que tengo: un sistema sanitario accesible, universal y ejemplo de justicia social.