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El encaje

Santiago Pérez

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¿Se podría resolver para siempre jamás la cuestión catalana (“el encaje”, digamos) con medidas coercitivas -155 CE-, judiciales, amnistía(s), indulto(s), reformas constitucionales, del Estatuto de Autonomía, de la financiación autonómica…?

En mi opinión, no. Si establecemos como límite infranqueable que España siga siendo una comunidad política y un Estado mínimamente eficaz para atender las funciones constitucionales que le corresponden: garantizar la unidad política del país que muchos llamamos España; la solidaridad entre las personas y territorios que lo componen; eso que se conoce como la unidad de mercado (dentro de uno mucho más amplio, el europeo);  y la igualdad básica de todos sus ciudadanos en el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de sus deberes constitucionales (14 y 149.1.1ª CE). Y si prescindiéramos de esos límites, ya sería otra Historia.

Con la cuestión catalana y con la vasca (déjenme llamarlas cuestiones, en lugar de problemas) hay que coexistir. Forman parte del modo de ser de España. Porque vienen desde muy atrás y no hay razones para pensar que no seguirán vivitas y coleando hasta donde se pueda vislumbrar el horizonte del futuro. Porque tienen más que suficiente base histórica, cultural, sociológica.

Y, quiero decirlo desde ya, no son cuestiones que afecten excepcionalmente a España a lo largo de su formación y consolidación como Estado-Nación. No hay, pues, excepcionalismo hispano. Todos los Estados europeos han tenido que afrontar retos similares. Y, a su modo, continúan haciéndolo.

Hay que coexistir con un relato y unas reivindicaciones nacionalistas que, cómo no, tienen como programa máximo la soberanía y la independencia, a las que no pueden renunciar porque dejarían de ser nacionalistas. Y, si las actuales fuerzas políticas y líderes renunciaran a esa aspiración, no existe la menor garantía de que otros, “los más decididos” de los que hablaba J. Elliot en su análisis de La Rebelión de los Catalanes de 1640, agarren el timón y vuelta a empezar.

Y esa coexistencia obligará a afrontar los períodos de radicalización de la cuestión catalana, o de la vasca, que suelen coincidir históricamente con situaciones de crisis económica, de conflictos de intereses entre las dirigencias de esos territorios y las autoridades estatales. O simplemente obedecer a estrategias de confrontación entre el nacionalismo español y el catalán, que suelen resultar bastante eficaces (para ambas partes contendientes) como tapadera de casi todo: corrupción, recortes sociales…, siempre que el guión no se les escape de las manos. Lo hemos visto en vivo y en directo durante la década pasada.

Y a afrontar estas situaciones de crisis con todas las medidas de que dispone un Estado constitucional de características federales como lo es la España de las Autonomías. Porque de lo contrario dejaría de ser un Estado. Medidas como la “coacción federal” del 155, previstas en todas las Constituciones federales, medidas jurisdiccionales y hasta medidas de gracia. El manejo acertado de todo ese arsenal debe responder al arte del buen gobierno, uno de cuyos objetivos primordiales es garantizar la estabilidad política, sin la que todo sistema político, especialmente la democracia y el régimen parlamentario, queda sumido en el bloqueo y expuesto a la deslegitimación. Y a lo que pueda, a lo peor, venir detrás.

Y afrontarlas, sobre todo, logrando que la democracia española y sus instituciones demuestren día a día (el plebiscito cotidiano, ¿recuerdan?) que la preservación de esta España democrática y plural está llena de sentido para la inmensa mayoría de sus ciudadanos, vivan donde vivan.

La Constitución Española define una forma de Estado y un sistema de gobierno. En un aspecto crucial, el de la organización territorial del poder, de forma abierta; pero con principios y determinaciones normativas suficientes (las funciones del Gobierno y la Administración del Estado y sus competencias, por ejemplo) para el desarrollo y consolidación  de lo que ha acabado siendo el Estado de las Autonomías, en un marco de seguridad y certeza jurídicas.

Ocurre, y ocurre siempre en todo país y circunstancia, que ese modelo constitucional se ha ido traduciendo en un “régimen político”, que es como funciona en la práctica el modelo definido en la Norma Fundamental. Y hay normas, como las que definen el sistema electoral, que sin estar plenamente incorporadas al texto constitucional (y eso que en nuestro caso lo están considerablemente, a raíz de la constitucionalización de gran parte del Real Decreto de marzo de 1977, de convocatoria de las primeras elecciones generales de La Transición) influyen decisivamente a la hora de condicionar cómo funciona realmente un sistema político. En este caso, el régimen parlamentario instituido constitucionalmente.

Porque es una evidencia que el sistema electoral en su más amplia acepción (definición de las circunscripciones, número de escaños total y su distribución territorial, listas cerradas y bloqueadas al Congreso) atribuye pluses y penalizaciones de representatividad entre los territorios, condiciona el sistema de partidos… Y, como una de sus consecuencias, “premia a los partidos de ámbito territorial limitado y electorado concentrado frente a los de ámbito estatal y electorado disperso” (V. Blanco Valdés). Esto que ha venido siendo una realidad, y que previsiblemente lo continuará siendo, estimula dinámicas de confrontación centro-periferia sustentadas en la reivindicación competencial, en agravios comparativos reales o en imaginarios como el de “España nos roba” y, en última instancia, el formulación de planes Ibarretxe o la organización de procés (os), de marcada vocación confederalista y, a la larga, independentista. Y son fuente inagotable de inspiración de sus grandes protagonistas, los partidos nacionalistas.

Cualquier reforma constitucional o legislativa que tocara aspectos sensibles del sistema electoral, incluso los que no requirieran modificaciones constitucionales (como, por ejemplo, aumentar el número de diputados o disminuir el número mínimo de escaños asignado a cada circunscripción para reforzar la representatividad del Congreso desde el punto de vista de la proporcionalidad poblacional) tropezaría con la resistencia numantina de los partidos nacionalistas o aspirantes a serlo, sólo podría previsiblemente ser impuesta mediante el acuerdo de los grandes partidos de ámbito estatal y generaría una ruptura del consenso logrado en La Transición y ratificado constitucionalmente, cuyas consecuencias en conflictividad centro-periferia serían de muy difícil diagnóstico previo.

Y, como primera condición de estas modificaciones requeriría un partido gobernante con mayoría absoluta. Porque si no, ya se sabe que ni se intentaría. Así funciona nuestro sistema político: un sistema que preconiza unidad, pluralidad y solidaridad territoriales pero que dispone de normas determinantes de su funcionamiento que estimulan tendencias centrífugas y potencialmente disgregadoras y sitúan, con frecuencia, a los impulsores de esas tendencias en el fiel de la balanza parlamentaria. Un status al que no van a renunciar.

Esto es así y a estas alturas es inútil negarlo o tratar de exorcizarlo con propuestas taumatúrgicas, diseños de arquitectura constitucional o con bálsamos de fierabrás. 

A mí personalmente me parece que el balance global de la España democrática y del Estado de las Autonomías es globalmente muy positivo, lo mires por donde lo mires. Y constituye el sistema político territorial más adaptado a la piel de esta vieja España de todos los registrados en la memoria colectiva.

Por tanto, preservémoslo como instrumento imprescindible y no nos distraigamos diseñando reformas ideales más que probablemente impracticables y de inciertos efectos para la convivencia entre los españoles. Y exijamos a la política, dentro de las reglas del Estado Constitucional, que sea lo que debe ser: el arte del buen gobierno.

No significa todo esto que las Instituciones y el funcionamiento de este Estado territorialmente complejo no necesiten reformas y mejoras. Claro que sí. Pero debemos tener presente, en primer lugar,  que deben abordarse en medio de consensos políticos y territoriales muy difíciles de alcanzar. Y la experiencia lo ha demostrado. Deben, además, partir de cómo funciona realmente el sistema político español y definir, no grandes modelos ideales sustentados en no se sabe qué cánones federalistas o constitucionales de referencia, sino identificar medidas muy selectivas que estimulen efectos y sinergias con nuestro dispositivo institucional tendientes a mejorar su calidad y legitimidad democráticas y su capacidad para hacer efectivas la unidad, la pluralidad y la solidaridad territoriales que la Constitución consagra. Ambición reformista siempre; modestia intelectual y prudencia política, también.

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