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José de Sousa Saramago

José Carlos Gil Marín / José Carlos Gil Marín

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Empecemos, pues, con Roma? Porque el Vaticano ha intentado darle a la obra de Saramago el epitafio de la paletada gris de costumbre del actual papado, de un Papa que ha “olvidado” tan fácilmente su pasado como militante activo de las juventudes hitlerianas en la última fase de la Segunda Guerra Mundial; extraña costumbre ésta la de muchos de los Papas cristianos a lo largo de la Historia, tan inmediatamente crueles, olvidadizos y propensos al anatema en múltiples casos, olvidando también en cuantiosas ocasiones el axioma cristiano de la caridad. Y eso que ya lo dijo San Pablo: ya puedes tener una Fe que mueva montañas que si no tienes caridad, todo te falta. El Vaticano, pues, ya podría haber tenido un poco de caridad cristiana con el célebre escritor que hemos perdido, y que tuvo incluso el coraje de su eterna congruencia hasta el final de su vida, visitando a la perseguida activista saharaui Aminatu Haidar durante el exilio de ésta en el aeropuerto de Lanzarote; en fin, así se comporta el Vaticano tantas veces, sin ver la viga en el ojo propio, y detectando la más mínima paja en el ojo ajeno. Pues bien, comparado con el obituario del Vaticano, el “pecado” de la esquela ha sido una minucia protocolaria venial: ¿a quién se le ocurre poner una cruz en la esquela de un ateo convencido como era Saramago?. La clase estatal de laicidad aún no ha sido en Canarias del todo aprendida? A uno, que es a su manera creyente, pero también a su manera liberal, le rechinan los dientes cuando contempla esta falta protocolaria que para Saramago sería una falta de fondo, que no de forma. Seguro que desde el otro lado Saramago escribirá una crónica sobre éstas cuando menos caricaturescas circunstancias (él, que se atrevió a escribir desde su sardónica ironía sobre la muerte) -aunque para él, y para todos, la nada no exista, porque somos energía y la energía no se destruye, pese a que él creyera que tras esta vida se diluiría en esa nada indefinible en la que sí creía-. He leído tan sólo dos obras de Saramago. Debería haber leído unas cuantas más a estas alturas de mi vida, sobre todo si pienso en el tiempo perdido leyendo otro tipo de libros, otro tipo de literatura; aunque leer en sí mismo nunca es perder tiempo. Las obras fueron, han sido, son y serán siempre, El evangelio según Jesucristo y Las intermitencias de la muerte, al igual que el resto de su obra.

Quizás ahora culmine su trilogía teológica y lea en homenaje póstumo, o, simplemente, por seguir leyendo su inmortal literatura, Caín. Leer a Saramago libros sobre Jesús, sobre la muerte, y sobre un juicio a Dios, son y serán siempre, estando o no de acuerdo con su punto de partida, una buena manera de filosofar sobre las eternas preguntas que siempre rodearán a este minúsculo ser pensante que somos, al ser humano. Saramago decía que lo que menos le había gustado de la Revolución de los Claveles, que tanto ha marcado a su obra y a su país, a Portugal, que lo que menos le había gustado de ella era su nombre, porque una revolución en ningún caso se hacía con claves, en ningún caso se hacía con ningún tipo de flores. Esa congruencia, que le había hecho incluso criticar al Partido Comunista de Portugal, ideas que en su esencia militaba, o que le había llevado a exiliarse de su Lisboa tras escribir el Evangelio según Jesucristo por las críticas entonces recibidas, debería ser ejemplo para muchos, para todos, para una sociedad que se desarticula día a día a pasos agigantados hacia un mundo en el que da miedo pensar cómo será. A él no. Él habría escrito sobre él. De hecho, Saramago ya lo había tristemente presagiado desde sus eternas palabras escritas sobre folios en blanco que afortunadamente una vez dejaron de serlo para no serlo ya nunca. Los restos mortales del Premio Nobel de Literatura José de Sousa Saramago, incinerados ya en Portugal, serán una parte depositados en su pueblo natal, Azinhaga, en Portugal; mas otra parte se enterrarán junto a un olivo de su casa de Lanzarote, informaron fuentes familiares. Un olivo? El origen de Minerva, diosa de la Sabiduría, es por su propia esencia enigmática, pero curiosamente tiene que ver con este árbol sagrado. Y, ya se sabe, las casualidades no existen, existen las causalidades. Herodoto creyó ver los orígenes de Minerva en la diosa Neith, en la que los egipcios personificaron la suprema inteligencia (lo que los griegos cristianos gnósticos llamarían luego la Hagia Sofía, la Santa Sabiduría). En la astrología egipcia esta diosa personificaba la atmósfera y llevaba el nombre de Saté. Y en Grecia, cuando disputaron los 12 dioses principales del Olimpo porque cada uno quería ponerle su nombre a la futura Atenas, decidieron que el dios que procurase el mayor bien a la ciudad que sería símbolo de la unidad de la dividida península sería el que le pusiese el nombre. Minerva se alzó con la victoria porque inventó para Atenas el olivo, el árbol símbolo de la paz. Buen lugar, pues, su sombra... Saramago decía de Dios que éste era el silencio del universo, y que el ser humano era el grito que daba sentido a ese silencio. Esperemos que él ya haya encontrado el punto medio de esa dualidad, o que pueda seguir escribiendo sobre sus pensamientos allá donde esté. Desde la eterna duda, seguro que sí.

José Carlos Gil Marín

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