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Tópicos del voto femenino en Canarias: de Negrín a Tomás Morales

Colas para votar en Badajoz

Federico Utrera

Madrid —

Cuando hace ya casi dos décadas tuve el honor de escribir las memorias de Carmen de Burgos Colombine, escritas en femenino y en primera persona, no sabía lo que me caería encima. Esa pequeña travesura literaria, que alcanzó un inesperado éxito editorial con varias ediciones –era un libro de casi 500 páginas– tuvo incluso reconocimiento académico: más de un centenar de revistas científicas de todo el mundo lo reseñaron o mencionaron, desde Estados Unidos a Inglaterra, la India o Chile. Guardo la documentación de todo ello para los aún curios@s en la materia, pero lo más sorprendente para mí fue encontrarme con quienes combatieron esta autobiografía de quien fue la primera feminista, periodista y sufragista de España. ¿Por qué? Nada anormal: echaba abajo prejuicios, tópicos e inercias políticas y académicas vigentes desde hacía décadas. Veamos cuales:

Librepensadora, poco amiga de la disciplina ideológica y combatiente sobre todo del dogmatismo, por su labor pionera como sufragista le cupo el dudoso honor de ser marginada a babor y a estribor, pero la inmensa satisfacción de ver triunfar sus ideas mas allá de los reconocimientos sociales, que 70 años después, aún se le escatiman. Hace años, la Fundación Pablo Iglesias se alió con la Biblioteca Nacional para reunir en Madrid una bella exposición sobre el voto de las mujeres (1877-1978), abierta a su itinerancia por otras ciudades. En su prólogo del catálogo, el socialista Alfonso Guerra apelaba a huir del “miedo a la libertad” y reivindicaba a Clara Campoamor. Curiosamente, este texto era de lo más certero de la instalación, muy bien ejecutada en el plano estético, pero que naufragaba en el recorrido histórico, víctima de los tópicos e inercias antes mencionados. La sala encumbraba a las dos mujeres que con mayor miopía se opusieron al voto femenino: Victoria Kent (Radical Socialista) y Margarita Nelken (PSOE). A su lado, se resaltaba la labor de las “pioneras en la política durante la II República”: Dolores Ibarruri y Federica Montseny llegaron a las Cortes cuando el voto ya se había conseguido, figurando junto a otras mujeres, igualmente brillantes y tenaces en su trayectoria política, pero cuyo mérito en la historia del sufragio femenino español es muy dudoso.

Estos eran los casos de la socialista Matilde de la Torre (1884-1946), que “era prima de la pintora María Blanchard” o la comunista Veneranda García-Blanco (1893-1992), una de las mujeres “que prepararon la Revolución de Asturias”. También la conservadora Francisca Bohigas, de la que “apenas hay datos sobre su biografía, pero existen referencias de su labor como traductora de francés para varias editoriales” y Julia Álvarez Resano, gobernadora civil de Murcia depurada “con saña”. Fueron sufridoras, luchadoras y trabajadoras, pero nada que ver con el voto de la mujer. Al lado de estos desatinos, los errores en la catalogación bibliográfica (la célebre editorial valenciana Sempere, donde publicaba Blasco Ibáñez, se ubicaba en “Zaragoza ¿Valladolid?”) parecían anecdóticos. Tanto como los del panel que recogía a las “ministras y presidentas” de la reciente democracia que padeció la chapuza del remiendo para incluir a última hora a Luisa Fernanda Rudi como presidenta del Congreso, aunque hacía justicia al reconocer a la socialista murciana María Antonia Martínez como la primera mujer que presidió una comunidad autónoma.

En una conversación posterior con Alfonso Guerra, éste me confesó que uno de los mayores peligros del feminismo español actual que anidaba en su partido era “el dogmatismo”. Y en el último debate de investidura, creo que producto de esta confusión, el propio Pablo Iglesias (Podemos) reivindicaba la figura de la diputada socialista Margarita Nelken. O queman los Diarios de Sesiones en los debates sobre el derecho al voto femenino o esta vindicación histórica puede resultar comprometida: Nelken se hizo eco –y así votó– de las tesis que se negaban a que la mujer votara porque decían que el sufragio se le dictaría desde “el confesionario”.

El 3 de enero de 1910, el Hotel Continental de Las Palmas celebra un banquete de honor a los candidatos republicanos derrotados en las últimas elecciones. Asistieron más de 70 comensales, entre ellos José Franchy Roca, jefe de filas en Canarias, y el poeta Tomás Morales, flamante adquisición político-cultural. Eran los tiempos en que el literato abulense José Zahonero, amigo de Galdós, le espetó con ironía a Azorín y Zamacois en el Ateneo madrileño: “¡pero que modestos sois! ¡os llamáis intelectuales porque no os atrevéis a llamaros inteligentes!”. El mismo año, en el Teatro Barbieri de Lavapiés se reúnen por vez primera mujeres sufragistas, que ya se cuentan por centenares: Antonia López, Micaela Cervera, Carmen Jordán, Flora Díaz, Purificación Fernández... Son, como Carmen de Burgos, las pioneras, sufragistas “desconocidas” y “anónimas” de las que nada se sabe porque la cómoda y lustrosa historiografía feminista no se ha molestado en indagar. La doctrina oficial es que en España no hubo vindicadoras del voto, no existen, al contrario que en otros países de Europa y América.

En aquel tiempo, ellas empezaron a romper el hielo: el político Alejandro Lerroux se sumaba con reservas (“después de las conmociones y perturbaciones que esto pudiera producir vendría una saludable reacción, obligaría a todos a modificar el medio ambiente, la legislación y las costumbres para que la mujer-ciudadano fuera y pudiera ser lo mismo que el hombre-ciudadano”. El escritor Azorín insistía en que “la mujer debe ser total, absolutamente igual al hombre. Igual en el derecho, en la política, en la economía social, en el trabajo, en la remuneración del trabajo...”. Antonio Maura llevaba el asunto a la Academia y lo defendía... Pero muchas mujeres seguían timoratas. El periódico El Fígaro realizó una encuesta bajo el título “¿Qué harían en el Congreso las mujeres españolas?”: tres escritoras, Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos y Concha Espina, respondían con decisión. La gallega para presentarse como “la primera sufragista española que ha votado (para compromisarios y senadores)”, la andaluza para aceptar el escaño como “liberal independiente, amiga del orden social y partidaria de reformas radicales” sobre la familia, la regulación del divorcio, la despenalización del adulterio (castigado sólo en la mujer), la investigación de la paternidad, la persecución de la trata de blancas y la igualdad de los hijos extramatrimoniales o adoptados. Por último, la literata cántabra reclamaba los mismos derechos humanos para la mujer y los niños que para el hombre. Otras se mostraban cautas: Margarita Nelken posponía el voto hasta que la mujer consiga “independizarse social y económicamente”, la doctora Aleixandre priorizaba la “urgentísima” necesidad de que se eduque a la mujer y María de Maeztu prefería la elevación espiritual frente a las “aspiraciones materiales”. Y Romanones coincidía con sus cautelas: “la mujer no es políticamente muy independiente, aunque reconozco que se dirá que tampoco lo es el hombre”.

Llega la “dictadura alegre” o “dictablanda” de Primo de Rivera, la misma que concede el voto a la mujer con restricciones, sólo en las municipales, para mayores de 23 años sin patria potestad (excepto “dueñas y pupilas de casas de mal vivir” o casadas) y divorciadas (sólo si hay sentencia firme de divorcio que “culpe” al marido, o si éste es sordomudo, loco, está ausente o privado de sus derechos). Tanta cortapisa no hacía falta: nunca convocó elecciones a Cortes. Esta dictadura que presumía de cierta liberalidad por su espejismo dicharachero encarceló a sindicalistas y doctores (Gregorio Marañón), cerró el Ateneo y dictó prisión contra su Junta, forzó la salida de Ortega y Gasset de su cátedra y desterró a Unamuno en Fuerteventura. Con el general chocan las mujeres demócratas, entre ellas la escritora grancanaria Mercedes Pinto, secretaria de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas que presidía Carmen de Burgos. Allí ya eran socias la socióloga uruguaya Paulina Luisi, la neoyorkinamexicana Elena Arizmendi, la hondureña Anita Lagos, la chilena María Jesus Palacios de Díaz, las argentinas Rosa de Vidal, Petrona Eyle y Adelia di Carlo, la peruana Miguelina Costa Cárdenas, la mexicana Sofía Buentello, la costarricense Ángela Acuña, la guatemalteca Natalia Garriz de Morales, la salvadoreña Elena Ruano, la boliviana Elena Smith, la ecuatoriana Zoila Ugarte, la nicaraguense Josefa Toledo de Zaldívar, la paraguaya María Felicidad González, la colombiana Blanca Isasa de Jaramillo Mesa, la dominicana María Ángeles de Camino, la californiana María Castillo de Ponce, la cubana Mariblanca Salas Alomá y la portuguesa Elvira Dantas de Machado. Para ellas tampoco hubo hueco en aquella exposición de la Biblioteca Nacional.

Con estos mimbres llega la II República, pero ésta tampoco trajo de inmediato el voto para la mujer. Sólo se admitía como candidata y elegible, pero no como electora. De las listas accedieron al Congreso de los Diputados tres mujeres: Clara Campoamor (republicana-radical), Victoria Kent (radical-socialista) y un mes más tarde Margarita Nelken (PSOE), cuyo retraso en ocupar su escaño se debió a nuestras ancestrales dificultades con los cómputos. En el histórico debate constituyente (1 de octubre de 1931) sólo Clarita (así era conocida) defendió el voto femenino, acompañada eso sí, por otros 160 diputados socialistas, agrarios, nacionalistas vasco-navarros, izquierda catalana y republicanos conservadores y progresistas, mientras que Kent sólo lograba el apoyo de otros 120 escaños radical-socialistas, radicales y de Acción Republicana. En las filas de los sufragistas, por fin mayoritarias, estaban Alcalá-Zamora, Fernando de los Ríos, Miguel Maura, Largo Caballero, Lluis Companys, Jiménez de Asúa, Gil-Robles, Ramón Pérez de Ayala, el canario Juan Negrín, el posteriormente obispo de Las Palmas Antonio Pildaín, Justino de Azcárate, el médico César Juarrós, Marcelino Oreja Elísegui, Ramón Franco o Pí y Arsuaga. En contra votaron Claudio Sánchez Albornoz, el grancanario Rafael Guerra del Río, Antonio Tuñón de Lara o Pedro Sainz Rodríguez. Otros 188 diputados hicieron mutis por el foro y se ausentaron de la cámara. También gracias a ellos el voto de la mujer entraba en España.

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