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La RAE de la lengua la ha vuelto a liar

Carlos Castañosa

Las Palmas de Gran Canaria —

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Cada vez que los académicos se reúnen para dilucidar qué hacer con neologismos implantados popularmente –sobre si darles oficialidad o no–, o legalizar incorrecciones malsonantes que han adquirido carta de naturaleza por su uso habitual en el lenguaje hablado, se arma el gran pifostio (este palabro todavía no ha sido admitido a trámite… pero todo se andará).

Esta vez ha sido el idos, 2ª persona del plural en la conjugación del imperativo del verbo ir. Excepto en círculos muy selectos y situaciones culturales muy específicas, había dejado de usarse dicha forma correcta, sustituida por el coloquial y erróneo iros, asimilándolo a la forma en infinitivo: p.ej.: Debéis iros; cuando es combinación del infinitivo ir –no el imperativo– con el pronombre os, que sí está bien usada.

Es un caso evidente, otro más, de que la actuación académica sobre el lema “Limpia, fija y da esplendor”, provoca polémica siempre que se regulan normas gramaticales, que afectan al léxico e influyen en la costumbre y en la inercia; cuya definición física alude a la tendencia de los cuerpos a mantener su estado de reposo o movimiento. Todo cambio provoca cierta incomodidad.

Recordemos la que se lió con la reforma gramatical de 2010 con la supresión de tildes en el adverbio solo, cuando no hubiera riesgo de ambigüedad. O en guion, truhan o video, para asimilar su ortografía a la pronunciación mayoritaria en diptongo de los más de 300 millones de hispanohablantes que andamos por el mundo.

Aquí podemos seguir pronunciando en hiato, como si guion y truhan estuviesen acentuados; pero escribirlos con tilde es una falta de ortografía. Lo mismo con video; lo pronunciamos como esdrújula pero lo escribiremos sin tilde. Podemos relacionar esta dicotomía lingüística con el seseo, absolutamente correcto y aceptado en el lenguaje hablado de las áreas geográficas más musicales; pero a la hora de escribir será necesario colocar las ces y las eses donde corresponde.

No olvidemos que los españoles somos un 10 % de los hispanohablantes, y que, además de nuestra RAE, existen otras 22 Academias de la Lengua Española, debidamente coordinadas y articuladas alrededor de un objetivo común centrado en el lema institucional.

Disponemos de un idioma privilegiado por la belleza de sus cualidades y su entidad literaria. Su principal encanto es la ambigüedad que a veces precisa de una lectura inteligente para interpretar el sentido exacto dentro de un contexto expresivo. Otra brillante peculiaridad es nuestro denostado verbo ir, cuya conjugación para un extranjero puede ser un enigma cabalístico. Pero resulta gracioso: ir, voy, iba, fui, iré, vayan, idos, iros… (¿Podemos quejarnos de lo difícil que nos resulta el chino?)

Es complicado decantarse por una postura purista de rechazo sistemático ante novedades absurdas, que en apariencia deterioran la calidad del lenguaje por aceptar como buenos términos malsonantes, so pretexto de que se usan en el habla común con profusión suficiente para legitimarlos. Quizá el esfuerzo académico debiera ir más por la senda cultural de proteger el patrimonio lingüístico y estimular al pueblo llano en un sentido educacional y formativo más estricto.

Pero la otra opción: la flexibilidad y adaptación a los nuevos tiempos, es también necesaria por motivos racionales de sentido común. Si el idioma castellano no hubiese estado sometido a sucesivas actualizaciones, acordes con la evolución histórica y de la civilización, desde la época fundacional de San Millán de la Cogolla y Santo Domingo de Silos, con nuestro primer poeta castellano, Gonzalo de Berceo al frente, hoy estaríamos leyendo su obra en facsímil, y El Quijote o leer a Baltasar Gracián sería descifrar un jeroglífico, solo legible para un reducido número de expertos.

Mi respeto a los puristas y a su exigencia conservacionista de calidad en la lengua hablada y escrita. Pero el exceso de firmeza puede causar rechazo y producir el efecto contrario al deseado. Como la evolución es evidente en todos los aspectos de la vida, debemos adaptarnos a las inevitables novedades con sentido práctico. No con resignación, sino con el espíritu crítico de aportar soluciones a lo que consideremos impropio o poco merecido.

Habrá que estar alerta ante posibles desmanes que puedan seguir si cunde el ejemplo del imperativo idos en callaos, indignaos, escondeos… Si se les encasqueta la “r” a todos, estaremos poco limpios, bastante fijos, y algo avergonzados por falta de esplendor.

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