La vida no vale nada. Al menos no la vida de todos vale lo mismo. Si no sería imposible que mientras niños de Gaza eran quemados vivos el pasado sábado, una histriónica Europa de brillos falsos y botox en el entrecejo —para que no se note ni su propia tristeza, ni su enfado—, gritaba “¡Israel, Twelve points!” y otra bomba cae sobre Gaza, despedazando a alguien.
Parecen hechos alejados los unos de los otros, Basilea de Palestina, pero las dos situaciones las hemos creado los seres humanos y además simultáneamente. Hechos necesariamente simultáneos, habida cuenta de la necesidad histórica que tienen los gobiernos genocidas, como lo es actualmente el del estado de Israel, de invertir en propaganda, distracción y blanqueamiento de sus acciones. La ayuda humanitaria no entra en la Franja desde el 2 de marzo de 2025, y el resultado son imágenes vergonzosamente familiares, de niños y niñas literalmente en los huesos al borde de una muerte segura, pero “Israel, ¡Twelve points!”.
Porque en Occidente nos han convencido de que vivir sin pensar en el genocidio, en la guerra, en las violencias que no nos tocan, que suceden contemporáneamente a nosotros, es un tidpo de felicidad, de Carpe Diem. Y eso sería otra victoria del régimen de guerra que nos quieren imponer los pocos que siempre se benefician de que los que más se parecen a ti vuelvan del conflicto con las piernas amputadas.
No sé si sus recuerdos de infancia alcanzan a aquellos momentos en que veían a sus padres tristes por algún motivo, pero ellos les mentían para protegerles y entonces, en la práctica, no había tristeza, pero ustedes tenían la profunda sensación de que algo iba rematadamente mal. Eso es vivir en el mundo actual, aparentemente, no hay motivos para estar tristes, pero el ambiente lo está y no hacer nada será más triste cuando lo recordemos en el futuro, que ahora mismo.
También el sábado, horas antes de la emisión del festival de los twelve points, delante del aeropuerto de Gran Canaria había un tiroteo policial, que está grabado en vídeo por las cámaras de seguridad de Aena, en el que se ve caer al suelo muerto a un joven de 19 años.
Una de las cosas más sorprendentes de este caso, cuya investigación judicial está en curso, es que el joven no había terminado de caer al suelo muerto, que ya las redes sociales tenían una sentencia sobre su vida, sobre si merecía la muerte, sobre su pasado, sobre su futuro y también calificativos a la actuación de la policía nacional.
De nada serviría la investigación sobre la propia vida del joven, los motivos que le llevaron a portar un arma blanca, no un machete, en las inmediaciones del aeropuerto, de nada sirve la propia investigación judicial en curso, ni las que han solicitado asociaciones y organismos independientes. No sirven de nada porque el relato racista es tan fuerte y está tan instalado, que puede más un hecho que opera en las mentes de todos, ni lo pensamos antes de escribir: que hay vidas que valen zero points.
En declaraciones realizadas a la periodista de este periódico, Natalia G. Vargas, una trabajadora social que conoció en vida al joven gambiano afirmaba: “Este es un caso de una persona con problemas de salud mental y una intervención policial con cinco tiros”, explica. “He estado en centros en Jinámar, he visto un apuñalamiento en mi cara y nunca he visto una intervención policial de este calibre. A mí lo que me importa es que esta historia sea bien contada”, concluye la trabajadora social.
Pero no se puede contar bien una historia cuando ya se nos ha impuesto un desenlace, no se puede estar alegre con tiroteos y bombas de fondo, no se puede estar alegre cuando para poder sonreír habría que olvidar que la vida no vale nada.
Dice mi amigo Carlos Beltrán que “la gente sensible no soporta este mundo”, y yo solo añadiría, “a duras penas”. Pero alguien con conciencia tendrá que escribir todas las partes de las historias.