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La realidad que nos pellizca

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Desde los confines de Galiza hasta las puertas de Madrid, todo era humo. Un escenario inmundo para recordar los ochenta y nueve años del asesinato de Federico García Lorca. Un escenario de vieja y nueva película de ciencia ficción con reloj Hamilton incluido marcando los tiempos. Los chillidos de los gallos no rompían el cielo y la sangre de las multiplicaciones era un mero recuerdo de patio de colegio. No estábamos allí y sin embargo nos rodeaban los incendios.

De todos los viajes por carretera que he hecho de Coruña a Madrid, muchos, es imposible olvidar este. Porque es el último, habrá otros, seguro, pero no clamará el apocalipsis. Por eso todavía resulta más rastrero que nadie se ponga de acuerdo con nadie. Las gentes de bien, casi todas, no se merecen esto. ¿Y qué es esto? La incuria del cortoplacismo, la negligencia de los que creen saber de todo y largan, largan y largan desde la mesa de un plató de televisión, por ejemplo. Las malas compañías, las necesidades de soldadas infames, las sempiternas necedades y las amistades peligrosas.

Desde uno de los barcos que llevaban a los playeros del puerto coruñés a la playa de santa cristina, una vez se tiró al mar una señora. Se salvó por que estaba próxima una batea, todas estaban próximas entonces. Ahora no hay bateas, ni generosidad que nunca hubo, ni rectitud: he leído no sé dónde que un consabido grupo de animalistas de guardia quieren cancelar a Federico por haber escrito sobre los toros, o sobre la tauromaquia, o sobre todo, qué más les da. Para los canceladores y canceladoras el fin no es el medio, el fin es el estrambote de una tarde incierta de fuego. Acabaré volviendo a pedir entradas para una tarde en Las Ventas y me acordaré de Sánchez Mejías, de Manolete y de los Dominguín comunistas luchando contra el franquismo y amigos de Semprún. Eso también pasó en la calle Ferraz, en otros tiempos. Siempre fue importante esa calle, a mí me gusta. La importancia y la calle.

Cuando era muy niño, mi padre no me dejaba tomar chicle ni cocacola. En Portugal, le segunda estaba prohibida por Salazar, eso sí que era una dictadura preconciliar. Me daba igual: en el quiosco del colegio vendían de todo, hasta asquerosas chufas y cacahuetes. La cocacola la daba Benito, el encargado del bar consignatario de los maristas de cristo rey de coruña. Calle teresa herrera, 5. Así se lo contaba a unas chicas en la terraza del manhatan de la plaza de Pontevedra. Me aguantaron hasta las once de la noche. Luego me despidieron y me dijeron que tenían que darle de comer a los perros. No eran animalistas pero sí muy despiadadas porque ya aquel día, 14 de agosto, ardía Ourense, ardía Zamora, ardía Cáceres, ardía Tres Cantos, y no lo tuvieron en cuenta.

Me fui al Burgo y le escribí un poema de añoranza. Ojalá estuvieras aquí, como la canción de Roger Waters, ojalá estuvieras aquí y pudiéramos leer juntos “Asesinado por el cielo”, es un decir.