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Hablar de los jueces

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A los socialistas nos ha pasado con los jueces lo mismo que nos sucedió con el emérito. No supimos darnos cuenta de que nuestro respeto por las instituciones se había convertido en un silencio que de puro inexplicable devenía cómplice.

Mantener nuestro respeto por la Jefatura del Estado no sólo no excluye, sino que exige el señalar como inaceptables las conductas de su anterior titular, lo contrario sería dar a entender que en cierta medida eran consustanciales a la institución.

Igualmente, mantener el más exquisito respeto con el poder judicial no puede en modo alguno impedir la imprescindible crítica a quienes lo encarnan cuando, como sucedió con el emérito, sus conductas los hacen merecedores de reproche y en ese sentido creo que nos hemos equivocado.

Creo sinceramente que nuestro silencio como organización ante el acoso judicial a otras formaciones políticas, e incluso a algunos compañeros, no ha respondido de manera generalizada a un cálculo político, a la mezquindad de pensar que mientras fueran otras las víctimas nos podía incluso beneficiar.

Estoy convencido de que nuestro silencio se ha debido principalmente a la convicción de que la primera obligación de un partido de gobierno es preservar las instituciones y más en una época caracterizada por la desafección hacia lo público y por el permanente cuestionamiento de lo institucional.

Sigo creyendo que ese es nuestro papel pero, al tiempo, creo que ha llegado el momento en el que el respeto y el deber de preservar las instituciones no pasa por el silencio, sino por la denuncia prudente y medida, pero también clara y contundente.

Tan solo introduciendo en el debate público el papel desempeñado por un puñado de jueces partisanos que se enfundan la toga como un uniforme de camuflaje para librar batallas que en nada les competen como poder del Estado, podrá entenderse la necesidad de reformar determinadas leyes como un paso imprescindible para garantizar la calidad democrática y que las inaplazables reformas no sean vistas como un intento de quebrar la independencia judicial.

Pero más allá del papel que tenga que jugar el poder legislativo, se hacen necesarios y urgentes la reflexión y el pronunciamiento de los propios jueces, que asisten como convidados de piedra al intento de una exigua minoría de implantar un gobierno togado.

Reconozco que es difícil y que mis deseos de escuchar sus voces contravienen el principio de que los jueces sólo deben hablar a través de sus resoluciones, pero precisamente por eso han de ser los primeros interesados en exigir que quienes quiebran ese principio mantengan la discreción que se les exige.

Reconozco, también, que la independencia del poder judicial se concreta en la independencia de cada uno de sus integrantes, pero la independencia no puede convertirse en un sinónimo perverso de impunidad.

Respeto profundamente a la Justicia, a pesar de haber estado diez años sometido a un procedimiento que resultó archivado al considerar el nuevo instructor que la querella presentada contra mí era confusa, profusa y difusa y carecía de base alguna.

Respeto profundamente a la Justicia porque las acciones que emprendí contra alcaldes prevaricadores y contra el empresario que me intentó sobornar se sustanciaron de manera correcta, por más que sintiera el sabor agridulce de algunos pactos de conformidad excesivamente beneficiosos para los acusados.

Precisamente porque respeto profundamente a la Justicia me causan una repugnancia intolerable las conductas de algunos que en lugar de impartirla la perpetran.

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